La violencia simbólica se instituye a través de la
adhesión que el dominado se siente obligado a
conceder al dominador (por consiguiente, a la
dominación) cuando no dispone, para imaginarla
o para imaginarse a sí mismo o, mejor dicho, para
imaginar la relación que tiene con él, de otro
instrumento de conocimiento que aquel que
comparte con el dominador y que, al no ser más
que la forma asimilada de la relación de dominación,
hacen que esa relación parezca natural.
Pierre Bourdieu
-La dominación masculina-
¡Y entonces pienso que, he corrido con algo de suerte! ¡En estas páginas dibujadas por la muerte!… la voz de Rockdrigo González se aleja poco a poco a pesar del aferramiento de los auriculares. Huye como en un sueño, o más bien, como cuando se está en el umbral de un sueño, en el proceso de desconexión entre el cerebro y el entorno físico del cuerpo. En el diario digital, dice: Ejército y Guardia Nacional encabezan denuncias por violaciones de Derechos Humanos. Alicia sostiene un café americano, completamente sellado, en su mano izquierda. Su teléfono está bien sujeto en su hábil mano derecha, adaptada al cuerpo y forma del dispositivo que pareciera haber nacido entre sus dedos. El aroma del Jardín Juárez se pierde en la batalla librada al interior de su cerebro. Están pasando tantas cosas que ya no significa demasiado el hecho de tener vivo su olfato en este fresco e incipiente atardecer. Su Facebook yace ahí, abierto, en otra pestaña, aguardando por su turno. Le aparece una notificación en la parte superior de la pequeña pantalla: le acaban de enviar un meme en algún grupo de WhatsApp de tantos que no ha podido dejar aunque le saturen, de porquería, su teléfono. Sus hábiles dedos abren el chat y responde rápidamente con un JAJAJA. El meme está dividido en dos imágenes: en una se ven, del torso hacia arriba, un imponente jugador de beisbol y su bella entrevistadora al terminar un juego; en la segunda, una foto de la misma situación pero tomada de cuerpo entero. En ella el jugador queda desnudado: está parado sobre una cubeta porque la entrevistadora es gigantesca, una amazona. La imagen tiene la siguiente leyenda: Siri, muéstrame la frágil masculinidad. Luego de su respuesta, Alicia piensa en un libro de Judith Butler que tiene sobre el buró, aguardando por ser leído desde hace ya dos meses, cuando se lo prestaron. Recuerda, inmediatamente, a Josefina, quien siempre le hacía notar el tiempo que, aún ahora, pierde pensando en todo y en nada, como un fantasma. Sus manos empiezan a sudar repentinamente, presas de una preocupación que ella no alcanza a comprender. De manera casi instintiva, levanta la mirada, ve las copas de los árboles, se quita los auriculares y se deja arrullar por la melodía de los pájaros juguetones que vuelan de un lado a otro, buscando alimento. La sensibilidad de sus fosas nasales se conecta de nueva cuenta con su cerebro. La frescura de la vegetación se convierte en sosiego. Regresa a su equilibrio interior, regresa a la mente de un solo pensamiento: tranquilidad. Pasa unos minutos así, modulando su cuerpo, oxigenando su sangre. Rockdrigo quedó en el olvido, es hora de dirigirse a los escalones del teatro Calderón, donde verá a Marcos, su novio.
