La ciudad de las cruces. Por Mauricio F. del Real Navarro.

-Esto es estúpido, doctor, comprenda usted.

Yo no he venido al mundo para hacer reportajes.

A lo mejor he venido sólo para vivir con una mujer.

¿Es que no está permitido?

Albert Camus

-La Peste-

 

Hay cruces en las carreteras a lo largo y ancho de América Latina, desde la Patagonia hasta México. Se trata de un fenómeno analizado por antropólogos como parte de un simbolismo de la muerte, del camino hacia otra vida, pero también de la dicotomía  lugar/no lugar. Un espacio que deja de ser anónimo en medio de un paraje que lo es; sin embargo, cuando su integración al paisaje es tal y el tiempo lo naturaliza, este espacio se pierde, nuevamente, en medio de un todo cotidiano… Palabras más, palabras menos, leyó Adolfo Carrillo en un sitio web. Tenía algunos días trabajando en un reportaje que no solo le serviría para posicionarse de mejor manera en el diario que lo había empleado hacía ya tres meses, sino que le daría sentido a una especie de fijación que de vez en cuando volvía a adueñarse de su mente: las veintinueve cruces que contó en el camellón del boulevard López Portillo, cuando a los 13 años acompañó a su padre con el oncólogo que lo esperaba en el Hospital San Agustín. Para él, eso que inició como curiosidad con la primera que encontró a su paso, y que concluyó con un impresionante veintinueve, fue el presagio de la muerte. En tres meses, su padre se convirtió en cruz,  en vestigios del paso por su vida y recuerdos que, aún ahora, le sacan alguna lágrima cuando su cerebro lo traiciona en medio de una borrachera.

 

La cruz, bendita cruz que su abuela enseñó a venerar a su madre y ella, a su vez, colgó en todas las habitaciones, incluida la puerta de entrada a la casa. La cruz que no deja de admirar a la ciudad desde el crestón de la Bufa; la cruz que está en el escudo de armas que Felipe II otorgó al, hasta entonces, Real de Minas; la cruz que justo ahora admira, pensativo, en el muro de su cuarto, arriba de la cabecera de su cama. Desde su origen se trata de la ciudad de las cruces, concluye Adolfo. Zacatecas es cruz, sin ella no existiría Zacatecas. Con esta lapidaria frase que aparece fugazmente en su mente, sintetiza su obsesión, pero también lo que ha visto en las festividades de la ciudad: en su feria nacional, en la romería y, desde luego, en las morismas. Además, continúa divagando, la Procesión del Silencio, ese cortejo fúnebre a Jesús crucificado, representa el máximo respeto del pueblo zacatecano a la cruz. Por si fuera poco, fue en esta ciudad donde por primera vez se llevó a cabo dicha procesión en México, se repite a sí mismo, recordando haberlo leído en algún lado, y piensa que no es para menos el silencio sepulcral que, años antes, imperaba en las avenidas Juárez e Hidalgo mientras pasaban, con carros alegóricos alusivos a la pasión y muerte de Jesucristo, las representaciones de las distintas parroquias de la ciudad.

 

