-Tercera parte-
Los días van y vienen, se sienten pesados. De repente el tiempo es veloz, otras veces parece aferrarse a la existencia del instante eterno, en una contradicción que se traslada al pensamiento de Lorenzo, o tal vez, que nace de él. Por momentos, concluye que su vida se ha ido rápido, y que nada ha tenido sentido; de hecho, que nada de lo leído, alabado y admirado por él, lo tiene; que grandes nombres de la literatura universal y, en general, del pensamiento humano, son solo eso, nombres, o más bien, personas de carne y hueso, con filias y fobias, y seguro, con una inmensa miseria escondida tras su leyenda. En esta misma tesitura, sufre por la imposibilidad de conocer todos los misterios que rodean la vida del Hombre, por la insuficiencia de la energía vital que llena un cuerpo consciente, eventualmente, de su derrota ante el tiempo, el cual nunca será suficiente para dilucidar lo que significa Significar, para comprender por fin la idea del Ser, para asir lo que a veces alguna mente perspicaz desnuda de la recatada realidad como un aparente guiño de Dios, que le muestra a los niños cómo hace sus trucos para, después, atestiguar la desaparición de la empírea explicación en debates interminables que parecieran estar más llenos de ego que de rigor lógico y metodológico. En esos días, por lo menos, su mente vuelve a su antigua curiosidad pueril, aunque de antemano sabe de sus limitadas posibilidades, de la pesada loza que representa la diversidad sinfín del conocimiento humano que sigue reproduciéndose a cada latido, a cada inhalación y exhalación, a cada tic tac del reloj de pared. En contraparte y de manera incansable e ineludible, llegan los otros días, esos en los que todo parece estar congelado, atrapado en el tiempo. En ellos, siempre emerge a la superficie del océano contenido en su pensamiento un Zacatecas inmutable, que se siente el mismo de cuando era pequeño: rezagado, sin grandes nombres, sin grandes proezas, donde los rostros que se han cruzado en su vida vienen y van sin grandes noticias, como esperando sobrevivir lo más que se pueda, retardando la llegada del día en que la inevitable soledad eterna los devorará. Esta imagen lúgubre también aplica para él: en algunas noches crueles no se va de su cabeza la idea de su propia muerte. Se imagina en su velorio, recostado en un claustrofóbico ataúd mientras algunos curiosos observan las líneas de su rostro hinchado y piensan en lo que pudo haber hecho y en lo que pudo haber sido pero, al final, no hizo ni fue. Por su parte, los más piadosos, reflexionan acerca de la desesperante idea de despedirse para siempre y, en su inefable catarsis, piensan en toda esa pasión y confusión que estaban anudadas en la mirada, en las palabras y en las acciones de Lorenzo. Sin duda, tales escenas imaginarias son los rasgos de su mente autocompasiva, que abriga los sentimientos que tiene por sí mismo cuando se abre un abismo en la oscuridad de su habitación y se ve forzado a conocerlo, a sumergirse en él, ante la imposibilidad de huir hacia un día que por el momento no existe, y que deberá esperar enfrentando a los demonios que vaya encontrando, a sus demonios, que ansían perpetuar la noche, que ansían hacerle creer que el sol ha muerto para siempre.
Un día de esos salvadores, en los que la tensión nocturna fue alta, en los que el sol radiante no solo representa luz, energía o vida, sino también el bálsamo que le da alas a su mente para distraerse con el conjunto infinito del mundo, y así disminuir la zozobra por un futuro que a veces se presenta aterrador en la oscuridad, Lorenzo abre sus ojos y siente la ligereza de su cuerpo en reposo. Entonces decide confiar en esa paz y permanece recostado. Es domingo, hay luz, suena la vida de los vecinos, pero la calle está sola. La gente, al igual que él, descansa en sus casas. Decide darse licencia para permanecer ahí, sumido en la almohada, haciendo nada con sus extremidades, pero olvida que su cabeza no entiende de reposos. En la ilusión de su pereza dominical van y vienen recuerdos de libros, del momento de su vida en que los leyó; de las personas de esa época; de quienes alguna vez dijeron algo que llenó su corazón o que lo lastimó teniendo como contexto alguna lectura, como cuando su profesor de redacción en la preparatoria, frente a toda la clase, ofendió a Octavio Paz para ofenderlo a él, que lo estaba leyendo. Luego son inevitables los recuerdos de la Universidad, cuando Raudel Xelhuantzi leía con vehemencia a Arthur Rimbaud o a Mallarmé y pretendía escribir diario, en aquella libretita taquigráfica que guardaba en el bolsillo de su chamarra, un par de poemas. Lorenzo no recuerda uno solo que lo conmoviera, pero era tal la pasión de Xelhuantzi, que siempre se interpretó a sí mismo como un ignorante de las artes poéticas más profundas de ese bate de su pasado. Está en eso cuando llega a Goethe, acompañado de la imagen del librero de su tía y ese Fausto de pasta dura, verde, en el que se perdió unos días con profunda admiración y cuidado; entonces, como un potro indomable, irrumpe en su mente Werther y su melancolía, luego, descubre que ya no es más un asunto del libro, se trata de Daniela, que siempre estará enraizada a esa historia como un apéndice; se trata, realmente, de la ausencia de su alma a pesar de su presencia corporal, de la lejanía emocional que media entre ellos. Más de una hora y media perdido en imágenes de su mente para que, sin avisar, invadan su corazón los sentimientos de aquellos primeros días con ella. La sensación es rarísima, es como si hubieran estado cautivos hacía tiempo y el día de hoy por fin volvieran a llenarle el pecho con el vehículo todo terreno de la memoria. Está ahí la librería del Sanborns, está ella radiante, con su sonrisa sincera, empática, confiable. Al instante siente una herida en el pecho, y sus lacrimales, en perfecta sincronía, se humedecen, enviando un par de lágrimas que corren por sus mejillas hasta perderse entre sus cabellos. Su cabeza sigue descansando sobre la mullida almohada, y en segundos, con la luz que se cuela a la habitación como testigo, estalla en un llanto reprimido por mucho tiempo. ¿Es culpa? ¿Es melancolía y añoranza? ¿Es frustración? No sabe qué es, pero lo único que piensa es que Daniela no merece lo que le ha dado, mucho menos sabiendo que hay promesas que se perdieron en el abismo del tiempo. Su cuerpo le pide ponerse de pie, activarse, olvidar el momento, pero su cerebro, con la última palabra, le pide indagar, ¿qué? No está claro, pero indagar. Para desayunar, baja con Las desventuras del joven Werther entre sus manos. De momento es un vínculo con Daniela, con la tranquilidad de que ella sigue ahí o, por lo menos, es la fuente de las emociones necesarias para disfrutar sus alimentos en completa paz. Mientras prueba un bocado, hojea el libro y se encuentra con una página doblada por el extremo superior. Se trata de la carta del 22 de mayo. Lee con atención un fragmento encerrado entre marcas a lápiz:
“Muchas veces se ha dicho que la vida es un sueño, y no puedo desechar de mí esta idea. Cuando considero los estrechos límites en que están encerradas las facultades intelectuales del hombre; cuando veo que la meta de nuestros esfuerzos estriba en satisfacer nuestras necesidades; que estas solo tienden a prolongar una existencia efímera; que toda nuestra tranquilidad sobre ciertos puntos de nuestras investigaciones no es otra cosa que una resignación meditabunda, y que nos entretenemos en bosquejar deslumbradoras perspectivas y figuras abigarradas en los muros que nos aprisionan; todo esto, Guillermo, me hace enmudecer”.