La avenida Hidalgo luce señorial, con su trazo de serpiente en movimiento; con sus edificios volcados hacia el frente, ostentosos, bellos. Está de fiesta, en pleno festival cultural, como todos los marzos y abriles desde hace treinta y siete años. Los puestos de melcochas se anidan en la parte exterior del Portal de Rosales. Los turistas y locales se confunden en el hormigueo que invade las banquetas y el corazón de la avenida a partir de su cruce con Allende. Alicia siente que la adrenalina invade su cuerpo. Con cada paso sus sensaciones se confunden entre la timidez ante tantos extraños y la alegría de atestiguar cómo disfrutan de la ciudad, de su ciudad. Aún alcanza a ver, en una de las columnas de los portales, una pinta de la demostración del ocho de marzo; una que se resistió a irse tras los esfuerzos vanos del personal del INAH. Quedó ahí, como una cicatriz, como un aviso de la tensión que la ciudad guarda en sus entrañas. Alicia se recuerda marchando hace poco menos de un mes, con las consignas saliendo de sus cuerdas vocales al unísono con las de miles de mujeres que se dieron cita. Muchos colectivos se unieron, muchas mujeres llegaron solas, entre ellas, Alicia. En su mente estalla de nueva cuenta el ¡Amiga, hermana, si te pega no te ama! Sus pensamientos rápidamente son opacados por el sonido seco de sus negras botas, que recuerdan su estirpe militar al chocar con el adoquín. Su chamarra de cuero no se queda atrás y cruje con cada movimiento. Luego regresa la sensación de timidez. Su belleza conjugada con su imagen dark no es, precisamente, discreta. Por ello siente el peso de incontables miradas sobre su rostro, y brota la necesidad de llegar a su destino cuanto antes.
Ahí está Marcos, en la escalinata del Calderón, con su cámara colgando del cuello, como de costumbre. El chico es un novel escritor que ama capturar la cotidianidad con su lente para después traducirla en abigarradas palabras. Es la adoración de Alicia por, lo que a su parecer, es inocencia pura, pues permanentemente habita en una realidad alterna donde todo es bello y, sobre todo, porque admira la fortaleza y las convicciones de su novia. Se podría decir que Marcos es un ser extraordinario que, a los ojos de su chica, creció, de una manera incomprensible, fuera de los estándares del mundo patriarcal. Su ausente deseo por discutir ad infinitum sus “verdades”, genera paz en el desordenado y ultraemotivo cerebro de ella. Es su conexión a tierra, al mundo de la tranquilidad, donde no importa si se gana o se pierde, sino la capacidad de admirar el camino, de vivir plenamente los instantes que se aglomeran hacia algún destino desconocido y excitante. Él jamás ha pretendido controlarla o desanimarla. Desde el primer momento supo admirar lo que vio en ella y, luego de un año juntos, esa admiración no hace más que henchirse. Para él, Alicia es frágil, muy frágil, y sin embargo, es combativa hasta el tuétano; insegura, pero cansada de serlo, por lo que atestigua su lucha interna en el día a día. En ella encuentra la energía que no cree poseer y el arrojo que tanto desearía encarnar, pero que no le surge del alma. Ella, con la naturalidad de una lideresa, tiene el timón, y Marcos cree fielmente que su amor jamás terminará en un naufragio.
¡Hola amor! Neta perdóname por llegar tarde, se me fue la onda, estuve por la rectoría de la UAZ haciendo tiempo. Al decir estas palabras, Alicia tiene su rostro iluminado, con las pupilas brillantes, lubricadas, como un par de estrellas centelleando en un firmamento que solo existe para Marcos. El chico, que se encontraba absorto, observando la pequeña pantalla de la cámara, levanta la vista en cuanto escucha esa voz que tanto lo apasiona e, instantáneamente, sonríe. Entonces se pone de pie y la abraza fuertemente, y así, sujeto a ella, le dice muy cerca del oído: no pasa nada Alish, ni cuenta me di. Enseguida le da un pequeño beso en los labios, se separa y la toma de la mano. ¿Adónde vamos, amor? Pues tú habías dicho que querías ir a la fototeca, contesta Alicia. Si quieres vamos y de ahí a San Agustín, hay una exposición también. Además habrá un concierto muy chingón al rato, ¿te late? Ándale, se escucha chido, responde Marcos. Los muchachos caminan hacia su derecha y suben por el callejón De la Palma, hasta llegar a Doctor Hierro, ahí se desplazan hacia el callejón de la Moneda y, a pesar de su juventud, sienten en muslos y pantorrillas el rigor de la pendiente, por lo que lentifican sus pasos. Al llegar por fin a la Fernando Villalpando, giran en dirección al Congreso del Estado, para unos metros antes de cruzar el callejón de San Agustín, encontrarse con la entrada de la fototeca.