A pesar de los pensamientos que lo invaden, y como producto de su historia personal, la religiosidad de Adolfo, en realidad, ha disminuido con el paso del tiempo. A sus veinticuatro años, ve al cristianismo y a la cruz más que como credo, como parte de su identidad, como el símbolo de su familia, como la energía vital de su madre. La verdad es que su introspección en torno al simbolismo de la cruz es bastante frívola, más allá de un ejercicio de asociación con la ciudad, carece de un análisis fino que llegue a los linderos de la filosofía. Solo quiere hacer un reportaje bien documentado, como los que tanto le gusta leer en el sitio web del New York Times en español. Sabe bien que ningún periodista zacatecano trabaja así, es más, que muy pocos periodistas mexicanos lo hacen. Por eso, luego de procrastinar por algunos minutos, retoma el camino y vuelve a pensar en su texto, en su propio trabajo de comunicación. Hay algo que lo tiene incómodo, algo que no logra discernir: las cruces del boulevard o las que ha visto también en el paseo de la Bufa, ¿son una práctica zacatecana o se replican también en otras latitudes? Es decir, le queda claro que en las carreteras del continente existen, pero ¿también dentro de las ciudades de todos lados? Porque las ha visto, incluso, en algunas aceras de la colonia Pánfilo Natera o del Ete, cerca de la vía del tren, y todo el mundo sabe bien que en esos espacios fueron arrebatadas vidas. ¿Las cruces solo representarán accidentes y homicidios o también suicidios? Continúa preguntándose en un desorden mental progresivo, mientras su imaginación empieza a volar a través del viento helado de las tardes zacatecanas, donde su voz se escucha cada vez más lejos y la lógica se va desvaneciendo envuelta en el tiempo. De repente se ve caminando por un angosto callejón, son como las cuatro de la tarde y piensa que la gente se encuentra descansando en sus casas. Tiene temor de ser visto. La causa de ello es la cámara fotográfica que cuelga de su cuello, pero sobre todo, su intención irrefrenable de acercarse a la cruz erguida junto a los escalones de una puerta negra. Su idea es ponerse frente a ella, de cuclillas, enfocarla y fotografiar el nombre y la fecha que en ella están escritos, pero algo le dice que su vida corre peligro, que el barrio tiene mala reputación y puede despertar sospechas que ameriten represalias. Siente que está en una zona caliente, con ojos de sicarios sobre sus espaldas y respiraciones en su nuca. No obstante, su convicción, o más bien, necesidad, es tanta, que decide caminar los escasos metros que lo separan de la blanca cruz. Se inclina en cuclillas a poco menos de un metro de distancia, enfoca, y cuando el lente capta con nitidez la imagen, en un instante, la adrenalina invade su cuerpo y cae de espaldas sobre las baldosas. Acaba de leer, a través de su cámara, su propio nombre, completito. Instantáneamente, abre los ojos y solo ve la cortina de su habitación desnudada por la luz que se cuela desde el farol de la calle. Su corazón está exaltado, su mente apenas comienza a identificar la idea de una pesadilla. Pasan unos segundos, respira profundo, se convence de su somnífera realidad y vuelve a dormir.

 

Por la mañana, mientras desayuna junto a su madre, decide relatar su sueño, pero lo hace con un detalle que cree haber reconocido: el callejón. Si está en lo correcto, se encuentra muy cerca de la calle del Ángel, que escala el cerro a espaldas de la catedral. A su madre, la verdad, le tiene sin cuidado la ubicación, su preocupación es la congoja translucida en la lógica de la pesadilla. No te obsesiones tanto con tu trabajo, relájate, le dice con dulzura, lo que tienes tú es pura angustia. Siempre has sido muy nervioso, mijo, es hora de que veas al mundo de otra manera, disfruta tu trabajo y no lo sufras. Además, ¿no se te hace que trabajas mucho? Sal más, diviértete también. Invita a una muchacha al cine, porque noticias sobran, y malas mucho más, así que tu trabajo nunca termina.

 

La muerte de su padre hizo de Adolfo un tipo reservado, inseguro, con amistades, pero sin verdaderos amigos. Su vida transcurrió, desde entonces, entre la escuela, el rock, los libros y ahora el trabajo. Tiene conocidas, pero nunca han despertado su amor. Un abismo se interpone entre él y una relación de pareja. No es que aborrezca compartir el fuego que siente en el pecho, donde se guarecen sus convicciones y temores. De hecho idealiza desnudarse moralmente, y que aún así, la indicada permanezca ahí, al pie del cañón, fiel a una promesa contenida en miles de atardeceres juntos. Esas ideas, exacerbadas por sus momentos de soledad y nostalgia, lo han llegado a conmover tanto que ha visto invadidos sus ojos por las lágrimas que brotan tibias y se deslizan, silenciosas y llenas de pena, por sus mejillas. De ahí que, tal vez como mecanismo de defensa, de tanto en tanto fantaseé con su grandeza, interpretando con cierta megalomanía su historia personal. Su destino es el sacrificio, piensa él, uno que terminará abriéndole todas las puertas de par en par, incluyendo las del amor. Al final, idealiza, todo habrá valido la pena, los frutos serán cosechados con justeza.