Vaya, balbucea Lorenzo… Fue un aluvión. Queda helado. No recordaba el pasaje. Evidentemente fue considerado importante en otro momento, pero seguro no como ahora lo es. Resuenan en su cabeza varias de las espinosas palabras: facultades intelectuales… necesidades… existencia efímera… resignación meditabunda… un sueño… un sentimiento de orfandad, de imposibilidad de asirse a algo, predomina en el alma del hombre. Todo parece revelársele, instantáneamente, como un engaño. En su mente desordenada aterriza la idea de que la existencia misma por fin muestra su rostro, el de una tragedia, o como diría Marx, el de una farsa, una muy negra, donde, como producción en serie de la Ford, la historia de alguien que nació, creció, se reprodujo y murió, se repite sin cesar en otros sujetos que lo sustituyen cronológica y funcionalmente. La razón, la razón inquebrantable, la razón impoluta y fría no existe, se dice el profesor. La razón es utilizada como pretexto para ordenar un mundo que se hace pasar por natural, por lo tanto, como inmutable. Uno donde se pretende, de manera infinitamente perversa, programar almas, prever emociones. Un esfuerzo titánico que bien vale la pena en aras de congraciarse con los únicos dioses verdaderos: el poder y el dinero. Ellos otorgan sus dones a los menos, quienes se regocijan y se pierden a sí mismos en un deleite que los posee hasta la médula, al tiempo que sus víctimas, los muchos, los desposeídos en grados distintos, pero en el fondo no diferentes a ellos, buscan el deleite mundano a su alcance, así sean presas del neuromarketing, de la propaganda oficialista, o de… al final, una existencia efímera, compartida en todo momento con los privilegiados, quienes no están exentos, más allá del espejismo en que se convierta su vida, pues inevitablemente, a pesar de su ilusión de grandeza, a pesar de su delirio de unción divina, serán también enterrados en la arena del tiempo y engullidos, para siempre, por el olvido. Así, continúa Lorenzo, absorto, su viaje interior, entre preguntas constantes: ¿es acaso su propia vida diferente de la de los demás? ¿es acaso su mente, su gran intelecto, superior a la aspiración más vana de un mendigo que recorre la ciudad? ¿no será simplemente otra forma de entender una vida que terminará igual, con la muerte? Al pensar en ello, se imagina a sí mismo como una planta atrapada en una maceta, con necesidades tan básicas como agua y sol para vivir, para seguir siendo, simplemente, una planta, y así sufrir, de manera resignada, las incidencias del tiempo en el espacio, como espectador dócil ante los acontecimientos. Se imagina también su final en esa situación: se pierde en el recoveco más oscuro de una mente fitófila que le procuró cuidados, pero mente que al final se verá afectada por el tiempo mismo, siendo conquistada por el olvido, por la verdadera muerte, entonces, sin poder hacer nada, ahí en su maceta, se seca y el viento lo desvanece, convirtiéndose en una anécdota más dentro del mundo de las ideas del absoluto planta… Lorenzo Navarro, un juego de azar sin importancia, concluye, una vida desgarrada por vanas pretensiones, por escribir para ser leído, para ser amado, para ser escuchado, para tener dinero, para tener poder, para… vivir y experimentar y luego morir, como murió el hombre más humilde de la tierra: sin signos vitales y en un cajón o mortaja que descansa donde también moran el drenaje y la basura. Esta puesta en escena algo macabra, pero humana al fin, repentinamente, como si hubiera encontrado lugar en el rompecabezas de sus emociones, deja de asustarlo, antes bien, de manera contradictoria, le resulta una especie de epifanía cortesía de Goethe, una que le quita un gran peso de encima, una que redujo todo a su mínima expresión, a lo más simple entre lo simple, y que le regala una grata insignificancia personal, donde solo hay que concentrarse en lo básico para sobrevivir. Entonces respira lentamente, descansa unos instantes, medita un poco con la mano derecha sobre sus labios, resopla, mira el libro sin observarlo realmente, lo cierra y termina su desayuno. Le queda claro, por lo menos de momento, que es solo uno entre miles de millones realmente iguales ante la muerte, ante la nada, ante los muros mentales que nos aprisionan, como bien le acaba de ser revelado.
El día es bello, con un cielo muy azul y apenas un par de nubes difuminadas, como si fuera un capricho su existencia, como si fueran la ocurrencia última que brotó del pincel de un paisajista. De manera proporcional a la placidez del cielo, la paz impera en el corazón de Lorenzo, contrastando con la confusión y desasiego iniciales. Si bien la reflexión de Werther lo hizo sentir, en un principio, desnudo ante una tormenta, al final le dio alas para sobrevolar el valle después de ella, disfrutando el aroma a naturaleza mojada. La calma del momento lo lleva a pensar en las chicas, por lo que decide tomar un baño tibio, terapéutico, justo en el mismo tenor en que se encuentra, así podrá ir a buscarlas revitalizado. Al salir de la ducha le envía un mensaje a Daniela para saber si quieren ir a pasear. En menos de cinco minutos ya está el mensaje de regreso: sí, Calora me acababa de preguntar por ti, ¿a qué hora pasas? En media hora, contesta Lorenzo. Pónganse ropa cómoda, tenis, gorra y bloqueador, iremos a hacer senderismo, agrega. A eso de las dos y media se estaciona frente al edificio de apartamentos para luego avisarle a Daniela, por medio de un mensaje, que las está esperando abajo. Ella contesta inmediatamente que no tardan. En el tiempo infinito de su novia, el profesor tuvo tiempo de escuchar Shine on You Crazy Diamond y Welcome to the Machine. Ellas salen del edificio de apartamentos justo al inicio de Have a Cigar, con semblante peligroso a causa de los rayos del sol, casi como si lo hicieran, por unos instantes, en cámara lenta y en complicidad con la música. Lorenzo apaga el estéreo en cuanto Carola, como siempre, corre a saludarlo a través de la ventanilla del conductor. La niña ha ido cambiando bastante en tan solo unos meses, se ha estirado y sus rasgos se han ido afilando. Hueles a mucha loción Lorenz, le dice la niña. Me acabo de bañar, responde el hombre, divertido. ¿Te bañaste y te perfumaste para hacer senderismo? Dice Daniela mientras abre la portezuela y se sienta en el lugar del copiloto, al tiempo que suelta una risa burlona. Al verla, Lorenzo sonríe. Ella ha ocupado ese lugar muchas veces, pero en esta ocasión transmite una profunda paz, es como si después de mucho tiempo el profesor la volviera a encontrar