Un arquetipo esencialmente constituye un modelo ideal a seguir que por su propia naturaleza, no debe ser modificado; sin embargo, al ser inamovible, también restringe su función a un tiempo, lugar y sociedad determinados. Cuando hablamos de arquetipos de la mexicanidad, nos referimos a los elementos culturales de la identidad nacional construida desde el Estado Mexicano en el contexto de la postrevolución, un modelo que cabe señalar, responde a los intereses e ideales que guardan una distancia de más o menos un siglo respecto de nuestro tiempo; partiendo de este planteamiento surgen desde luego varias interrogantes.
Más allá de un atributo jurídico impreso en nuestra documentación oficial, ¿es posible ser mexicano hoy día? ¿En qué se sustenta la identidad mexicana? ¿A caso en un sentido de pertenencia cultural? Si es así, ¿Cuál es el entramado de significaciones que conforman a “la cultura mexicana”? No es ninguna novedad aseverar que las identidades nacionales a lo largo del orbe se encuentran en un conflicto existencial sin precedentes, los esfuerzos internacionales por crear una sociedad global hacen mella sobre las mentes de las mancebas generaciones, cada vez más identificadas con lo global y efímero, que con tradiciones locales. Esta mentalidad, en que todo puede ser y no ser al mismo tiempo, donde todo depende de la percepción que cada individuo tenga de su entorno, de su biología, del universo y de sí mismo, crea una vorágine donde todo se torna confuso e irónicamente, las identidades se diluyen.
Pero no perdamos de vista que las generaciones precedentes formadas aún bajo los cánones del nacionalismo, atravesaron un proceso que condicionó su sentido de identidad hacia la idea de pertenecer a un estado-nación; la diferencia consiste en que mientras el mercado necesitó de la formación de estados nacionales fuertes, que delimitaran las fronteras geográficas para la explotación de recursos naturales, promovió durante el siglo XIX y la primera mitad del XX, la formación de ciudadanos locales que fortalecieran y defendieran al estado-nación. Definidas esas fronteras, en los albores del siglo XXI requirió ahora de “ciudadanos del mundo” que sin miramiento alguno, desempeñen una inagotable tarea de productor-consumidor, donde su vida material sea tan efímera como la identidad de estos nuevos ciudadanos, generando así un espiral infinito de eliminación, innovación y transformación.
Ahora bien, “la cultura mexicana” como producto de la postrevolución se construyó fundamentalmente sobre la imagen del hombre charro de a caballo y la mujer abnegada vinculada al hogar y crianza de los hijos, también en torno a la música ranchera y de mariachi, así como de tradiciones católico-populares como el día de muertos, ferias en honor a vírgenes y santos locales en que se hace gala del folklore popular. El indígena muerto, que no el vivo, valiente ante el invasor español, pero al final derrotado, el indígena vinculado a una espiritualidad que lo relaciona estrechamente a la naturaleza, así como sus espléndidas y estilizadas construcciones pétreas, también formarán parte de esa identidad.
Algunos de esos elementos como el hombre charro, los atavíos de las adelitas, los instrumentos de música ranchera y mariachi, así como la reificación del indígena transformado en humano-objeto, concibiéndolo como aquel inmutable sabio y conocedor de los misterios terrestres y cósmicos, tienen presencia en nuestro tiempo de forma casi calendárica, ya que dependiendo de la época del año, dichos elementos salen a relucir en las festividades mexicanas o bien, en el “turismo espiritual” realizado en las zonas arqueológicas del país por extranjeros y nacionales “para cargarse de energía”.
Estos arquetipos de la mexicanidad están presentes en la obra del pintor mexicano Octavio Ocampo, quien con su particular estilo metamórfico y desde su propia concepción, deja constancia de dichos elementos identitarios.
El surrealismo de Ocampo, cuya firma distintiva consiste en su arte metamórfico, nos presenta creaciones de formas creadas por otras formas, es decir, que dependiendo de la visión del espectador, este puede encontrarse, por ejemplo, con un hermoso paisaje compuesto de nubarrones, árboles desojados, un par de águilas con sendas serpientes entre sus garras, un jinete de rígido porte y un monumental basamento piramidal; pero al mismo tiempo, si emplea distancia y ángulo visual adecuados y un ápice de imaginación, apreciará la mirada fija y corvo ceño de un Emiliano Zapata cuyo rostro y gran sombrero ocupan casi todo el lienzo.
Otra obra de Ocampo que nos remite a los arquetipos del nacionalismo mexicano es su “Cráneo”, pintura en que una vendedora de pan sentada en una silla, nos ofrece al mismo tiempo y en conjunto con su aparador de hogazas, la imagen de una enorme calavera blanca flanqueada por decenas de cráneos marrones de medianas proporciones.
Tal vez otro icónico cuadro de Ocampo sea el creado por mariachis que forman una media luna con José Alfredo Jiménez al centro, tiras de papeles picados multicolores en la parte superior y un horizonte en que aparecen una luna cóncava y el astro sol. Dicho conjunto de formas, al mismo tiempo estructuran pecho, rostro y sombrero, de un José Alfredo Jiménez que mira hacia el infinito.
En la pintura de Ocampo encontraremos personajes que la historia nacional ha encumbrado en un papel central como Hidalgo, Morelos o Carranza. Su obra es vasta y diversa, alude también a la naturaleza, cuerpos y rostros femeninos, así como a personajes de referencia mundial como Einstein, Beethoven, Jesucristo o Marilyn Monroe; también novelescos, como el Quijote de Cervantes.
Sería infructuoso intentar describir toda la obra de Ocampo en estas líneas, por lo que se invita al lector, experimente desde sus propios sentidos los lienzos de este pintor mexicano cuyos trazos surrealistas, nos regalan imágenes de un arquetípico nacionalismo mexicano al que le sobreviene cierta melancolía, ante el avasallamiento de una globalidad que precisa convertir en pasado a toda identidad colectiva para su propia expansión.
Víctor Hugo Martínez Barrera
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Se formó como abogado en la Facultad de Derecho de la UNAM y, como historiador, en la Escuela Nacional de Antropología e Historia. Sus líneas de trabajo son el Derecho Constitucional, los derechos de los pueblos indígenas y el período posclásico mesoamericano.