 

Adolfo bebe un último sorbo de café, se levanta y, con un beso en la frente, se despide de su madre. Ha planeado el día para tomar algunas fotos. Quiere sentir más de cerca el rompimiento de la vida representado en esos monumentos personales. Las familias merecen un gran reportaje, el alma que seguro vuelve de vez en cuando al lugar de su muerte, o que nunca se ha ido, también. Sabe que debe recorrer el Boulevard López Mateos,  que más adelante del KFC, sobre el camellón, hay una corona fúnebre detrás de las buganvilias y, tal vez, una cruz escondida en memoria del par de policías caídos hace casi una década. También recuerda que justo pasando el Hotel Don Miguel, sobre el enrejado verde albahaca del parque, fueron colocadas, con cinchos metálicos, cinco cruces de adolescentes que perdieron la vida trágicamente por vivir al límite su juventud. Además están las veintinueve o más cruces que aparecen entre los árboles del camellón del Boulevard López Portillo, o en una de las entradas al Parque de la Plata; algunas más por la avenida Solidaridad, no se diga en las calles de las colonias Marianita, Lázaro Cárdenas, Flores Magón, H. Ayuntamiento, Alma Obrera o el Orito, incluso en algunas de Guadalupe, como en la Tierra y Libertad o en Villas. Quisiera visitarlas todas, mostrar su respeto absoluto, pero tendrá qué conformarse con algunas, esperando que su esfuerzo resuene allá, en el lugar donde están reunidas todas esas almas.

 

Mientras conduce lentamente su March por la calle Ricardo Flores Magón, en la colonia del mismo nombre, no tarda en descubrir una cruz blanca, metálica, al pie de un árbol. Inmediatamente imagina lo que pudo haber pasado. Está tan solo a unos metros de una tienda de abarrotes. Sus prejuicios le aconsejan varias hipótesis, pero lo único seguro es que en ese sitio una persona de treinta y tres años perdió la vida. Es casi imposible un accidente de tránsito, es una calle muy pequeña y con autos durmiendo en las aceras, por lo tanto, la opción del homicidio es la más viable. Tendrá que sumirse en los diarios, ir a la biblioteca Mauricio Magdaleno en caso de ser necesario, pero también, en lo posible, entrevistar a alguno de los familiares. Necesita reconstruir las historias de los dolientes, revivir el drama de los acontecimientos y no dejar de lado, desde luego, la versión de las autoridades. El reto es entender cómo y por qué suceden eventos que permanentemente hacen pensar en el absurdo de la vida, en la crudeza de la existencia que rehúye a la música de fondo y la teatralidad. Estas muertes son momentos culminantes sin preámbulos, sin largos parlamentos amenazantes y catárticos. Adolfo está en cuclillas, enfocando a la cruz, tratando de conseguir un ángulo que muestre la perspectiva de la calle, que transmita la ubicación del suceso. No consigue lo que busca luego de tomar un par de fotografías. Mientras observa una de las imágenes en la pantalla de su cámara, haciendo zoom en la zona derecha, donde corre la calle con profundidad, observa una forma blanca colgada en el muro de una casa y los colores azul, violeta y amarillo de unas flores. Su curiosidad se aviva y gira la cabeza hacia la derecha, mirando directamente hacia el sitio. ¡Increíble! Hay otra cruz colgada a la mitad del muro de una casa, justo donde termina la cuadra. Se acerca a ella, las flores que cubren una parte del metal blanco son artificiales y están cuidadosamente acomodadas para que el viento, o la lluvia, fracasen en sus intentos por derribarlas, pero no es todo, debajo, al pie de la banqueta, hay una arreglo floral en un incipiente marchitamiento. Su estado revela la reciente visita al lugar de una o varias personas cercanas a la posible víctima y, al mismo tiempo, es una muestra de cómo familiares y amigos hacen suyos estos lugares trágicos. Parecieran manifestaciones públicas contra el olvido, ese enemigo de la existencia, de los nombres propios y las experiencias vitales. Mientras reflexiona perdido entre los colores de las flores plásticas que penden del muro, un par de señoras detienen su paso para observarlo desde la acera de enfrente. Intuye que conocían al chico ahí recordado, pero no se siente listo para preguntar al respecto, es evidente la incomodidad de las mujeres. Por ello en solo unos segundos está de nuevo manejando el March, mientras en la radio se escucha Janie’s got a gun y, por un poco más de cinco minutos, viaja a su pasado escolar con melancolía, recordando aquella noche cuando, teniendo trece años, en un momento de procrastinación, descubrió a Aerosmith gracias a la magia del YouTube.