en la librería del Sanborns, como si luego de ver en riesgo su propia existencia la noche anterior, tuviera la oportunidad de retomar su vida, de redimirse. Ella nota algo raro en su mirada y le pregunta qué tiene, él sigue sonriendo y asegura que no tiene nada, es entonces que enciende el motor. En su cabeza está dirigirse al Oxxo que se ubica en la calle Altapalmira, pegado al Paseo de la Bufa. Daniela interrumpe en un santiamén sus pensamientos, le pregunta si no es pesado para la niña el recorrido, él argumenta que lo harán tranquilamente, parándose cuando sea necesario, disfrutando del paisaje. Además viene apertrechado con manzanas, botellas de agua y unas gorditas de Luis Moya, explica. Carola, cambiando de tema, le pregunta a Lorenzo qué estaba escuchando, él contesta que a la mejor banda de rock de todos los tiempos, ella ríe y le dice que es un exagerado; él ríe también, contagiado por la niña, y contesta: no te burles de Pink Floyd, porque algún día tú también te convencerás de que no ha habido nadie con tanta clase, y le cierra un ojo. Entonces la niña, luego de hacer una mueca pícara, ordena con su autoridad incuestionable: a ver, exageradito, pon la canción esa que me gusta, la de los alemanes, esa ochentera. El hombre busca la carpeta que trae guardada en su estéreo y selecciona la canción: 99 Luftballons. Suena la voz de Gabriele Kerner acompañada por unos acordes sostenidos en un teclado que simula unas cuerdas, al tiempo que Lorenzo arranca el auto. El viaje en la mente de Carola inicia a mayor velocidad que el del vehículo, imaginando qué diablos dirá esa letra incomprensible pero hipnótica a la vez. Por el retrovisor, la pareja solo atestigua el headbanging de la niña, que de vez en cuando echa alguna mirada brevísima a través de los cristales del auto. En cuanto termina, sin dar oportunidad a otra cosa, la pequeña vuelve a ordenar: ahora pon la que me gustaba más chiquita. Enseguida suena Dancing in the Dark, de Bruce Springsteen, y ella, en automático, chasquea los dedos como lo hace el propio Bruce en el video. Daniela sonríe, contagiada por la energía de su niña, y aplaude en cada chasquido. Sigue, a pedido de la niña, y no sin otro headbanging, Lump, de The Presidents of the United States of America, y cuando está Longview, de Green Day, con su potente bajo, llegan al estacionamiento del Oxxo, donde según el plan de Lorenzo, dejarán el auto. Al bajar, el hombre abre la cajuela y saca la mochila tipo backpack verde olivo, donde vienen los víveres prometidos. De ella saca bloqueador solar y se lo ofrece a las chicas. Ellas ya se han puesto en casa. Lorenzo insiste en que se apliquen un poco más en el cuello.
Cruzan los tres, a pie, los dos carriles del Paseo de la Bufa. Ahí, en el otro extremo, está el inicio del cerro. Las chicas siguen al profesor. El ascenso inicia por un sendero escondido entre las hierbas crecidas. Han sido días lluviosos y la vegetación está en su esplendor. Los primeros metros indican que será un paseo imposible. Daniela se queja, dice que es demasiada la pendiente, pero Lorenzo le da ánimos y le asegura que unos metros más arriba se cruza un sendero más grande y más plano, disminuyendo la carga para las piernas. Mami, no aguantas nada, dice Carola, que va justo detrás del profesor. Tan solo unos cuantos pasos hacia arriba, efectivamente, atraviesa un sendero más amplio y cómodo, que asciende hacia el lado derecho. Las piernas de Daniela toman un segundo aire y su ritmo respiratorio se relaja. Por fin, los tres caminan lentamente por voluntad propia, por gozo, disfrutando del verdor en el que se han internado. Qué bonito se ve todo, dice Daniela, con su voz ya repuesta del sofoco inicial. ¿Verdad que uno siente como que viaja a otro mundo? Y la ciudad está ahí, detrás, como si fuera un acto de magia, señala Lorenzo, contento por la dicha de su novia. Carola ya se ha adelantado unos cuantos metros, emocionada, dominada por la curiosidad. No sean flojos, no caminen como viejitos, les dice. Las flores ya comienzan a aparecer: blancas, amarillas en dos tonos, púrpuras. Pronto brotarán los girasoles, piensa Lorenzo, recordando que crecen por toda la ciudad a finales de septiembre y principios de octubre. Conforme avanzan, se insertan en la colonia de árboles, experimentando su sociedad de silencio, vitalidad y frescura. Identifican algunos eucaliptos y pinos, los demás no saben de qué especie son. Pasan por unas primeras formaciones rocosas, mucho más abajo del Crestón Chino pero en dirección hacia él. Desde una gran roca alargada y de superficie plana, los tres se detienen a ver la ciudad por primera vez en el paseo. Es una perspectiva que las chicas nunca antes habían experimentado. Antes de la urbanización se observa un extenso territorio de árboles, con sus copas encimadas, frondosos, transmitiendo una sensación de extrañeza, como si de otra ciudad se tratara. Qué hermoso se ve, dice Daniela. Sí, está muy bonito mami, concuerda Carola. La primera vez que me paré aquí, señala Lorenzo, no podía creer que me hubiera perdido esta vista tanto tiempo, cambió mi forma de ver la ciudad. Sí, la verdad es algo raro estar en medio de tanta vegetación, allá abajo, entre las casas, los bulevares, las subidas y bajadas, parece que no hay tanta vida natural, reflexiona la mujer en visible calma. Deciden seguir su camino, tomando siempre el sendero que va hacia arriba cuando llega a presentarse alguna bifurcación. Por momentos recorren rutas que son trazos para las bicicletas de montaña, incluso se llegan a ver las huellas de las llantas en la tierra. A veces, la pendiente está muy inclinada, haciendo pesado el traslado, pero Lorenzo se detiene cada vez que lo indican Daniela o Carola; incluso, en algunos pequeños tramos, carga a la niña. Hay un punto donde el sendero vuelve a ser amplio y casi plano; es ahí donde encuentran una pequeña cueva con grafitis y botellas de cerveza vacías. Por la evidencia, se trata de un lugar donde las personas de la ciudad van a pasar el rato. Ahí toman una foto a pedido de Daniela y aprovechando la aparición fortuita de una pareja de jóvenes. La chica es quien, amablemente, les hace tres tomas, como es la costumbre de Daniela, buscando siempre su mejor ángulo. Ahí queda entonces para el recuerdo futuro, como una marca en el tiempo de un pasado que aún no es, la excursión que han disfrutado bastante hasta ahora. El cielo ha ayudado, hay que decirlo, pues de la nada aparecieron, desde hace rato ya, algunas nubes que por momentos obstruyen los rayos solares, refrescando la tarde.