Alicia no deja de pensar en el concierto que habrá en la noche, tampoco en la manera en que regresará a casa, pero resuelve censurar sus pensamiento y centrarse de nueva cuenta en lo exposición fotográfica. Marcos es más paciente y observador. Se fija en el manejo de la luz, en los ángulos, en la composición y, todo ello, lo contrasta con la idea que podría estar detrás de cada imagen que va revisando con esmero. Mientras él se desplaza lentamente, Alicia comienza a separarse, casi deambulando. Luego de algunos minutos, en el muro se le revela una imagen sepia que le susurra: detente. Ella obedece a sus sentidos y observa. Sus revoluciones disminuyen drásticamente. Su corazón entra en hibernación. Hay paz. En el rectángulo se muestra el teleférico, desconocido y cercano a la vez. Nunca ha viajado en él. Debajo, en vista panorámica, está el centro de la ciudad, que luce diferente, como si hubiera estado guardando secretos para ella. Alicia fija su atención en cada centímetro. Le transmite un dejo de nostalgia, pero también de orgullo. En la imagen parece sintetizarse un mensaje: belleza, y esto profundiza su sosiego. Piensa en Fernando Calderón, en cómo un día se ganó un libro del dramaturgo en su clase de literatura; la única vez que se ha ganado algo, reflexiona brevemente, para luego dibujar en su rostro una sonrisa sardónica. Piensa en López Velarde sentado en la banca de la Plaza de Armas, que saluda en la fotografía, desde un polígono insospechado, pequeñita. Se aferra al recuerdo de la casa del poeta en la Ciudad de México. Fue una gran sorpresa del destino encontrarse con ese bello edificio porfirista, de dos plantas, en la Avenida Álvaro Obregón. Ella iba buscando dónde comer mientras la acompañaba su hermana y, de repente, ambas leyeron, conmovidas, la placa de cantera incrustada a la izquierda de la entrada principal: “Sé siempre igual, fiel a tu espejo diario…” El Pueblo y el Gobierno del Edo. de Zacatecas rinden homenaje a Ramón López Velarde en el LX aniversario de su muerte. El Gobernador Const. Del Estado Lic. J. Guadalupe Cervantes Corona. Junio 19 de 1981. Así, sin querer, como un capricho del destino, supieron que ahí rentaba el poeta junto con su familia. Murió a los 33 años. Tanto que pudo hacer y que se quedó en el imaginario colectivo, en el pozo de su casa en Jerez, su tierra añorada. Piensa en Pedro y Rafael Coronel, en su arte, pero también en su coleccionismo heredado a la ciudad. Cuánto amor debe tenerse por una ciudad, reflexiona con una emotividad casi religiosa. Se viene a su mente Francisco Goitia, su imagen de anacoreta, de líder religioso; su autorretrato trasladado al arte urbano en el puente que se yergue debajo de la facultad de Derecho, sobre el boulevard. Tanta gente que ha llenado de orgullo a esta ciudad que no conozco bien, se dice, letra a letra, en su mente. Ya lleva diez minutos ahí, meditabunda. Por su cabeza ha pasado la idea de un Zacatecas oculto, uno que atesora experiencias que no pueden ser solo para turistas, como siempre había creído, sino que también debe ser vivido por ella. Siente una mano en su hombro, es Marcos. ¡Qué fotografía tan perrona! Exclama el chico. Con razón has estado congelada aquí. Mira cómo se ve el centro, qué diferente desde ahí, señala con su índice, Alicia. ¿Te has subido al teleférico? Uf, casi cada vez que vienen mis primos de Monterrey, jaja, responde Marcos. Yo nunca me he subido, ¿lo puedes creer? Tanta gente que lo ha hecho. Tanta gente que no conoce la ciudad y, sin embargo, esa ciudad, la que se ve desde ahí, ya la conocen y yo no. El sosiego en el alma de Alicia desaparece con este comentario. Eso se arregla fácil. Mañana vamos, Alish, ¿te parece? Los ojos de la chica se llenan de alegría y de inocencia, es una niña. ¡Sí! Responde, y le da un beso en la mejilla a Marcos mientras abraza, con ambas manos y sin dejar de observar la fotografía, su brazo derecho.
