Falsa margarita

Por Mauricio Federico Del Real Navarro

Nuestros castigos vienen de

nuestras virtudes.

Friedrich Nietzsche

-Más allá del bien y del mal

En Zacatecas, durante la temporada de lluvias, entre el verano y el otoño, los niños más osados suelen atrapar abejas y abejorros entre las flores silvestres que crecen seguras y lozanas en los terrenos baldíos. Iván recuerda que también cuando él era niño, y su colegio, ubicado en una ladera, estaba en construcción, pululaban abejorros majestuosos que zumbaban de flor en flor. Él solía atraparlos, con todo y planta, en una bolsa de plástico de las empleadas en esos años para contener el líquido hosco de una Pepsi helada, que resultaba gloriosa luego de las épicas batallas futbolísticas de las que tomaba parte en los recesos. A veces el único remedio contra la derrota era, precisamente, esa hombría precoz de atrapar insectos, de sentirse dominador a pesar de los amenazantes aguijones.

 

Es curioso cómo en una tierra semidesértica, ante el temporal, las laderas de los cerros se tupen de manchas amarillas. Lo mismo sucede en los arrabales y barrios más inhóspitos que en las privadas exclusivas para las élites. Parece como si un floricultor experto y filántropo, decidiera, repentinamente, cautivar a  la población con semejante espectáculo para atemperar los ánimos. Basta con recorrer el camino a la Bufa para quedar enamorado de la naturaleza; de la belleza que se exhibe, jactanciosa, invadiendo el camino a fin de obligar la contemplación del paseante. Miles de motas amarillas a lo lejos; cientos de flores amarillas saludando de cerca, a la manera de un fervoroso homenaje a Van Gogh.

 

Iván se da cuenta que en este año la ciudad está más teñida de amarillo que en otros, y que la vegetación tiene más protagonismo en la cotidianidad de la gente: ha visto parejas contemplándola entre mimos y sonrisas; ha visto niños jugando a hacer ramos para vender, y hasta a una anciana que guardó un par de flores al insertarlas en una botella de cristal con agua. Pero eso no atempera, definitivamente, el desconsuelo que siente ante el reciente fallecimiento de su padre, un comerciante de enseres domésticos que, de la miseria, creó un pequeño emporio en beneficio de cuatro generaciones, hasta ahora, pues recientemente nació la nieta de Luis, su primogénito.

 

En el trayecto a la junta con el abogado de la familia, Iván va pensando en los aspectos a preguntar sobre el testamento que, al parecer, su padre elaboró al saber que el cáncer le había invadido el páncreas. No es de extrañar, se trataba de un hombre escrupuloso; el pilar de una familia que había sido unida en todo momento. No había otra manera, debía ocurrir así luego de la muerte de su esposa cuando Iván aún era un niño. Un camión urbano la había atropellado al quedarse sin frenos en una de tantas callejuelas escarpadas que escalan a la cima de la ciudad. El trágico evento dejó cinco niñas y dos varones al cuidado de un padre que hasta ese momento solo había atendido el negocio familiar. Jamás se volvió a casar. La educación de los hijos se fundó en la religión y el respeto sagrado al recuerdo materno.

 

Al llegar a la casa de la familia, ubicada en la calle Dr. Hierro, Iván se disculpa como siempre; es el último en hacer acto de presencia y al parecer algo ha sucedido. Sus hermanas tienen el rostro constreñido, en medio de un silencio forzado por una prudencia a punto de claudicar, mientras Luis le da la bienvenida en una actitud conciliadora. El abogado, con la solemnidad de un hombre que no conoce más que de protocolos y la jerigonza jurídica, solicita permiso para proseguir. Iván comprende inmediatamente que Luis fue designado como albacea, y que su actitud es desconocida: el hermano atento ha sido sepultado, y en cambio está presente uno autoritario y déspota. Sus palabras hacen daño cada vez que interviene en las punzantes discusiones que interrumpen la lectura del abogado. Iván había imaginado una tertulia familiar en la que el motivo sería la protección de las hermanas. La vida no las ha tratado bien y, por increíble que parezca, todas terminaron solas y con la responsabilidad de criar a sus hijos. Al parecer, Luis definitivamente pensó otra cosa, ahora él es un nuevo padre, una versión totalitaria. Luego de veinte minutos, la reunión no puede continuar más. Una de las hermanas llora, tres más la consuelan y Carlota, la más temperamental, increpa a Luis con insultos que Iván nunca le había escuchado. Se marcha y, mientras besa a sus hijos, quienes lo reciben efusivamente en casa, desea evitar, más que nunca, que sean como su tío y sus tías. El recuerdo de su padre es ahora más entrañable. La imagen de su rostro y la música de su voz, reconstruida en el recuerdo, le enfatizan la orfandad en la que todo ser humano debe vivir en algún momento, y de cómo se debe aprender a recordar, con una sonrisa agridulce y resignada, los momentos felices que no volverán.