El último estirón hacia el Crestón Chino se presenta frente a ellos. Al subir entre los matorrales, por fin llegan a un punto donde hay que sujetarse, si acaso un par de metros, de algunas rocas que obstruyen el acceso caminando. Lorenzo había pensado que, en este punto, tal vez Carola no podría pasar, y estuvo meditando en cómo la iba a cargar, pero para su sorpresa, la niña salió una excelente escaladora. Sin ayuda de nadie, cuando Lorenzo acuerda, cuando atina a voltear para ayudarla, luego de explicarle de dónde debía sujetarse, y de sugerirle que viera detenidamente cómo subía él, la niña ya está a sus espaldas, de pie. De hecho, quien más se queja es Daniela, que sube con cierto miedo, a pesar de la irrisoria altura del peñasco. Una vez sorteado ese obstáculo por los tres, ya nada impide su caminata hasta la cima de la caprichosa formación rocosa que, junto al Crestón de la Bufa, vigilan, desde tiempos inmemoriales, como dos inmensos guerreros de terracota, la ciudad, atestiguando todos sus secretos, presenciando sus momentos más infames, pero también sus épocas de esplendor. Ahí, sobre el Crestón Chino, Carola, Daniela y Lorenzo, ven un Zacatecas desconocido que se presenta a sus pies, hermoso, pacífico desde las alturas, como una criatura echada sobre su vientre en medio de cerros caprichosos, respirando, aguardando por un destino totalmente imprevisible. Lorenzo le señala a Carola dónde termina Zacatecas y dónde comienza Guadalupe en esa mancha urbana continua. Daniela está en silencio, con su mirada acuciosa, memorizando los trazos de las calles por donde pasa continuamente pero que, desde aquí, parecieran otras, de una ciudad desconocida. Luego de unos minutos, Lorenzo las invita a sentarse en la roca y abre su mochila. Les reparte las botellas de agua, las gorditas y las manzanas. Comen lenta y plácidamente. Los adultos hablan del trazo de la ciudad, de su historia en la Colonia y el Virreinato. Carola de vez en cuando interrumpe la conversación para hacer alguna pregunta o para comentar algún recuerdo que le parece chistoso sobre sus paseos por la ciudad. Son las cuatro de la tarde y un poco más. A la distancia, en un claro rumbo al Crestón de la Bufa, hay una camioneta estacionada, de donde se desprende música norteña y el barullo de algunas personas que conversan a su alrededor. Por ahí deberán pasar en un momento para dirigirse hasta la cruz de la Bufa. Lorenzo les pregunta si están listas. Carola solo le ha dado una mordida a la manzana y dice que ya no quiere. Con toda la paciencia del mundo, como siempre ha sucedido, el hombre le comenta a la niña que se la guardará en la mochila por si al rato se le antoja, entonces la envuelve en una servilleta, justo antes de introducirla entre el cierre. Antes había guardado las botellas PET con agua, distinguiéndose la de Carola por estar casi llena y la de Daniela por estar casi vacía. Se dirigen al sendero que los llevará al otro crestón. Al pasar cerca de la camioneta, se dan cuenta que se trata de una familia en franco pic nic. Al verlos ensimismados, pasan de largo sin decir ni hacer nada. El camino no es tan largo, salvo por la maleza que, caprichosa, se atraviesa en algunos pequeños tramos, en pocos minutos están al pie del hermoso crestón. Lorenzo sabe que deben caminar un poco más por uno de los senderos que corre en la parte trasera, al pie de la cara pétrea que justo da la espalda a la ciudad. Desde ahí ya se ve la carretera que lleva a los turistas hasta el mítico cerro, fuente de leyendas, a no menos de cincuenta metros. Pasados unos minutos de haber seguido su marcha, a su izquierda, el profesor distingue la formación de rocas algo lisas, que como un pequeño tobogán con algunas agarraderas naturales, sirve de acceso a familias enteras que suelen subir y bajar de la cima de la ciudad. Les indica a las chicas que lo sigan, que subirán muy despacio y que se fijen dónde pisa él y de dónde se sujeta. Salvo por algunos movimientos en los que las ayudó, la subida es sencilla para todos. Cuando acuerdan están sobre la formación rocosa que, iluminada, parece flotar todas las tardes y noches frente a Zacatecas. Ahí arriba no están solos, hay turistas o tal vez lugareños o ambos, no se pueden distinguir por su conducta, porque el lugar invita a quien logre llegar hasta allá arriba, y bajo los efectos de la hipnosis propiciada por el viento, a únicamente observar el panorama en paz: los callejones, bulevares, colonias caprichosas encajadas en las faldas y en las cimas de los cerros, el acueducto, los árboles de los parques, el teatro Calderón, Fátima, la Catedral, el estadio, los supermercados, los aerogeneradores del parque eólico allá en el horizonte, en fin, una ciudad que cambia y que no cambia, que parece acariciada por el tiempo sin dejarla envejecer, pero tampoco rejuvenecer, en un hechizo, al menos hasta ahora, irrompible.
Parados en el Crestón principal, al pie de la cruz, son visibles desde el Paseo de la Bufa si alguien fortuitamente volteara a la cima. Ahí están, casi a la orilla: Lorenzo, la pequeña Carola y Daniela, tomados, en ese orden, de las manos. Disfrutan de su ciudad, que parece otra ciudad, como si asumiera una actitud y demostrara una aptitud hasta ahora desconocidas. Es apacible, es histórica, es caprichosa, es la evidencia de la lucha de clases: la elegancia del centro histórico por un lado; el desorden urbano en las faldas de los cerros más lejanos, por el otro. Las otrora colonias de los ricos, Sierra de Álica y Lomas de la Soledad, parecen agazapadas, al acecho del centro histórico, y allá, a la orilla, perdida en la cima de un cerro, cruzando el Paseo, la Lázaro Cárdenas, tierra de nadie. Ya no se ve toda la ciudad, ha crecido tanto, comenta Lorenzo. No se ven las Colinas del Padre, tampoco la Ciudad Administrativa y sus fraccionamientos contiguos, agrega. Qué hermoso, qué bello paseo, gracias por invitarnos, dice Daniela, con las manos ahora en la cintura, como quien observa con deleite una obra de arte en el museo. Apenas termina su madre de hablar, Carola pregunta dónde está el departamento. Su mamá le comenta que Villas Universidad no se ve, que está detrás de los cerros, más lejos. Lorenzo interrumpe para pedirles tomarse una foto juntos, al pie de la cruz de estructura metálica. Será el recuerdo de su conquista de la cumbre granítica apodada por Juan de Tolosa, “vejiga de cerdo”. En la imagen, tomada con el gran angular del teléfono del profesor, salen los tres sentados sobre las rocas. Al costado izquierdo de Daniela, se ven un par de grafitis incomprensibles sobre la piedra, uno blanco y el otro tricolor (blanco, azul y naranja). La cruz está detrás, en diagonal hacia su derecha, a unos metros, erguida con soberbia, cual punto de referencia eterno en el territorio. De ella brotan algunas antenas. Por la noche estará cubierta de luz, alumbrando la fe perdida a punta de pistola y la identidad borrosa del lugar donde abunda el zacate.