Mientras caminan por el callejón de San Agustín, observan los puestecitos de comida y a la gente que, curiosa, asoma, casi casi, las narices. Al pasar entre ellos, la Plazuela Miguel Auza, ya bañada por la noche, se muestra de gala, jactanciosa, con sus bares a reventar. San Agustín ya está cerrado. No sabían que el recinto dejaba de recibir visitantes a las cinco de la tarde. Caminan tomados de la mano entre una multitud jubilosa. En el fondo de la plaza está el escenario y, por ahora, toca Euterpe, un trío local de jazz. Cada vez que los chicos los han visto, traen atriles y partituras. Probablemente la improvisación no es lo de ellos, dice, irónico, Marcos. Alicia suelta una carcajada, respirando la alegría que flota en el aire. Adiós a un jam session, piensa, pero está segura que en un rato las cosas cambiarán. Por ahora su tarea es encontrar un buen lugar. ¿Quieres silla o agarramos una mesita de alguno de los negocios? Pregunta Marcos. Vamos por unas chelas y botanita, ¿no? Responde Alicia. Marcos, tomándola de la mano, pasa entre la gente como un ratón en un orificio, y Alicia, menudita, se aferra a él. Cuando se paran a la orilla de los barandales que dividen los bares, por suerte, unos señores se ponen de pie y abandonan su mesa. Alicia corre y se apodera de uno de los bancos. Marcos se acerca un poco apenado, y ya en la mesa, dice: ¡para gandalla no se estudia! ¡Ay Alish! Ella se ríe genuinamente divertida, y además contenta por la suerte que tuvieron. Les tocó en el bar La Mansión. Sus mesas altas y angostas, circulares, son ideales para contemplar el escenario, desde donde suena, perfectamente ejecutada, Autumn Leaves. La mesera les advierte que ya solo tienen Dos Equis Lager, y los chicos con tal de disfrutar el espectáculo, las aceptan. También piden unas papas a la francesa. Los músicos se encuentran en su cierre y, para sorpresa de Alicia, terminan con una improvisación. ¡Tómala Alish! Para que nos sigamos burlando, le dice Marcos. Jajajajaja, yo no me burlé, bueno sí, pero fue por tu culpa, contesta ella. Las cervezas parecen de comercial, empañadas del envase y con algunas gotas corriendo por fuera, sobre la etiqueta. Al terminar los músicos, la gente aplaude, y a la pareja no le queda más que ponerse de pie y con sus aplausos atronadores, pedirles perdón. Se prepara el escenario para el platillo fuerte, desde Nueva Orleans, la Shake Em Up Jazz Band. En realidad Alicia no la conoce, solo escuchó un par de canciones en Youtube luego de leer su semblanza en el programa del Festival. Se trata de una banda integrada solo por mujeres. Eso llamó poderosamente su atención, tanto que marcó el evento en el calendario. No es común esto en el mundo de la música, mucho menos en el Festival, pensó en ese momento.