 

El boulevard le resulta algo sombrío. Aún no descubre que se trata solo de su mente, abrumada por la ambición de su empresa. El ensimismamiento que padece a raíz de la construcción mental permanente de su reportaje, hace que reviva la sensación del día que contó las veintinueve cruces, es como si volviera, incluso, el aroma que aquella vez se colaba por sus ollares, el de una lluvia por caer, e inevitablemente, el recuerdo de su padre bromeando sobre la derrota de la Universidad, intentado aligerar un día que para él, a la postre, sería fatídico. Se detiene junto al único vehículo que aparece en los cajones de la curva improvisada como estacionamiento del parque Arroyo de la Plata; de la extensión ubicada en el terreno detrás de Walmart. Quiere capturar las imágenes de las cruces que ahora, en plena época de lluvia, se esconden entre la maleza del pasillo más cercano al boulevard. Él las ha visto, muy de vez en cuando, en sus trotes carentes de constancia, en sus escapes casi furtivos, más que con la intención de alargar su vida, con la de aligerar sus emociones anudadas casi por cualquier cosa. Al internarse en los andadores, observa a un estudiante que, seguramente, cruza por ahí como atajo para dirigirse a la parada del camión. Más adelante coincide con una señora que empuña, con cierto esfuerzo, cuatro correas jaladas por pomeranias mini que no ocultan su alegría por encontrarse fuera del cautiverio. Adolfo sigue su camino, con cada paso su mente se aclara un poco más, ayudada por la sabiduría de los árboles. Encuentra una cruz, es grande, aún así, está cubierta en gran parte por las plantas que la abrazan en su éxtasis veraniego. Toma algunas fotografías, se acerca para leer los datos sobre ella escritos. Piensa en el chico ahí recordado. Murió hace más de treinta años; vivió tan solo diecinueve. Es hora de buscar las demás. Al caminar por el sendero, se pregunta por qué no va más seguido, su mente se lo agradecería. Los árboles, los pastos y las flores silvestres, los sonidos de los pájaros y del viento que choca contra las hojas, todo en realidad, resulta terapéutico, una fábrica de aire fresco. Cuando vuelve su mente al objetivo, coincidiendo con una rampa hacia la izquierda, a unos treinta metros sobre el sendero, ve a una chica colocando un pequeño arreglo de azaleas rosas al pie de una cruz que, solitaria, se encuentra clavada en la tierra. La chica, probablemente menor que él, acomoda cada flor con esmero, como si fuera un abrazo cariñoso a la persona recordada. Adolfo se acerca cauteloso, tratando de transmitir serenidad en su lenguaje corporal. La muchacha no se percata de su presencia a pesar de que él esté a solo unos metros de distancia. ¿Era tu familiar? Le pregunta. Ella voltea como saliendo de un trance y entonces recibe una petición de disculpa: perdóname, no quise asustarte. Estoy trabajando en un reportaje sobre este tipo de monumentos. Por eso vine al parque, hay algunas cruces por aquí. Perdón, solo que no me di cuenta de tu presencia, contesta ella. Mi nombre es Adolfo, trabajo para el periódico… ¿Te molesta si saco algunas fotos de esta cruz? La has dejado maravillosa. No, adelante, contesta algo sonrojada. ¿Cómo te llamas? Martha. Bueno Martha, hagamos famoso tu buen gusto. Ella ríe tímidamente aunque con una diversión genuina. Al acercarse, Adolfo se da cuenta que el cenotafio recuerda a un chico que murió cuando tenía su edad: veinticuatro años. La muerte ocurrió, apenas, hace un par de años. Perdona lo metiche, ¿era tu novio? No, era mi hermano, dice Martha, mientras lo mira fijamente con sus ojos brillantes, llenos de dulzura y candidez. Adolfo siente, instantáneamente, algo de electricidad en su vientre y un corazón traidor, agitado sin previo aviso. Entonces lo invaden unos nervios desconocidos hasta ahora para él y no puede sostener la mirada más allá de algunos segundos. Descubre que esa presencia ha superado a la belleza del parque. No sabe por qué motivo pero le comparte a la chica la idea de su reportaje, y va más allá, le cuenta sobre los deseos de grandeza que lo invaden, sin importar lo ridículo que pudiera sonar. Su boca no obedece. Todo ocurre entre foto y foto. Ha tomado varias, demasiadas, no sabe por qué, en realidad no piensa ya tanto en ello, pero luego de unos quince minutos, entiende que es hora de irse y lo invade una tristeza desconcertante. Bueno Martha, ha sido un gusto conocerte, debo irme, cuídate mucho y no dejes de visitar a tu hermano. Ella aprieta los labios, apaga la luz de sus ojos y solo dice: bye, cuídate. Adolfo regresa por donde vino, sus pasos son cansinos, su mente está algo confundida, su corazón aún más, es como una especie de microduelo, algo absurdo para su razón pero no deja de sentir el corazón apachurrado. Solo atina a quitarse la correa de hombro y a sujetar la cámara con sus manos. Es hora de seguir, de tomar un nuevo impulso y tratar de completar su trabajo. Cuando va caminando por la solitaria rampa que rodea el auditorio al aire libre, vuelve a sonar esa voz: ¡Adolfo, Adolfo, espera! ¿te podría acompañar para visitar otras cruces? Al voltear, ella está ahí, con sus ojos brillando más que nunca y una sonrisa que hace desaparecer todo lo que los rodea. Adolfo siente latir su corazón con mucha fuerza, lo siente golpear su yugular. Es de esos momentos jamás idealizados que superan a la ficción más inverosímil. Claro que sí, dice con amabilidad, tratando de esconder su emoción. Si no te genera problemas, vamos, sirve que me ayudas. Oye, pero ¿qué no deberías estar en la escuela? Le pregunta mientras se dirigen al March. No, estamos de vacaciones, contesta Martha, y suelta una bella carcajada. Adolfo enrojece y se carcajea también. ¡Ah, qué pendejo! Dice para aligerar su vergüenza. Y es que están en pleno verano. Él mismo ha tocado el tema en los esbozos de su texto.