El descenso del Crestón de la Bufa es muy sencillo, personas vienen y van, poniéndoles el ejemplo. Caminan por un sendero que los lleva a la parte trasera de las esculturas ecuestres de Francisco Villa, Pánfilo Natera y Felipe Ángeles, donde los turistas gustan de fotografiarse para recordar que algún día, en Zacatecas, ocurrió un episodio ya legendario de la Revolución Mexicana. En esa cruenta batalla, la División del Norte salió airosa. Tan grande fue su victoria, que no pocos niños pudieran pensar que Villa fue zacatecano, porque hay demasiado del simbolismo que rodea a su mito en la vida cotidiana. Los senderistas se siguen de largo, y caminan por la plaza que está en la parte externa del atrio del templo, construido en honor a Nuestra Señora del Patrocinio en 1548. No saben y, por lo tanto, no valoran, estar en el lugar de la capilla más antigua de la ciudad. Su interés se centra, exclusivamente, en el mirador, por lo que se internan en la arquería de cantera rosa. Desde ahí, recargados en el barandal negro de hierro, observan con tranquilidad el centro histórico. Mientras Daniela piensa en el día en que se conocieron, intentando identificar el edificio del Sanborns, Carola recuerda que, desde donde están parados, lanzan fuegos artificiales la noche del 15 de septiembre de cada año. Por su parte, Lorenzo rememora que alguna vez escuchó el bullicio de un concierto de Franco De Vita que estaba llevándose a cabo en la Plaza de Armas. ¿Qué hacía ahí por lo noche, que es cuando se presentan los conciertos en el Festival Cultural? No recuerda la causa, solo las luces, la lejana algarabía y el sonido confuso de la música percibida a distancia. Luego de un rato en el que las chicas juegan a ubicar edificios y jardines del centro histórico y sus zonas aledañas, bajan del cerro por la rampa construida para el vía crucis, sintiendo lo pesado de sus pasos en una pendiente altanera. ¿Cómo será para los que suben? Piensa Lorenzo, pero no dice nada. Daniela y Carola parecen algo cansadas, así que solo se escuchan las suelas de los tenis azotando contra el piso, como si de una escolta se tratara. En pocos minutos llegan al Paseo de la Bufa, sobre el que caminan hacia la izquierda, por el borde derecho de la carretera, cuidándose de los vehículos que no dejan de circular. En no más de ciento cincuenta metros, llegan a los cajones de estacionamiento del Oxxo para abordar el carro. De regreso al departamento de las chicas, Carola cae dormida en el asiento trasero, por lo que el silencio prevalece. Lorenzo sube a la niña en brazos hasta su habitación y, antes de irse, le hace el amor a su novia como si fuera la primera vez, con el deseo vívido, con la creatividad propia de la libido desbordada, pero lo más importante al final de cuentas: con la ternura de un enamorado. Al caer la noche, cada uno en la intimidad de su almohada, en la soledad de su habitación, va cediendo al dominio del sueño entre pensamientos y sensaciones de un día pleno, donde se respiró un atisbo de nuevo comienzo. Sin embargo, las semanas pasan, y ese día, de a poco, va perdiéndose en la neblina de la desmemoria. Lorenzo vuelve a su rutina, a su nerviosismo cotidiano, a la confusión permanente en sus pensamientos. Las visitas a Daniela están marcadas, de nueva cuenta, por el reloj, por la sensación de obligación y, sobre todo, por una especie de rito que ha marcado una relación que no tiene pasado, presente ni futuro, sino un tufo a costumbre y previsibilidad, un hálito de continua resignación. En esa sinergia, Lorenzo vuelve a sentirse vacío, desorientado. Están Carola y Daniela, pero él necesita sentirse vivo, inspirado, conmovido. No quisiera perderlas, claro está para él, pero sigue queriendo más. Un “más” que porfía, que no claudica, que le chupa la sangre adherido a su cabeza como una sanguijuela. Parece que en su lucha interna comienza a ganar terreno, nuevamente, la búsqueda de lo desconocido, la adrenalina y, probablemente, el imperio de la dopamina. La consideración con Daniela y consigo mismo, disminuye. Los pensamientos de redención, de nuevo comienzo, fracasaron. La paz del equilibrio interno perdió protagonismo, la velocidad de sus pensamientos aumenta, su destino parece que es vivir en ciclos, hasta llegar a momentos donde simplemente debe saltar al vacío con un paracaídas, esperando que al final sí se abra.
Un martes de hastío, de esas tardes en las que ha permanecido solo por demasiadas horas sumido en su trabajo académico, con la mente exhausta, inundado entre hojas que están regadas sobre su escritorio como contenedores de un torrente de ideas que seguirán su cauce si no atina a apoderarse de algunas para resignificar su pensamiento, la libido, al acecho permanente, se apodera de manera repentina de su alma. Su corazón late más fuerte, el aire en sus pulmones se siente escaso; avanza sin tregua una inexplicable desesperación que se apodera de su sistema nervioso, entonces sus pensamientos viajan de la estética discursiva a la estética de las formas sicalípticas; el discurso es aplicado a las formas, al erotismo, luego ya son solo las formas sin discurso, luego, detrás de las formas aparece un nombre: Elizabeth, y con él, inevitablemente, sus formas, su aroma, la sensación instantánea de su presencia. Enseguida viene una orden última de sus deseos desbocados: es preciso verla, ¡inmediatamente! ¡no pierdas más tiempo! Le ordena su cerebro. Ahí justo renace la firme intención de reencontrarse con la joven prostituta, a quien tiene registrada, con su número personal, en el teléfono celular; más aún, a quien había espiado, ocasionalmente, en sus estados de WhatsApp y había observado en sus fotos de perfil haciendo zoom a los detalles. Hasta antes de hoy, en todo momento pudo evitar las ansias de verla, de tocarla. En este instante, su fisiología y las circunstancias han tomado por fin el castillo de sus pensamientos, las almenas de sus emociones. Lorenzo agarra el teléfono, moviliza sus dedos. Ahí está el contacto, Elizabeth Castro, alojado como uno más en la lista de familiares, amigos y académicos que colman su microcomputadora móvil. Hola, cómo has estado? Escribe Lorenzo sin titubear. Pasa más de una hora, misma en la que él revisó el teléfono, por lo menos, diez veces, abrumado por la impaciencia. La palabra “Ola”, de regreso, aparece cuando el hombre está más ansioso y contrariado. En cuanto acaba de leer la cortísima palabra, aparece en la pantalla del celular: kien eres? El profesor recuerda que ella le dictó su número telefónico la última vez, pero que a él no lo tiene registrado. “Lorenzo”, escribe en la pequeña pantalla del aparato móvil, y envía el mensaje, así, sin más detalle. Como pasan varios segundos en los que ella permanece en línea sin escribir nada, agrega, “Lorenzo Navarro”. La chica sigue en línea unos segundos más, pero luego se esfuma. En realidad han pasado varios meses desde que el académico le compartiera su nombre. Él, obsesivo, memorizó el de ella, pero lo más probable es que ella, definitivamente, ya haya olvidado el de él. A pesar de ese ego que a veces lo engulle, su lógica lo sosiega haciéndole ver que entre él y ella esa última vez, se interponen demasiados hombres, demasiados nombres. Lo único que se le ocurre para intentar refrescarle la memoria es escribirle algunos detalles del último encuentro, enfatizándole que se vieron un día en el que ella había tenido problemas con sus abuelos y que venía de casa de su hermano, que ese día le pasó su número personal para evitar malos entendidos. A si me acuerdo, ola bebe, escribe ella. Hola, cómo has estado? Le pregunta Lorenzo. Vien, trankila, contesta. Te puedo ver hoy? Pregunta el profesor de manera directa, ahorrando tiempo. Si, en el Dorado me keda vien, sale? Se lee en la pantalla, con cierto aire de excesiva confianza viniendo de alguien que oferta un servicio y que debería adaptarse a las demandas de su cliente. Está bien, quieres que pase por ti? Hace la oferta un Lorenzo confundido entre el amor y el deseo. No bebe, yo yego, repite la mente del profesor al revisar el teléfono, percatándose hasta ahora de las espantosas faltas de ortografía de la chica, lo cual inmediatamente traslada a la triste historia de vida que le contó la última vez, generándole ternura. Muy bien, te aviso ya que esté en la habitación, será como en una hora, contesta el hombre, mientras solo recibe un “ok” a cambio. Con la adrenalina a tope, el académico se levanta de la silla y fantasea con un momento inolvidable. Quiere de verdad un momento placentero, más allá de la mera transacción pragmática del coito. Por ello, al subirse al carro, llama al Sakura y encarga dos rollos de sushi: TNT y Lima, por favor, solicita con una voz modulada. Queda de pasar en 20 minutos. Mientras tanto, sin importar el maridaje, se dirige al Oxxo a comprar un tinto. Sabe que a veces hay Finca Las Moras, barato y bueno, piensa. En su mente, está llevar a Elizabeth por sabores que no ha probado y aromas que no imagina, pero como siempre, todo debe ser rápido. Así que en el camino consigue el vino y recoge el sushi sin ningún contratiempo. El plan hecho al vapor marcha perfecto. Le quedan 20 minutos para que se cumpla la hora en que prometió encontrarse ya instalado en el motel. Tiene el recuerdo de la vez anterior, y por momentos teme que, si se retrasa, ella se ocupará o por alguna razón no asistirá, así que está siendo muy escrupuloso con sus tiempos. Faltando siete para la hora, llega a la entrada y la voz en el micrófono le indica la habitación. Algunas decenas indeterminadas de segundos después, ahí, sentado en el asiento del conductor, dentro de la cochera ya cerrada para proteger su intimidad, faltando un minuto para la hora prometida, envía el mensaje: estoy en la habitación 129. No es tarde, faltan unos minutos para las nueve de la noche.