Como fondo de las bromas y chismes que se cuentan los chicos, se van escuchando las llamadas para el inicio del concierto. El barullo de la plaza no cesa. Personas van y personas vienen, turistas y locales, jóvenes y no tan jóvenes. Alicia piensa en la relevancia que están teniendo varias escritoras mexicanas luego de que Marcos le comente sobre el caso de Ximena Santaolalla. No puede creer que haya diamantes así, esperando a ser descubiertos o tal vez no. Cuando está en ello, se escucha la tercera llamada y saltan al escenario las chicas de la banda. Una trombonista, una clarinetista, una guitarrista y la lideresa con su trompeta. Detrás está la chica del contrabajo y, a su lado, algo que ellos nunca habían visto: una chica con un washboard, es decir, una tabla de lavar adaptada como instrumento de percusión, con un platillo adherido. Las mujeres saludan en inglés e, inmediatamente, se apoderan de la plaza con su dixieland. Desde luego, las voces del trombón, el clarinete y la trompeta dominan la atmósfera, pero hay espacios para todas, de tal forma que el washboard es saboreado en su estado natural y el contrabajo demuestra, en solitario, el peso que lleva al sostener cada tema desde el fondo. Ambos instrumentos, descubre Alicia, son los que han hecho que sus pies no dejen de moverse con la cadencia de los temas. De repente, las chicas interpretan After Lunch Song y ahora la guitarra acaricia los oídos de los presentes, invitando a bailar con un solo rítmico y divertido. Pero eso no es todo, por momentos, la banda canta a dos y hasta tres voces armonizadas, y matiza las canciones con sonidos coquetos provenientes del uso de sordinas plunger en la trompeta y el trombón. Alicia y Marcos ya solo se voltean a ver mientras aplauden al terminar cada tema. Su mente está en las notas, en el ritmo, en los matices, en la personalidad de las mujeres. Es un espectáculo completo para sus sentidos. La gente hace regresar en tres ocasiones a la banda, que gustosa, deja su alma en el aire y los recovecos de la plaza. Cuando el concierto termina, la pareja, embelesada, siente que las músicas han llenado de ternura a sus fervorosos corazones. No inventes, no tomé una sola foto, dice Marcos soltando una carcajada. ¡Ay amor! Bueno, es porque lo disfrutaste, reflexiona Alicia mientras le acaricia tiernamente la espalda. Es hora de irnos, añade.
La plaza se empieza a vaciar rápidamente. Los chicos pagan la cuenta y esperan a que baje el Uber por el callejón del Lazo. Marcos acompaña a Alicia hasta su casa en la Hidráulica. Ella se despide mientras cierra, lentamente, la puerta. Solo escucha cómo el vehículo acelera y el sonido se pierde en la distancia. En quince minutos le envía un mensaje de WhatsApp a su novio para saber si ya está en casa. En los siete minutos que transcurren entre este y la respuesta, revisa cinco veces la conversación, contesta a tres conversaciones más y le echa un vistazo a Instagram. Es ahí cuando aparece la notificación de Marcos: Ya en casa amor. Siempre son días plenos de sentido cuando estoy contigo. Gracias por llevarme a ese concierto. Nos vemos mañana. Besos. A ella desde el primer momento le pareció atractivo que Marcos cuidara su redacción en cada mensaje. Es un rasgo profundo de su personalidad, se dice, pensando en el amor y el respeto que él tiene por las palabras. Mañana al teleférico amor, ya te comprometiste, ahora te amuelas, jaja. XOXO. Contesta ella.