 

Unos días después, en su cubículo, aparece Emanuel, uno de sus colegas más fieles. Probablemente es el más brillante de todo el cuerpo académico en la facultad. Comienzan a conversar sobre la situación del país, sobre el estado y, desde luego, sobre la ciudad. Sus preocupaciones, desde que eran ellos mismos estudiantes, no han cambiado demasiado. Sus ideales, provenientes de utopías imaginadas en siglos ya escondidos en museos y libros, los unen en una especie de cofradía que se extiende a países lejanos. Es importante para ellos ostentar una posición intelectual impoluta. Sentir que pueden tener la calidad moral para señalar con dedo flamígero. Tal actitud le ha costado sangre, sudor y lágrimas a Iván, quien hubiera podido contender primero por la dirección de la facultad y luego, posiblemente, por la rectoría de la Universidad, sin embargo, jamás ha querido claudicar a sus ideales, lo que siempre le restó apoyos e, incluso, recaló en que estuviera a punto del divorcio.

 

Emanuel cambia, poco a poco, la dirección de la conversación, y por fin muestra sus verdaderas intenciones. Además de pedirle su apoyo para las próximas elecciones por la dirección de la facultad, le solicita su gestión a fin de acordar una entrevista con Poncio, el primo más opulento de Iván, asiduo benefactor de la Universidad. Poncio e Iván siempre fueron agua y aceite. Una típica rivalidad entre el chico ambicioso que supo aprovechar en su favor las reglas del juego, reproduciendo el mundo que tanto admira, uno en el que se premia la avaricia y el cálculo racional en las relaciones humanas, y en el lado opuesto, el chico soñador y descontento con el mundo en que vive, por lo que anhela cambiarlo algún día a partir de la persuasión de sus escuchas en foros educados, o de funcionarios que aún estén embriagados de romanticismo. Es por esto que Iván siente una profunda tristeza por la imprevisible petición que acaba de recibir. Todos los colegas saben que desde años atrás hay un distanciamiento no solo ideológico, sino también físico, entre parientes.

 

Iván no deja de ver, en el ahora desconocido Emanuel, a su hermano Luis, que se convirtió en un energúmeno de manera inesperada, siendo engendrado a partir de un hombre ejemplar, bueno y servicial que parece haber sido engullido por la avaricia. Algo similar pasa con su amigo, con el brillante y vanguardista profesor investigador de mundos alternativos a una sociedad capitalista. Ahora muestra en sus ojos la llama de la codicia y el poder, la misma que ha poseído a antiguos directores, quienes terminaron, además de groseramente enriquecidos, traicionando todo lo que alguna vez publicaron o dijeron en foros públicos, llegando al colmo de enviar a sus hijos a prestigiosas universidades, en los Estados Unidos, con recursos que estaban destinados para cientos de estudiantes. El sentimiento de orfandad se encarna cada vez más en su corazón, y le susurra no pocas veces en la oreja: Iván, eres tal vez una especie de paria lunático.

 

Mientras recibe chismarajos de sus hermanas, y permanece distanciado de Luis, observa los acontecimientos de la Universidad de una manera pasiva. Solo por su entrañable amistad, se comió su orgullo y concretó la reunión que Emanuel solicitó, pero ya van varios días en los que lo evita. Los rumores están a la orden del día. Vuelan hasta sus oídos funestas historias que involucran a su camarada: acoso sexual, plagio y desvío de recursos de fondos de investigación. Nada hace al respecto, nunca niega ni afirma nada. Tal vez en algunas cosas él fue cómplice por omisión; no está seguro. La amistad y el amor fraterno construyen dos raseros: el que usamos para los extraños y el que aplicamos a los nuestros.