El ritual no ha terminado, sus manos sudan como la primera vez, los 38 minutos que han pasado desde que envió el mensaje de confirmación pesan in crescendo. En este justo momento se escucha la misma sinfonía que acompaña cada levantamiento automático de las cortinas en los estacionamientos de habitaciones moteleras, luego pasan los mismos compases para ver girar la perilla de la puerta y observar el rostro radiante de Elizabeth: su cabello recogido, frente amplia, piel apiñonada, un rostro que parece tener algunos brillos, blusa azul marino, un poco escotada, jeans, zapatos de piso café oscuro. Esta chica no parece una prostituta, sino una universitaria que saldrá a alguna reunión. Lorenzo se pone de pie y es ahora él quien la ataja en su camino para darle un buen abrazo, al que ella responde con una gran sonrisa. En su cara hay algo de timidez, como la ocasión en la que se asomó por la puerta luego de haber sido sustituida infructuosamente por aquella impostora. Pareciera que el saberse envuelta en los sentimientos de este desconocido la desconcierta, y es que un tercer encuentro es prueba fehaciente de una atracción que va más allá de la carne. Ella camina hacia el lado derecho de la cama, y en cuanto se recuesta, Lorenzo le comenta que esta vez ha traído sushi y tinto, señalando hacia el buró. ¿Te gustan? Pregunta. El vino tinto casi no me gusta, el sushi nunca lo he probado, no se me antoja mucho, responde la chica con sinceridad y laconismo. Aunque es algo desalentador para la idealización de Lorenzo, él insiste en que seguro le gustará si lo prueba. Por lo pronto, el hombre repite el ritual de Elizabeth y se recuesta frente a ella. La chica lo mira profundamente, como indagando la sima de sus pupilas. Lorenzo siente el poder de la concupiscencia asegurada, del arrebatamiento que destruye todo andamiaje moral y, no obstante, se acerca a ella para besarle tiernamente los labios. Qué lejanos los días en los que fantaseó con aquella escena de violencia sexual entre Michael Douglas y Jeanne Tripplehorn. Ahora que puede, ahora que está en la cima del poder que otorga el dinero para esclavizar conductas, sus emociones más profundas deciden que él ama, que él se estremece tiernamente y sabe perderse en los pequeños detalles. Mientras la besa, la acaricia; mientras la acaricia, aspira su tierno aroma. Poco a poco llegan a la desnudez, y poco a poco llegan, por fin, al clímax de una mujer maltratada por una vida incomprensible. El trajín termina con dos cuerpos desnudos, humanidades entrelazadas entre sudor y pulsaciones que, progresivamente, se atemperan. Han pasado escasos veinticinco minutos. Aún queda tiempo para prolongar las sensaciones y los placeres. El académico toma del buró los dos paquetes de sushi y menciona los ingredientes de cada uno. Ella elige el TNT. Luego le insiste sobre el tinto, mientras saca de una bolsa un par de copas de plástico. Ante el entusiasmo desbordado de su contratante, Elizabeth accede a regañadientes. El hombre hace caso omiso de la falta de convencimiento manifestada en el rostro de la prostituta al momento de tomar la copa. En un intento romántico, Lorenzo le pide un brindis, y al chocar los plásticos, él es quien dice: por tu vida y por el hecho de estar juntos en este momento. Luego ambos dan un pequeño trago. Elizabeth arruga las cejas y frunce los labios mientras el líquido se pasea por su lengua y su garganta. ¿No te gustó? Pregunta estúpidamente Lorenzo. No, responde ella, sufriendo el sabor de las uvas fermentadas. No pasa nada, dame la copa, le dice el hombre con un tono amable. Ella, aliviada, atiende a la instrucción. Mira, el sushi, la verdad, no sabe muy bien si no lo preparas correctamente, señala el profesor en un intento por volver a hacer apacible el momento. El secreto, agrega, está en remojar cada rollo en la salsa de soya preparada y luego le viertes un poco de salsa de anguila, que es dulcecita. Dicho esto, ambos abren los contenedores de poliestireno, luego Lorenzo entrega los botecitos de las salsas, un par de servilletas y un tenedor desechable. El hombre disfruta un rollo, al tiempo que se da cuenta del poco entusiasmo de ella para degustar en los instantes subsiguientes al pequeño mordisco que le dio a su primer rollito. Él hace caso omiso, no se acongoja, piensa que tal vez se acostumbrará. Al terminar el segundo rollito, Elizabeth no puede más, no es comida de su agrado, no es para ella. No pasa nada, creí que te podría gustar, pero lo guardamos y me lo como después, comenta Lorenzo al tiempo que finge empatía. De manera inesperada y casi con la emoción contenida de quien está a punto de escapar de un incómodo compromiso, ella advierte que la hora está por cumplirse, y enseguida llama a su taxi. En los pocos minutos que tarda en llegar, la chica se viste. Así, desde el desinterés, se consumen los últimos instantes. Su orgasmo se desvaneció en los segundos donde centelleó como una cortísima luz de bengala. No parece haber quedado rastro alguno en su alma. Es el mundo de los negocios por el que pasan varios usuarios como parte de la fantasía de las emociones. Ella continúa ensimismada, dándose los últimos retoques como si nadie más estuviera en la habitación. El hombre, claramente extraviado, yace en la cama. Todo lo idealizado para este encuentro fracasó, y aunque se resiste a darse por vencido, en realidad no sabe qué hacer, lo único claro es que no quiere que ella se vaya, pues lo posee un incomprensible pero aterrador miedo a la soledad, al vacío, a la nada. ¿Y si te pago una hora más? Comenta algo arrebatado cuando Elizabeth está por salir