El día es hermoso. El cielo está limpísimo, de un azul que hipnotiza. Sopla un vientecillo cálido, de ese que siempre se asocia con la Semana Santa. Alicia espera a Marcos en la parada del autobús que está sobre la Avenida Universidad, en la acera opuesta del Aurrerá. El chico demora treinta minutos. La impaciencia de su novia inicia a los diez. Piensa que tal vez algo le pasó, con tanta violencia que pulula por todos lados, según advierten los periódicos y las redes sociales. El estrés que la invade, la pone de mal humor. Envía mensajes que ni siquiera son leídos. En cuanto Alicia ve al Jetta negro de los padres de Marcos aproximarse, intenta atemperar su ánimo, pero no al grado de poder evitar el reclamo que toma por asalto su lengua mientras aborda el vehículo: ¿por qué tardaste tanto? Me preocupé un chingo. Discúlpame Alish, de verdad, solo tuve que ir a un mandado, porque si no, no me prestaban el carro. Ya ves que mis papás ven burro y siempre se les antoja viaje. Pero mira, el día está hermoso, ideal para ver la ciudad desde arriba. Transcurren un par de minutos en completo silencio. Ella los aprovecha buscando la tranquilidad en sus pensamientos. Él, por su parte, sabe que debe darle su espacio. La parsimonia de Marcos, como siempre, termina imponiéndose, y Alicia deja de construir escenarios catastróficos en su mente. Dicen que hay algunas azoteas con réplicas de pinturas, y solo se pueden disfrutar desde el teleférico, finalmente comenta ella, dejando en el olvido su exabrupto. Ah, ¿neta?, nunca me he fijado, ¿lo puedes creer? Contesta Marcos. Pues va a ser sublime esta experiencia contigo Alish. Los chicos recorren el Paseo Díaz Ordaz hasta bajar por Eduardo Pankhurst y continuar por la calle Del Grillo, misma que desemboca en el estacionamiento del Teleférico. Una vez que se detienen, Marcos toma su cámara del asiento trasero. Los chicos cruzan el patio tomados de la mano y suben la escalinata, sintiendo la experiencia del turismo con la multitud de objetos ofertados por las tiendas de souvenirs ubicadas en el flanco izquierdo. En la taquilla, obligados por el Jetta negro, compran el recorrido de ida y vuelta. La fila para abordar es larga, llena de turistas que se delatan por su actitud indagadora, su forma de vestir y, principalmente, por sus acentos variados. Después de diez minutos, lo que parecía una espera larga, para su sorpresa, ha resultado una hilera que no dejó de avanzar. Ahora se encuentran parados hasta adelante, en la posición de abordaje. El tipo que coordina el ascenso y descenso, les pregunta si llevan en un lugar hermético sus boletos, pues son el seguro que podrán cobrar si la cabina se desprende del cable y cae sobre alguna de las calles del centro. Los chicos ríen divertidos ante la espontánea picarada y toman su posición en una de las bancas de la cabina. Frente a ellos se sienta una chica que viaja sola. Al iniciar el recorrido, la cabina oscila un poco, pero unos cuantos metros después se estabiliza. Es entonces que todos se relajan y disfrutan de la vista, principalmente Alicia, quien se encuentra en un estado de estupefacción. La foto que tanto la deslumbró, se queda muy corta ante la experiencia que está viviendo. Nunca pensó que fuera tan bello ese corto recorrido. El centro parece una maqueta caprichosa, accidentada, hermosa. El Instituto de Cultura, San Francisco, la Catedral y el escenario principal del Festival en la Plaza de Armas; Santo Domingo, San Agustín, todos los edificios desnudados en sus formas; formas vistas en su totalidad. En una azotea aledaña a Juan de Tolosa, se observa una réplica de un Felguérez. Alicia se lo hace notar a Marcos. ¡Wow, qué perrón Alish! ¡Qué gran idea! Más allá, cuadras atrás del Palacio de Gobierno, hay una réplica, en otra azotea, de un autorretrato de Goitia. ¡Qué elegante Alish! Es una experiencia completa, belleza arquitectónica con estimulación visual para el alma a partir del arte de nuestros zacatecanos, y al decir esto, Marcos siente un orgullo que funde su alma con la ciudad. Qué hermoso amor, debo venir más seguido, agrega Alicia. La chica que los acompaña, y hasta ese momento había permanecido en silencio, observando en derredor, les pregunta si les toma una fotografía antes de llegar, justo en la pendiente hasta la estación de la Bufa. Alicia le da su celular y posa juntando, cariñosamente, su cabeza a la de Marcos. Ambos chicos sonríen de manera genuina. Su alegría es inocultable. Alicia también se ofrece a tomarle una foto a ella, quien sonríe mientras posa sin quitarse sus lentes de sol, agradeciendo, finalmente, con un acento cachanilla. Cuando descienden de la cabina, Alicia sabe que pasó la prueba, pues la noche anterior llegó a temer que le diera una ataque de pánico a medio camino, pero al estar ahí, nunca recordó sus pensamientos destructivos hasta ahora que pone sus pies en el concreto. La belleza de la experiencia, sin duda, fue su mejor terapia.