 

Son días aciagos para Iván, ya hacía tiempo que no sentía este pesar tenue pero incesante en su pecho. Es como si estuviera nervioso por tomar demasiado café, pero sin haberlo hecho; su colitis no lo permite desde hace algunos años. Suena su teléfono móvil. Sin dejar de vigilar la aparición de algún tránsito inoportuno en la Avenida Hidalgo, contesta. Del otro lado se escucha la voz de Roberto, su sobrino, quien se incorporó al servicio público meses atrás. Se alegra, siempre lo trató como a su hijo y buscó dotarlo de libros para ayudar a formar su carácter. Susana, la madre de Roberto, es su hermana más amada, la pequeña. La cercanía hizo que Roberto siguiera el camino de Iván en el mundo de las ciencias sociales. Un día no muy lejano, en una conversación, el sobrino preferido sentenció: con todo respeto, tío, no basta con publicar y presentar ponencias, o con discurrir entre morrillos soñadores y propensos a la manipulación, creo que el servicio público es la verdadera solución, transformar todo desde adentro. Sus ojos brillaban tanto, que delataron una fe absoluta en sus palabras, por lo que Iván aplaudió el razonamiento, invitándolo a participar del gobierno cuando pudiera.

 

Hola tío, ¿cómo está? Con la novedad de que Gustavo Contreras quisiera ver si se pudieran organizar unos foros, en la Universidad, para discutir el plan de desarrollo de la zona metropolitana, dijo Roberto. Y agregó: es una buena oportunidad para mostrar mi capacidad de gestión e ir ganando terreno.

 

Contreras es un político de viejo cuño, un hombre polémico, con una vida oscura. A pesar de la historia que viene contando desde que era un operador en ciernes, una en la que la justicia social es su razón de existir, los documentos filtrados a la prensa en numerosas ocasiones, así como los secretos a voces, que hacen eco en los restaurantes a los que son asiduos los políticos y burócratas locales, narran lo contrario: un luchador social con palacetes en varias capitales  del país y la propiedad de empresas en la Riviera Maya. A pesar de todo lo que se ha dicho o se pueda decir sobre él, es un sobreviviente. Se trata de un orador consumado que enciende multitudes. Su recorrido ha sido tan largo que tiene todas las tablas del mundo, pero lo más importante, aún cuenta con una base social que nadie menosprecia.

 

Iván no sabía, hasta este momento, que Roberto trabaja para Contreras, embelesado, seguramente, por  su demagogia… realmente está confundido, al mismo tiempo intuye que podría estar disculpando a Roberto, pues se trata de un chico bastante inteligente y preparado, por lo tanto, al acercarse a Contreras debió estar consciente de su cauda. Ahora, el corazón se le ha comprimido aún más. En poco tiempo, un mundo que nunca había querido ver se le revela tal y como es. Sobrando quedan las palabras vertidas en las aulas o en las encendidas discusiones del café. Se han consumido los recuerdos de momentos felices con su hermano, con su ídolo de la infancia. Las imágenes de Roberto, leyendo teoría social en plena pubertad, también crepitan en el incendio de su alma. La vida es como es. Un drama sin aspavientos, un rayo furtivo en medio del mar, apagado por la tempestad que no cede.

 

No sabe qué hacer por Roberto. En realidad ya ha hecho maniobras antes por otras personas. Ha manchado sus manos, ha ocultado el lodo y ha sacado el doble rasero; justo como el mismísimo Juárez, de quien se recuerda una oscura sentencia, llena de cruda humanidad: para los amigos justicia y gracia, para los enemigos, la ley a secas. Cuando Selene, su amor platónico, pretendía entrar a la facultad como docente, él mismo le ayudó diseñando una convocatoria con su retrato hablado. Cuando su padre le comentó del trato que tenía con un alto funcionario del gobierno del estado para ornamentar las habitaciones de un par de hoteles de capital público, él guardó silencio. No importó que se les pidiera el 20% del dinero ganado. De pronto Iván recuerda que han sido muchas las veces en las que la vida le ha mostrado sus colmillos y lo ha hecho sucumbir, pero él siempre procuró posar su vista en los pecados de otros.

 

Al día siguiente experimenta sosiego. La noche había traído revelaciones provenientes de sus ideas desnudas, sin cortapisas, alumbradas solo por las tintineantes estrellas de un cielo azul índigo que las despojó de la versión pública.  Realmente experimentó una especie de catarsis, un encuentro cara a cara con la idea de su padre; con la idea de sí mismo, de su mundo perfectamente elucubrado. Descubrió que siempre había olvidado la contraposición de intereses humanos. Cada quien tiene una perspectiva distinta; cada quien ha sido colocado en un espacio diferente en el mundo, uno nunca antes ocupado: se es hermano o padre, o y padre, o padre e hijo simultáneamente, o algo diferente a todo lo anterior. Esto se cruza con muchas otras circunstancias emocionales, intelectuales, culturales, ambientales, profesionales y muchos “es” que fueron apareciendo en su mente. Toda esta introspección en su abismo personal para concluir lo que los viejos del Jardín Independencia saben desde hace mucho; lo que se dice, melancólicamente, en los billares de sus alrededores: quien no quiso cuando pudo, no podrá cuando quiera. Sabe que aunque deba olvidar para siempre la idea que creó de Roberto, una que materializaría sus propios sueños frustrados, es su deber apoyarlo.