de la habitación. Ahorita no puedo, tengo que irme ya, le contesta ella al acercarse y regalarle un último beso desangelado. El delirio llega a su fin, uno inesperado apenas una hora atrás, uno fuera del guion preparado por el fantasioso y a veces descontrolado cerebro del profesor. Ahora está solo en una habitación vil y fría, desnudo, pero no solo físicamente, sino también del alma, inerme ante la nada. Opta por intentar relajarse y se sirve una copa. Mientras bebe, recargado en la blanca almohada que se interpone entre su espalda y el helado muro, su mente se dispara en mil recuerdos. Ivette, ese fantasma que lo había abandonado, vuelve y flota alrededor de la cama. Era tan bello despertar con ella, estar presente en el instante en que abría los ojos, brillantes como la salida del sol. Parecía tan inocente, transmitía plenitud, abnegación. El mundo era ella, representaba a la luna, al sol, al océano, a la cordillera más elevada. Lorenzo intenta sosegar su mente pensando en los Doce cuentos peregrinos, en el día que su padre le prestó esa bella edición de Altaya, en pasta dura, con un cuadro tinto enmarcado por un gris mármol, como parte de toda una colección de los autores galardonados con el premio Nobel hasta entonces. Tenía doce años. Inmediatamente se interpone en la belleza de su recreación mental el momento en el que Don Alfonso llamó “amor” a su secretaria, sin pudor alguno, sin importar que Lorenzo estuviera presente, su propio hijo. La lucha mental prosigue, pasando a mejores recuerdos, a un Zacatecas distinto, a una ciudad envuelta inevitablemente en la melancolía, con los conos de la Rayón, con la Rica Nieve, con sus amigos de infancia, Ariel y Mireles. Se apodera poco a poco de sus emociones la fantasía de que lo pasado siempre fue mejor. Él era inocente, no había acumulado tantas malas decisiones: Ojalá pudiera volver y decirle a ese niño que en el futuro no fuera tan estúpido, piensa. Daniela no sabe nada de esto, no sabe que soy tan endeble, que con ella me siento pleno y me siento solo, según pinte el día, según escojamos las palabras, continúa en su cavilación. Nunca podré hacerla sentir orgullosa, continúa dinamitándose sin sentido, jamás he salido de la mediocridad de una vida académica condenada a la repetición, sentenciada a la falaz parsimonia de la plaza de tiempo completo. Se sirve una segunda y una tercera copa. Comienza a pensar que es un personaje de una novela negra, medita acerca de su mundo sórdido, fantasea con que, tal vez, es un verdadero poeta maldito. Mientras sigue ahí, perdido, hilando ideas de distinta naturaleza, vuelve a extrañar a Elizabeth, le parte el corazón que no pueda verla cuando quiere, que ella sea tan distante a pesar de su aparente empatía. Piensa en que se trata de una verdadera profesional. Qué humillante es pagar por amor, pagar porque alguien no te deje solo, dice entre dientes, como con vergüenza de ser escuchado. Le nace tomar su celular y poner música. Cree que la situación y los sentimientos derivados de ella son propicios para escuchar Muchacha ojos de papel, de Luis Alberto Spinetta. Lorenzo ignora la candidez con que fue escrita la letra por un chico de tan solo dieciocho o diecinueve años. Él se la apropia como una declaración hecha a la medida para Elizabeth: Muchacha ojos de papel/ ¿A dónde vas? Quédate hasta el alba… muchacha piel de rayón/ no corras más, tu tiempo es hoy… dice la apasionada, amorosa y delgada voz de un joven Spinetta, entonces el profesor, embelesado e inerme, es tragado por un tremendo hoyo emocional, que se hace más profundo conforme continua la conmovedora interpretación del vate argentino; uno donde una tremenda tristeza invade su alma; uno donde Elizabeth es amor y deseo, pero también humillación y vacío; uno donde el amor es vil y es sagrado; uno donde ya no se sabe dónde empieza y dónde termina el amor, incluyendo el amor a sí mismo. ¿Será una sustancia química en un cerebro completamente orgánico y funcional, como una máquina de emociones que sirven como fantasías de vida? ¿Será en verdad el sentimiento más sublime entre todos los seres vivos? ¿Será en verdad la impronta de Dios en nuestra naturaleza o será acaso un narcótico que nos atrapa de vez en cuando en nuestra vida? ¿Existe el amor? Está en esos pensamientos desordenados y pululantes el abatido hombre cuando empieza a sentir que un sudor frío recorre su cuerpo, comenzando por sus pies, y que simultáneamente sus músculos se contraen, poniéndose algo rígidos, como en señal de alerta. El miedo recorre su médula y es cuando su corazón se desboca, entonces su respiración se vuelve tortuosa y sus pensamientos son dominados por el olor a muerte. Siente terror de estar ahí solo, se imagina muerto, al tiempo que no puede respirar correctamente. El sudor está en su pecho y espalda, por lo que su instinto de supervivencia lo hace ponerse de pie. Está aterrado de sentirse tan mal, sofocado, atacado por el vacío. Es el día en que la gota derramó el vaso. Tranquilo, tranquilo, no pasa nada, tranquilo, se dice en voz alta, alternándose con Spinetta, que no deja de cantar. Enseguida levanta sus brazos y camina de un lado a otro para después detenerse frente al espejo, donde se observa con una mirada intensa, retadora, y comienza a respirar profundo, inhalando y exhalando despacio. La canción ha finalizado y el ataque de pánico también comienza a ceder. Ya no hay música, solo su voz, susurrándole una y otra vez que todo va a estar bien. Al sentirse lo suficientemente tranquilo, se viste con la premura de quien escapa. Jamás volverá a ese lugar, es su única certeza.