Al salir de la estación del teleférico, ya en la Bufa, Marcos sugiere comer en el restaurante Terraco, que se encuentra a un costado, justo en la misma instalación. Él ya ha estado ahí con su familia y le parece un lugar donde las obsesiones se difuminan y el corazón encuentra sosiego. Ambos entran unos metros para que Alicia recorra con la mirada todo el lugar. Le despierta la sensación de un extraño acogimiento. Su ornamentación es demasiado discreta, pero la vista lo es todo, es arte e historia sintetizada en una evocación de espiritualidad tal, que la mente descansa en un solo pensamiento: belleza. ¡Qué hermoso, amor! Exclama Alicia luego de unos segundos. ¿Nos sentamos cerca de uno de los balcones? Donde se te antoje más, Alish, responde, cariñoso, Marcos. La chica elige un lugar desde el que se ve, aún sentados, una parte del centro de la ciudad. Los balcones, aunque abiertos de par en par, no los incomodan, pues están ocupados por dos parejas de turistas que bloquean, en parte, el viento. En la mente de Alicia, a pesar de observar sus rostros gozosos, son como unos guerreros, estoicos, dispuestos a padecer los intensos rayos solares con tal de vivir la experiencia de disfrutar los alimentos y una buena charla con la ciudad a sus pies. Y es que desde esos lugares se domina el caprichoso trazo del Zacatecas histórico, que allá abajo, con sus avenidas escarpadas, sus calles laberínticas, su cantera rosa y las cúpulas de las iglesias, vive su cotidianidad.
Marcos pide una Victoria antes que nada, ya luego verá tranquilamente la carta. Alicia, en cambio, ya con hambre, revisa la oferta de platillos. Ella termina pidiendo unas empanadas de requesón bañadas en chile rojo y él unas flautas “envenenadas” de papa y frijol, cubiertas de salsa estilo Jerez. Hacen lo de siempre: compartir sus alimentos para experimentar con un mayor abanico de sabores. Los estímulos en los que están inmersos sus paladares, el sonido del viento, que silba ligeramente, la vista de una ciudad que luce mágica y la parsimonia de los otros comensales, los invita a conversar de manera introspectiva. Alicia alude a la belleza del recorrido, a las formas que adquiere el centro de la ciudad desde las alturas, a la brillante idea del arte en las azoteas, a la impresión que causa, en general, ver a Zacatecas con los ojos de turista, sin embargo, no puede evitar sentir cierto vacío. Se pregunta si en verdad habrá una ausencia real de mujeres artistas que también pudieran dar sus nombres a los museos, y por lo tanto, que también su arte pudiera ser exhibido en las azoteas. Se pregunta si no habrán participado también en la música, en la escultura. Cuestiona si no habrá poetisas, novelistas o científicas. ¿Zacatecas será verdaderamente, avasalladoramente, masculino? Marcos se siente atrapado en las mismas dudas, nunca lo había pensado, jamás le había pasado por la cabeza que los grandes héroes de la ciudad, en todos los ámbitos, son varones. Salvo alguna maestra cuyo busto pueda estar perdido por ahí, imperceptible en el imaginario del peatón. Bueno Alish, ya tuvimos una gobernadora, atina a decir. Aunque no parece haber cambiado gran cosa la situación. No, la verdad no creo. Tanta violencia que hay por ahí, dentro de las casas, tanto sometimiento y cosificación, dice Alicia con un talante indignado. ¿Por qué me amas? Le pregunta a Marcos. Por lo que eres, una mujer con empuje, inteligente, inspiradora. Eres muchas cosas que quisiera ser y no puedo, porque no tengo tu alma, tu empaque. Alicia transforma su faz, se muestra conmovida, sus ojos están un poco enrojecidos y húmedos. Te amo, amor, le dice a Marcos, mientras lo toma de la mano. Tú Alish, junto con muchas mujeres más, van cambiar la historia de esta ciudad, y creo que los sabes. Con estas palabras, ella experimenta una sensación de desprendimiento, como