 

No puede evitar una extraña tensión mientras conduce. Conversan de cosas nimias, se ríen de ellas como tontos. Visitan algunos sitios sobre la avenida García Salinas y la entrada al Parque de la Plata que se encuentra en el estacionamiento del Superior Teaching. Mientras Adolfo toma fotografías, Martha escribe algunas notas sobre las características y ubicación de cada una de las cuatro cruces fotografiadas en el recorrido, justo como se lo pidió Adolfo al prestarle su libretita de taquigrafía y un bolígrafo azul de gel. La verdad, más allá de la información obtenida, el gran logro periodístico de Adolfo en el día es saber que Martha tiene veinte años y es estudiante de contaduría, pero sobre todo, que a ella le gustaría seguir ayudándolo. Eso de ser una metiche se me da bien, dice, y le cierra el ojo al joven periodista, mostrándole, nuevamente, el misterio de la felicidad alojado en su sonrisa. Pasadas las tres de la tarde, Adolfo estaciona el March debajo del puente peatonal de la Plaza Bicentenario y, con un beso en la mejilla y un pequeño abrazo, se despide de Martha. Estoy lista para mañana, le recuerda. Sería a las cuatro, ¿dónde nos vemos? Reacciona Adolfo. Mmm, en el caballito de González Ortega, ¿te parece? ¡Órale pues! Contesta Adolfo, y la ve descender del vehículo.

 

