El final de octubre y el principio de noviembre marcan todo un suceso en algunas partes de México que, si bien al interior de la República puede no representar a algunos sectores de la sociedad, lo cierto es que sí que lo hace en todo el mundo. Me refiero al Día de Muertos, una hermosa tradición que honra la memoria de nuestros difuntos, como una forma de mantenerlos con vida cuando se vence al olvido, con la convicción de que al menos una vez al año pueden regresar a convivir con nosotros, quienes sentimos el paso del tiempo día con día.
A propósito de tan bella y emotiva tradición, he decido escribir esta reflexión, de cómo el arte es la materialización del eterno retorno a la vida, aun cuando sus creadores ya no están, y de cómo cada obra es en sí misma una ofrenda con la que se derrota al paso del tiempo y se trasciende.
Las obras de arte sobreviven al devenir, aunque el recuerdo de sus creadores se transforma en versiones que derivan de la interpretación que cada generación hace, como sucede con las personas cuyas fotografías (en el mejor de los casos) se colocan en las ofrendas del Día de Muertos pues, a medida que avanzamos a nuestro destino, algo cambia en las vivencias y, con un poco más de recorrido, cuando el árbol genealógico es tan grande como un ahuehuete, a algunos sólo nos queda imaginar a la persona que nos mira desde un papel y, eventualmente, cuando estemos del otro lado del altar, que alguien imagine cómo era nuestra voz, nuestros hábitos y comida favorita.
Lo mismo ocurre con los artistas, su obra es la fotografía que se coloca sobre el altar, con ella los llamamos a esta existencia una y otra vez, de una manera infinitamente cambiante, por ejemplo, la música del Gran Maestro Beethoven ha sonado por más de doscientos años, pero la ejecución en cada época ha tenido su propio sello, como un tributo que crea un puente entre el difunto artista y la vida que debe continuar. Así es como vuelven a nacer sin dejar de ser lo que fueron; así es como viven a pesar de estar muertos.
El arte y la muerte no sólo crean un vínculo que mantiene constante la existencia, considero que entre lo lúgubre que puede ser el hecho de dejar esta dimensión, brilla una virtud, pues el arte puede convertirse en un medio para confrontar y entender la muerte, como una catarsis que libera al alma del funesto peso de la ausencia, pues el arte evoca y sana.
Si lo pensamos con detenimiento, cuando la vida comienza es un lienzo en blanco, un pentagrama sin notas o un libro sin palabras, cada experiencia es una pincelada, una nota o una oración que contribuyen a crear una obra maestra única por cada ser humano. De tal suerte, siempre habrá algo qué recordar, una parte de nosotros permanecerá a través de las personas y de las cosas, como sucede con una sinfonía o una novela, pues son parte de la galería de la memoria.
La muerte no es sino el último acorde, el punto final de toda obra maestra, es la conclusión de una narrativa única que irónicamente da pie al camino de la trascendencia, porque es el cuerpo lo que permanece con el sepulcro, pero las obras (artísticas o no), escapan al olvido, esas son eternas.
“Que la idea de la muerte no me distraiga de lo que estoy haciendo, porque lo que va a quedar es lo que uno haga de vivo”.
-Gabriel García Márquez
Mario Eduardo Villalobos Orozco
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Doctorante en Finanzas por el CESCIJUC, Maestro en Finanzas por la Universidad del Valle de México; es licenciado en Derecho y licenciado en Economía, graduado con mención honorífica, por la Universidad Nacional Autónoma de México; además es músico egresado de la Escuela de Iniciación Artística número 1 del Instituto Nacional de Bellas Artes, autor del poemario Cartas a la Lluvia, y colaborador de la revista 13 de abril, desde abril del 2021.
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