si sus emociones convergieran con las emociones colectivas de las mujeres que ha visto luchar, que ha visto levantar la frente y seguir adelante. Mi mamá me crió sola, trabajando al tiempo que hacía todas las labores domésticas. Mi papá nos abandonó, confiesa Alicia, conmovida. Mi mamá, una profesionista ejemplar, muchas veces no entiende las luchas actuales, agrega. La amo, la respeto, pero la forma en que ella ve el mundo es propia de una construcción cultural de varones. No se trata de incendiar la ciudad, ni de romper vidrios, no apoyo ni jamás apoyaré los episodios de violencia en las marchas, pero entiendo que muchas cosas deben visibilizarse, y lamentablemente, en este país sin ley, muchas veces el último recurso, para mucha gente, son los putazos, argumenta, emocionada. Marcos solo la observa conmovido, escuchándola con profunda atención. No se trata de odios, no se trata de separar, se trata de unir, amor, y la única manera de unirnos plenamente entre sexos y géneros, de amar y ser amadas plenamente, es ser tratadas con el respeto que se otorgan los varones en sus círculos más prestigiados, en los espacios de poder, de conocimiento, de fe. Yo te amo porque siempre he sentido tu respeto y admiración, amor. Yo te amo porque eres incondicional conmigo, porque confías en mí y me tratas como persona, Marcos. Porque me vez como nunca nadie me vio, porque contigo no debo tener ningún escudo protector. El problema es que muchos hombres no son así y seguro lo has visto con tus amigos. Tanta violencia en los barrios, tanta dominación emocional y física.
Los chicos se quedan en silencio unos segundos, tomados de las manos sobre la mesa. Marcos siente un amor tal por Alicia, que se le escapa por cada uno de sus poros. Feromonas aleteando. Ella, al ver que una pareja abandona el balcón, se pone de pie y le extiende su mano a Marcos, llevándolo a disfrutar el melancólico paisaje. Él se coloca detrás de ella, cruzando sus brazos sobre su vientre. Alicia, ahí, protegida, arropada por el amor, solo piensa como un torbellino, fiel a sí misma, abstraída por el masaje visual de la histórica ciudad:
Algún día seremos más bellos, seremos todos, todos seremos uno, Zacatecas. Verás que regresaremos lo que nos dieron, lo que nos das. Los amo a todos, no los odio, los entiendo, entiendo que nos han engañado, que somos uno y nos dividieron. Luchar por ser mujer no es dividir, es aprender a amar sin interés de protección de ninguna índole, es amar porque es sublime hacerlo, porque el amor surge en un desprendimiento genuino, porque sin amor nada hay. Ya verás, las mujeres ayudaremos a ser más justos, a ser más bellos, a respetar la dignidad de la vida. Nos enseñaron a competir, nos enseñaron a dominar, nos enseñaron a privilegiar nuestro egoísmo, pero juntos comprenderemos que todo consiste en no tener miedo, en atrevernos a amar, en aceptarnos como somos, con un respeto sagrado. Gracias por la belleza, Zacatecas, por dejarme conocerlo en tus calles, juro que un día susurrarán muchas aves en tus oídos. Lo conozco y él me conoce, en un proceso interminable, donde somos seres de instantes, como decía Ortega y Gasset. Hoy ha sido un día de conocernos. Lo amo, y su amor está aquí, en este momento, corriendo por su cuerpo, acariciándome con sus brazos. Algún día, mujeres, algún día también sus nombres sonarán en estas calles y edificios. No tengo dudas, el amor y nuestro empuje todo lo podrá. El patriarcado se autodestruye en su espiral de violencia, en sus fauces malditas. El turno es nuestro, y nosotras sabremos compartir.
Mauricio Del Real Navarro
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Zacatecas, Zacatecas, 1982. Doctor en Ciencias Sociales por el Colegio de México. Amante del estudio de los fenómenos sociales y su inclusión en el mundo literario. Poeta aficionado.