Al otro día conduce por Manuel M. Ponce y se estaciona, en sentido contrario, en la calle Enrique Estrada, casi llegando al Colegio López de Lara. Al cruzar la calle, no puede dejar de admirar la escultura del general que, en algún momento, osó disputarle la presidencia a Juárez, ganándose, por tal “despropósito”, la cárcel. Adolfo, desde que supo esa historia, ha sentido orgullo, el mismo que se diluye en cuanto se borra de su cabeza la imagen del jinete, que vuelve a la soledad de su petrificación. Luego de dar vuelta a la base de cantera de la escultura, ve a Martha, apoyada con su hombro izquierdo sobre la pared y distraída en su celular. ¡Heyta! Atina a decir Adolfo, al tiempo que Martha voltea y con una sonrisa reclama la expresión. ¡Ni que fuera ganado! Dice. Ambos ríen. Es momento de ir a la periferia, a la colonia guadalupense, Tierra y Libertad. El contraste es muy fuerte, venían admirando el paisaje urbano de Bernárdez y Conde de Santiago de la Laguna, pero en cuanto llegan al cruce con la avenida San Simón, está ahí, enfrente, el cerro tapizado de casas de ladrillo y cemento desnudo, de calles imposibles, varias de ellas de terracería. Evidentemente son nuevos en la zona, porque en lugar de tomar la ruta más sencilla, se internan a la colonia por la laberíntica entrada de la calle Rielera, buscando la avenida Siglo XXI, aunque nada se desaprovecha: Adolfo le pidió a Martha, desde que circulaban por la avenida Solidaridad, que al llegar a Tierra y Libertad, observara cada calle con minuciosidad, ya que las cruces podrían estar sobre la acera, en algún muro, en el tronco de un árbol o, incluso, en un poste de luz. En tan solo unos minutos se dan cuenta que han llegado a la avenida, su amplitud la delata. Doblan a la izquierda sobre ella, recorriéndola a vuelta de rueda. Un compañero del diario le dijo a Adolfo haber visto cruces por ahí. Avanzan tan solo unas cuadras y, mientras Adolfo se concentra en esquivar un tremendo bache, es Martha quien localiza, en la esquina de la acera izquierda, otro cenotafio. Está ahí, enterrada en el pavimento, recargada en el borde de la acera, recordando, probablemente, por su ubicación, un homicidio más. La aspereza del paisaje murmura hechos violentos, magnificando el misterio en los silbidos del viento, aunque habrá qué comprobar lo realmente ocurrido. Por lo pronto, ambos descienden del vehículo. Adolfo se aproxima tímidamente, siente nerviosismo, el barrio no parece amigable y, curiosamente, pasan dos chicos en una motocicleta. Sus ojos parecen manifestar ira al posarse en el periodista, sin embargo, siguen su camino y se pierden entre las calles. Martha lo alcanza y juntos leen los datos que se esconden tras un pequeño arreglo de rosas rojas artificiales. Se trata de un hombre, tan solo vivió treinta y dos años. Seguro era un vecino del lugar, afirma Adolfo, y continúa: voy a tener qué regresar y ver si consigo algunas entrevistas. Este lugar transmite lo que quisiera mostrar en el reportaje. Anota, por fa, calle Bienestar Social, le dice a Martha. Luego de tomar algunas fotos, y de que Martha hiciera una breve descripción del lugar, de la blanca cruz y del arreglo floral, se marchan. En su regreso por la Solidaridad, ven algunas cruces más. Adolfo toma varias fotografías; otras tantas en el paseo de la Bufa y en el Díaz Ordaz, aunque está decidido a prestarle más atención en su texto a los cenotafios que están en pequeñas calles de la ciudad, dentro de las colonias.

 

Se dirigen a la Marianita. Entran por la calle Primavera, y para su suerte, en la primera cuadra, en un poste ubicado del lado derecho, encuentran un par de cruces de madera colocadas una sobre la otra. Recuerdan a dos chicos fallecidos al inicio del año, pero lo que llama poderosamente su atención, es la cerveza destapada que les dejaron en una pequeña base blanca colocada debajo de la cruz inferior. Se trata de un recuerdo y de una especie de homenaje. Adolfo inmediatamente se imagina a un grupo de chicos reunidos por las tardes, conversando sobre sus vidas entre sorbos de cerveza y chistes subidos de tono. Definitivamente, este cenotafio estará en el reportaje, piensa. Por ello, se dedica a tomar fotos de varios ángulos, sin prestarle atención al temor que se niega a abandonarlo. También le toma una foto, de frente, a un mural de la virgen de Guadalupe que está a la vuelta de la esquina, y que ostenta un rótulo negro, grande: Marianita. Por su parte, Martha ahora no solo anota las características de las cruces o de la cerveza, también añade algunas conjeturas que ella misma desarrolló. Sin decirlo, eso sí, ambos piensan en el homicidio. Nuevamente una calle angosta, nuevamente unos abarrotes cerca, como ya lo había visto Adolfo en la Flores Magón. Ese día le ofrece a Martha llevarla a su casa, faltan tan solo unos minutos para las ocho y comienza a oscurecer. Ella se siente en confianza y acepta, guiándolo hasta la Benito Juárez. Al llegar, Adolfo agradece todo el apoyo. Percibe verdadera empatía por su reportaje. Martha le cierra el ojo y pregunta, ¿dónde nos vemos mañana? Mañana te llevaré a un lugar especial, contesta Adolfo. Paso a recogerte aquí, ¿te parece igual, a las cuatro? Ya quedamos, dice ella. Se dan un pequeño beso en la mejilla y Martha deja el vehículo para luego desaparecer tras la puerta blanca de una casa rosa crepé.