 

De repente tiene unas ganas enormes de entrar a ese jardín, al Independencia. Su escultura es majestuosa, un ángel blanco, de pie en una alta columna, con las alas extendidas y unas cadenas rotas pendiendo de sus muñecas. Le resulta misterioso, siempre ha estado ahí pero no es familiar porque se encuentra escondido al interior de un bardado ornamental de cantera, protegido, además, por frondosos árboles de distintas especies. La verdad es que le interesa también la cotidianidad del jardín, esto significa encontrar a algún viejo sabio, lacónico, como los que imaginó la noche previa, mientras sonreía complacido por su conclusión casi cósmica. No tarda en caminar por López Velarde; baja por Justo Sierra, vira a la derecha y recorre García de la Cadena. Ahí está el jardín, lleno de vida, con sus palomos en las escalinatas, con los viejos conversando en las bancas exteriores de cantera. Siente como si fuera al encuentro de algo.

 

Al llegar a una de las entradas, observa el entorno escrupulosamente. No se atreve a interrumpir a nadie, solo asume complacido la función de espectador. Las bancas metálicas del interior también están ocupadas: señoras descansando mientras sus pequeños hijos revolotean en los jardines; algunas parejas de novios contemplándose o hablándose al oído, y señores de la tercera edad jugando dominó. Decide caminar, lentamente, por el pasillo que llega a una pequeña fuente. Su trazo vas más allá, conduce directamente a la escalinata de la imponente columna, donde se encuentra, de espaldas, ese ángel que sintetiza la voluntad humana de buscar, cueste lo que cueste, la autorrealización. De repente, mientras escucha bajo sus pasos el crujir de las primeras hojas derribadas por el otoño, en el rabillo del ojo algo llama su atención: flores amarillas. Se acerca a ellas, son parecidas a las que han invadido la ciudad, pero no son iguales, son un poco más pequeñas y sus hojas lanceoladas. Observa a una señora que las contempla con detalle, como queriéndolas cortar para que adornen su mesa de centro en la sala. Le pregunta por el tipo de flor. La mujer le responde que son margaritas amarillas. Algo no está bien. Toda su vida creyó que las flores silvestres de los baldíos eran margaritas amarillas. Ellas poblaban sus anécdotas como cazador de abejorros. Ellas eran parte de un mundo simbólico de libertad y sueños.

 

Ahora recuerda el día en que Paola lo corrigió, luego de una risita socarrona. Hace ya tantos años y hasta ahora se desempolva este evento. Él, para impresionarla, le mostró una bolsa de hule transparente en la que tenía, atrapados, a una abeja y a un abejorro que compartían la misma flor al momento de su cautiverio. Se ufanó de su logro y le dijo: pero no soy tan inhumano, conseguí también el girasol donde recolectaban su alimento. Entonces ella, ignorando a los insectos, le dijo: no es un girasol, es una margarita, tontito. No podía verse ingenuo e ignorante con ninguna chica más, así que olvidó la idea del girasol hasta ahora. Mientras piensa en ello, vienen a su cabeza Luis, Emanuel, Roberto y hasta su padre. Los piensa girasoles, luego de haberlos visto toda su vida como margaritas. Los sabe dispuestos a girar siempre en dirección al sol, buscando su supervivencia, sin más. Una idea se apodera de su mente: gran parte de su mundo es un fraude, uno en el que cada persona podría ser una falsa margarita, incluyéndose a sí mismo; uno en el que el simple hecho de existir lleva el germen del fraude, listo para manifestarse en el momento preciso con tal de asegurar la vida, con tal de anestesiar los sueños y así domar la tristeza que nace de la autotraición. El barullo del jardín no para, el tiempo sigue en su tarea infinita. Iván vuelve sobre sus pasos. Un vientecillo helado golpea su rostro. Ahora sus ojos observan un mundo lleno de resignación.

 

Mauricio Federico Del Real Navarro

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Zacatecas, Zacatecas, 1982. Doctor en Ciencias Sociales por el Colegio de México. Amante del estudio de los fenómenos sociales y su inclusión en el mundo literario.

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