El camino a casa está lleno de preocupaciones: piensa que tal vez está loco; piensa en qué momento se desvió en su camino; piensa en Daniela, en Carola, en su familia y amigos; piensa si en verdad es tan importante el trabajo; piensa en el daño que pueden hacer los libros; piensa en cómo algo que te cautiva, puede en otro momento aniquilarte, como la canción de Almendra, en fin, piensa y no deja de pensar. Su ignorancia en la materia evita que encuentre la respuesta precisa a este momento: irónicamente, no pensar, abandonarse, concentrarse en sus funciones fisiológicas y no más. La noche es tortuosa, las cobijas ahora le resultan muy pesadas, asfixiantes, y el miedo permanente a otro ataque solo le permite dormir cuatro horas. Despierta temprano, alerta, activo, agradece ver el sol de nuevo, escuchar a los pájaros en sus jugueteos, percibir la vida en la calle, con los carros pasando y las voces de un par de vecinos saludándose en la banqueta. Hoy no irá a trabajar, no se siente listo. Su ansiedad lo obliga a avisar, inmediatamente, a la Unidad Académica. Hecho esto, desayuna con más tranquilidad, sin música ni distracciones, solo sus maltrechos sentidos, aferrados a todas las sensaciones que lo rodean y lo conectan con la vida. Al terminar, siente la pesadez de la cortísima noche, y piensa aprovecharla para descansar, pero prefiere un lugar ventilado y con mucha luz, por lo que decide recostarse en la sala. Entre sus manos está un viejo número de La Mosca en la pared. Se trata de una edición especial sobre U2. Mientras observa a detalle algunas fotografías, su mente vaga y escucha cada vez más lejos a sus pensamientos… de repente, abre los ojos, y al hacerlo, se da cuenta de que el día es más cálido, la luz más intensa y el pasar de los carros continuo. Mira su reloj, son las doce menos dieciocho. Logró dormir algunas horas. Sus extremidades se sienten livianas, su cabeza está despejada y su cuerpo, en general, se encuentra relajado, con el corazón latiendo en parsimonia. De cualquier manera, decide llamarle a Jorge, pues hoy la soledad que tanto lo cautivó en el pasado ha dejado de ser una opción. Su hermano toca a la puerta luego de un rato y le pide que lo acompañe a desayunar. El reloj indica que la una de la tarde fue hace unos cuantos minutos. Mientras Jorge se come unos huevos divorciados, Lorenzo, aferrado a un te de manzanilla, y movido por el terror que vivió, envuelto en una profunda soledad con olor a muerte, se atreve a platicar, como nunca lo había hecho con nadie, de sus problemas con Daniela, de los encuentros con Elizabeth y de las circunstancias en las que se presentó el ataque de pánico que lo tuvo al borde del precipicio. Jorge escucha con atención, pero se muestra tranquilo, disfrutando sus alimentos y guardando un absoluto respeto por el sufrimiento de su hermano. Inmediatamente comprende que no se necesita su juicio moral, sino su apoyo solidario y genuino. Además, le preocupa realmente lo que experimentó Lorenzo la noche anterior y el miedo que sigue sintiendo. Por eso lo único que se atreve a recomendar, de una manera sutil pero, al mismo tiempo, persuasiva, es terapia. Trata de ser más tranquilo, carnal, de vivir más despacio, de cualquier manera, sabes que no estás solo, siempre, siempre, siempre voy a estar aquí para cualquier cosa, sin importar la hora ni el día que sea, le comenta con un aire paternal propio de un hermano mayor, y en medio de una tierna mirada. No son de abrazos, ni son de externar demasiado sus emociones, pero Lorenzo está conmovido y lucha por contener las lágrimas en sus humedecidos ojos. La vulnerabilidad que lo visitó el día anterior aún no lo abandona. Por ello, de su parquedad forzada brota solo un “muchas gracias, neta no sabes cómo me aliviana saberlo”, para luego esconder su mirada en un sorbo de te. Cuando van de regreso, deciden visitar a su madre. Mientras el carro avanza sobre el bulevar López Mateos, Jorge enciende el estéreo. En la radio está el noticiero de Manuel López San Martín. Acaba de terminar un bloque comercial, y en cuanto entra al aire, el periodista de la Ciudad de México, dice: el día de hoy se dio a conocer el ganador del premio Herralde de novela en la ciudad de Barcelona. Este prestigioso premio otorgado por la editorial Anagrama, finalmente, luego de la revisión de 1,149 trabajos y la postulación de siete textos finalistas, ha sido concedido. La ganadora es la escritora mexicana Norma Elena Sabag Escobedo, quien bajo el seudónimo de Lorenzo Navarro, entregó la novela titulada El Amor devora al amor. Enhorabuena para la escritora jalisciense, un motivo de orgullo para este país tan golpeado y con tantos frentes abiertos… Lorenzo está perplejo, hundido en el asiento; no da crédito a lo que acaba de escuchar. Su corazón palpita velozmente, sus manos están tensas y comienzan a sudar, pero en esta ocasión siente una alegría que rápidamente germina y habita todo su ser. Las noticias en voz del comunicador continúan, pero el profesor no las escucha más. En su mente están los ojos verdes de Norma, la ternura que le regalaron en aquellos instantes del pasado. El hecho de que haya utilizado su nombre como seudónimo lo es todo en este momento. No sabe cómo interpretar ese detalle claramente, pero de manera dubitativa y emocionada, piensa en un “permaneces en mi memoria, no te has ido”. Lorenzo es inmensamente feliz, él pudo experimentar el fuego intelectual y creativo de esta mujer en el Calderón, él supo desde ese primer momento que se trataba de alguien muy especial. Qué gusto que Norma llegue a los cuernos de la luna, de verdad qué gusto, piensa, liberándose de sí mismo, olvidándose de la inmensa carga que sintió unas horas antes. Jorge, mientras tanto, ha parecido el habitante de otro mundo en los minutos que han transcurrido desde que encendió la radio, pero finalmente, sin preguntar, selecciona el reproductor de discos y, en un instante, comienza un arpegio de guitarra electroacústica; simultáneamente, en el fondo, oscila una guitarra eléctrica con slide, en una atmósfera introspectiva, hipnótica. Luego comienza una batería con sus platillos bien marcados cada medio tiempo, siendo embellecidos por el sonido atmosférico de un teclado manifestado en acordes largos y aderezado con arreglos sutiles de ambient guitar. Segundos después, en el momento propicio, suena Richard Ashcroft desde una especie de altavoz, en un tono resiliente, y como si estuviera a cierta distancia: Yes/ It’s been long/ And yes/ I still feel strong… Lorenzo, envuelto en el aura curativa de Norma, se deja llevar por las emociones que se montan en la bella melodía que está escuchando: And now I’m trying/ to tell you/ About my life/ And my tongue is twisted/ And more dead than alive… y piensa en Daniela, y piensa en Ivette, y piensa en Elizabeth, y mientras está en ello, recogido en un dulce dolor, sigue esa hipnótica y conmovedora voz cantando: I said, don’t you find/ That it’s lonely/ The corridor you walk/ there alone/ And life is a game you’ve tried… Mientras la sublime canción de la banda británica The Verve continúa, el carro de Jorge baja por el túnel que se encuentra a un costado de la escuela secundaria Técnica Número 1, e inmediatamente al salir de esa brevísima oscuridad, subiendo de nueva cuenta al nivel de la calle, como si fuera una metáfora de la vida, Lorenzo ve los deslumbrantes rayos del sol colarse a través del follaje del eucalipto que se yergue, inmenso, detrás de la barda de la escuela, al tiempo que las voces de los chicos en la salida, mezcladas como el canto de las aves, con la ligereza de la inocencia juvenil, abonan en que perciba los colores de esta vida más radiantes que nunca, en una armonía perfecta entre el mundo objetivo y sus emociones; en un abandono que lo sitúa entre el éxito de Norma y la belleza de una canción que pareciera labrada de un sufrimiento esperanzador, donde al final solo hay personas de carne y hueso, con defectos y virtudes. Quisiera poder decirle todo a Daniela y que ella lo abrazara con el amor de una madre, quisiera poder ser comprendido por todos, pero más aún, quisiera poder comprenderse a sí mismo… And I was born a little damaged man/ And look what they made… llega a un punto donde se siente libre, donde la tranquilidad de su alma finalmente lo convence de que ser incomprendido no está tan mal, que la vida sigue, que debe soltarse, y que aún hay mucho por hacer para tener hermosos momentos con Daniela y Carola, en un futuro que se construye en cada instante, en cada milímetro avanzado por el auto que se desplaza gracias a la vitalidad de Jorge, su amado hermano.
Mauricio Federico Del Real Navarro
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Zacatecas, Zacatecas, 1982. Doctor en Ciencias Sociales por el Colegio de México. Amante del estudio de los fenómenos sociales y su inclusión en el mundo literario. Poeta aficionado.