 

Es un nuevo día. Adolfo garabateó durante la noche algunas notas con el material fotográfico obtenido y las anotaciones de Martha. Incluso leyó las hipótesis que ella se permitió registrar. Para su sorpresa, la chica tiene verdadera madera de periodista. Gracias al trabajo de ambos, ahora sabe hacia dónde y cómo caminar. Sale de su casa a la una de la tarde para visitar primero la hemeroteca de la Mauricio Magdaleno. Tiene qué buscar lo que sucedió tanto en la calle Bienestar Social como en la Primavera. No le toma tanto tiempo como cree, las fechas de las cruces son su guía en la constelación de letras desparramadas en columnas.  En tan solo diez minutos encuentra la nota sobre el primer cenotafio. Un chico platicaba con un amigo luego de regresar de la fábrica. Ambos estaban sentados en la banqueta fumándose un cigarro, cuando, según testigos, un tipo se acercó a menos de dos metros para dispararle en el rostro. La bala traspasó la palma de su mano izquierda, que buscaba servir de escudo. El amigo no pudo hacer nada para evitarlo, se resignó a luchar contra su propio terror. El asesino subió a un carro que lo esperaba sobre la avenida y desapareció entre las calles apenas iluminadas. La otra nota no aparecía en los primeros dos diarios que revisó, pero en el tercero se explicaba que, en la Marianita, un grupo de amigos habían terminado de arreglar una camioneta y platicaban afuera de un negocito, cuando descendieron de un vehículo tres tipos que dispararon contra todos ellos. Solo dos fueron asesinados, los demás lograron aferrarse a la vida para memorarlos. Ahora Adolfo sabe un poco más de los eventos, pero también de lo que debe evitar: ambas notas de prensa le han resultado parcas, sin fondo, justo la némesis de su estilo periodístico. Su preocupación es social, estructural, no circunstancial. Su ideal no es entrar al mundo de la nota roja, sino al de la investigación periodística crítica. Quiere corroborar su primera impresión y se decide a buscar otras notas parecidas. Encuentra un estilo, una estructura informativa visible y muy superficial, en fin, un desinterés casi palpable en el cuidado de la exposición, y más aún, la desestimación de investigaciones más allá de los partes policiales. Cuando se da cuenta, ya se han ido varias personas que observó en cuanto llegó, entonces mira el reloj de su celular y son casi las cuatro de la tarde. ¡En la madre! Dice para sí. Toma su mochila y sale a paso veloz. Perdió la noción del tiempo.

 

Adolfo se estaciona frente a la casa rosa crepé a las cuatro con dieciocho minutos. Ahí está Martha sentada sobre la banqueta, perdida nuevamente en su celular. Entonces baja el cristal: ¿nos vamos? Ella abandona su ensimismamiento, se levanta y aborda el auto con un “hola” totalmente desabrido. Su molestia es evidente, sin embargo, el hecho de que esté ahí, acompañándolo, tranquiliza a Adolfo. Perdóname, fui a la biblioteca Mauricio Magdaleno. Ya encontré las notas periodísticas de las cruces de la Tierra y Libertad y la Marianita. Las tres representan homicidios, dice tímidamente, escondido en una voz solemne. Ella inmediatamente cambia su semblante: ¡Lo sabía! Espeta, y continúa: en esas colonias, en esas calles, de verdad resulta casi imposible que la causa de muerte sea otra, además eran personas muy jóvenes, imagínate, uno de los chavos de la colonia Marianita tenía tan solo veinticinco años. Sí, tal parece que casi todo lo que se encuentra uno en las colonias tiene un origen violento, mientras que lo observado en las grandes avenidas probablemente sea producto de accidentes de tránsito, complementa Adolfo. Bueno, te dije que hoy te llevaría a un lugar especial… mientras conduce, reconstruye su sueño de dos días atrás, haciendo énfasis en el nerviosismo que sentía y en el terror que, finalmente, lo despertó al ver su nombre en la cruz a través del lente. Quiere encontrar la calle, él cree que no la inventó, sino que su subconsciente trajo a su mundo onírico un lugar alguna vez visitado. Creo que está cerca de la calle del Ángel, asegura, y dirige el carro hacia allá. Tengo una corazonada, debe haber algo, por eso quiero compartir la experiencia contigo en caso de que sea útil para lo que estamos haciendo, ¿sale? OK, contesta Martha, con su disgusto enterrado, definitivamente, en el pasado. Descienden por la calle del Ángel y recorren la Primera y Segunda del Tanquecito, para reincorporase, mediante la calle de Las Colonias, nuevamente a la del Ángel. Posteriormente,  toman Donato Guerra hasta la tercera de la Ciudadela, y regresan, por el Crusero de Medina, a la calle que los llevará al corazón del centro histórico. Adolfo empieza a dudar. La idea de una fantasía estúpida asalta su cabeza. Continúan descendiendo, sin esperanza, con rumbo a la parte trasera de la catedral, pero de repente, la calle del Ángel les ofrece una última oportunidad, y Adolfo, más que por fe, por obstinación, dobla a la izquierda. ¡Está ahí! ¡Es el callejón de su sueño! Recuerda, increíblemente, detalles precisos, como los colores sobrios de las fachadas, la banqueta de un solo lado y, sobre todo, los dos escalones, coronados por una puerta negra, junto a los cuales se erguía la cruz en el sueño. Al pasar frente a ellos en el auto, Adolfo siente escalofríos que cabalgan su espina dorsal. Algo le dice que debe vivir el momento. Encuentra un lugar pendiente arriba y descienden del vehículo. ¿Seguro que es aquí? Pregunta Martha. Ella no sabe la fotografía que Adolfo tiene en su cabeza y en su corazón. Luego de caminar unos veinte metros en silencio, se escucha su voz emocionada: ¡Esos son los escalones! Martha los observa mientras dice: ¡pero no hay ninguna cruz! ¡Estaba aquí en mi sueño! Señala Adolfo, parándose en el lugar y apuntando hacia abajo con el índice de ambas manos, justo del lado izquierdo de los escalones, frente al medidor de agua. Todo es igualito, te lo juro, excepto lo de la cruz. Mientras se encuentra embelesado en la verbalización de sus recuerdos, perdido en los ojos de Martha, de manera totalmente subrepticia, un chico que apenas llega a los diecisiete años se aproxima a trote lento por el lado opuesto del callejón, empuñando un arma. Al verlo cerca, Martha grita y se abalanza sobre Adolfo, quien intenta protegerla en un abrazo intenso, dándole la espalda al delincuente. Han pasado escasos cinco segundos. Tiempo suficiente para que el tipo lo encañone en la sien. Es una situación surrealista, nadie sabe nada, ni el sicario ni Adolfo, quien apenas está sintiendo el frío del metal sobre su piel, cuando escucha: ¡Acá pendejo! ¡Vente rápido¡ ¡Corrieron para arriba! La voz proveniente de otra calle hace que el adolescente salga corriendo y desaparezca por una escalinata perpendicular, rumbo a la escuela Enrique Estrada. Martha está en shock, no para de llorar. Adolfo siente cómo el alma le regresa al cuerpo mientras sus piernas tembeleques apenas los sostienen a ambos, pero se concentra en Martha. La toma de la mano y corren hacia la calle del Ángel. Sin detenerse, descienden y a través del callejón De Las Campanas llegan a la plancha de la Plaza de Armas. ¿Estás bien? Le pregunta con voz agitada. Ella no puede contestar, su llanto no cede. Tranquila, ya pasó, tranquila, no dejaré que te hagan nada, le dice suavemente al oído, mientras la estrecha contra su pecho y le acaricia tiernamente el cabello. Ella siente la calidez de Adolfo, pero se abandona en su llanto, teniendo a la Catedral, el Palacio de Gobierno, los turibuses y el bullicio de la gente como testigos. La muerte la miró a los ojos por primera vez. El terror la consume, la adrenalina se apoderó de su cuerpo, su mente vaga por los senderos donde se funden razón y emoción en una manifestación de cruda vitalidad, en un instinto de supervivencia. Adolfo, en cambio, solo sabe que debe protegerla y consolarla, hacerla sentir segura, transmitirle toda la paz del mundo sin importar el nerviosismo que él mismo pueda sentir. Su abrazo dura varios minutos, ninguno sabe en este momento que donde había una cruz dentro de un mundo onírico, ha nacido un girasol de amor en este mundo terrenal. Sus almas acaban de fundirse en la delgada cornisa entre la vida y la muerte, al tiempo que una joven pareja, dos almas, acaban de dejar sus cuerpos sin vida cuadras arriba, plantando un par de cruces que germinarán en la acera del desolado callejón donde yacen sus restos. Al fin de cuentas, están en la ciudad de las cruces.

 

Mauricio Federico Del Real Navarro

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Zacatecas, Zacatecas, 1982. Doctor en Ciencias Sociales por el Colegio de México. Amante del estudio de los fenómenos sociales y su inclusión en el mundo literario. Poeta aficionado.

 

 

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