Uno piensa que los lazos que nos atan a los
otros son eternos e inamovibles, sobre todo el afecto.
Sin embargo, la gente cambia mucho según
el lugar y las circunstancias.
Guadalupe Nettel
-Después del invierno-
-Primera parte-
Lorenzo recuerda a Alesia Lajas. Todavía con la repetición mental de su nombre aparece, de manera inmediata en su memoria, ese rostro con hoyuelos. No solo es una imagen, es una compleja sensación, como un viaje relámpago, de ida y vuelta, en su biografía; uno de tan solo unos segundos llenos de sentido. De su archivo neuronal extrae un recuerdo enterrado por décadas: el día que la invitó a la feria, pero ella también invitó a Francisco, cuando Lorenzo ya no podía ni verlo. Ese día supo que Alesia jamás sería suya. Por esa razón, al ser avisado por la propia niña cuasi muchacha, no asistió y decidió olvidar el episodio para cerrar un ciclo de su infancia y adolescencia. Hoy vuelve, sin muchos detalles incluidos, pero sí una sensación de cierta nostalgia por la pureza que había en el alma de ese adolescente. En el ahora, este hombre de mediana edad lleva un trecho considerable de su vida ya recorrido, y una callosidad en su alma le impide experimentar el sinfín de emociones que se anudaban en un caos cuando era alumno de secundaria. A veces rememora sus suéteres que emulaban al alicaído antihéroe del grunge, sus camisas de franela y sus tenis de lona y choclo, tan duros que por momentos sentía andar descalzo. En otras ocasiones piensa en los primeros poemas, perdidos en algún cajón de la casa de su madre; en las primeras canciones que salieron de su vieja guitarra. La realidad es que poco queda de ese hombrecito que se juraba a sí mismo jamás olvidar de dónde venía ni aquello por lo cual lucharía toda su vida, sin desviarse del camino, sin menguar en su ánimo, sin dudar de sus certezas.
Luego de escuchar música durante más de una hora, centrado en lo que parecía un interminable reacomodo de papeles y libros, el lapsus de Alesia ya quedó, de nueva cuenta, en su pasado, vuelto a la tumba de donde inexplicablemente salió. La tonalidad de la luz que se cuela por la ventana del comedor le informa que ya es media tarde, por lo tanto, es hora de buscar a Daniela. Su verdadero gran amor, piensa él constantemente; el definitivo, se dice en otras ocasiones sin dudarlo. Estos pensamientos melodramáticos tienen su historia. Como sucede en la vida de todos los seres humanos, las emociones de Lorenzo no son gratuitas. El calvario que experimentó junto a Ivette lo dejó tocado, esa es la verdad en su vida. Antes de conocer a Daniela, sentía que había sufrido una amputación de su capacidad para dimensionar la belleza en el alma de otra persona. Ninguna mujer le provocaba empatía; ninguna mujer lo hacía sentirse él mismo, sin coraza, sin yelmo. El día que Ivette simplemente abandonó el departamento que ambos compartían tras una explosión acumulada durante años, donde se dijeron muchas palabras que el viento nunca se llevará, su mundo estable, sus pensamientos asentados en la modorra de la cotidianidad revolotearon y, mientras lo hacían, se convirtieron en polvo, uno que se movió, convulso, al ritmo del viento que azotó su alma, con ráfagas de recuerdos tergiversados por emociones traicioneras. Al darse cuenta que había estado siendo engañado durante los últimos dos años, su ego se encogió tanto que durante mucho tiempo buscó la oscuridad de su habitación. Su único fin existencial era no ser visto, no escuchar a nadie, sufrir como un perro que es sentenciado a muerte por el parvovirus: en la soledad de un rincón, cara a cara con la nada. Una persona que conoció tanto de él, que compartió sus derrotas hasta, finalmente, ver pulido su talento como escritor, que fue testigo de su generosidad interminable demostrada con tiempo extra clase cedido a sus alumnos, que vio cómo se esmeró para hacer del hogar un mundo igualitario y ni aún así quedó satisfecha, ni aún así llenó sus vacíos, claro está que, irrefrenablemente, lo envió a un duelo que aún ahora aparece en los momentos menos pensados, cuando la frialdad de su corazón le recuerda que ella, sí, la frialdad, es el único hijo de esa relación. Pasado el tiempo, cicatrizadas en algún grado las heridas, si algo le agradece a Ivette, como declaración terapéutica ante la vida, es que lo obligó a darse cuenta de lo simple e insignificante que él mismo es ante la inmensidad del cúmulo de historias humanas que se reproducen sin cesar por todo el orbe y a cada instante. Además, al final del túnel estaba Daniela.
Ella se asoma por el balcón de su habitación para gritar que ya baja. Como siempre, pasan más de veinte minutos para que lo haga. El tiempo de esta mujer, madre de una pequeña niña que se ilusiona con la posibilidad de que Lorenzo sea su padre, es lento, parsimonioso, pesado. Cuando abre la puerta del edificio de apartamentos, sale Carola corriendo, sonriente, juguetona, con la certeza de que Lorenzo le trae algún dulce resguardado en su bolsillo. Por ello abre la portezuela de atrás y se monta en el auto de un salto, con toda la confianza de quien se sabe amada. Sus seis años le indican que se encuentra en su zona de protección y que le esperan emocionantes aventuras con su madre y Lorenzo. El hombre le pide que escoja lo que tiene en alguna de sus manos empuñadas, y cuando Carola ve que en la derecha, objeto de su elección, no hay nada, le abre con sus manitas la izquierda. Al ver que tampoco hay nada lo mira con ojos juguetones y una sonrisa que incluye su pequeña lengua de fuera, entonces Lorenzo ríe y saca de su chamarra un chocolate. Ahorita no te lo comas Carola, que vas a ensuciar el carro, le dice Daniela, que se acaba de acomodar en el asiento del copiloto.
Fue un día de febrero, en medio de un frío incesante, que Lorenzo conoció a Daniela. Él salió de su casa a pesar del deprimente panorama gris del cielo, del manto aguamarina transparente que cubría los colores de los edificios y de los gélidos resoplos de la baja temperatura introduciéndose por los microscópicos orificios de su mezclilla. La razón fue muy clara: no soportó más el hecho de escuchar sus pensamientos. La mañana había sido más pesada que nunca, cargada de una soledad asfixiante, por lo que su instinto de supervivencia se constituyó en la fuerza que lo empujó a la calle sin importar el aspecto que la ciudad tuviera. Todo pareció orquestado desde un principio por una fuerza sobrenatural, por algo que por fin se compadecía de un hombre en franca muerte moral. Originalmente se dirigía a la Acrópolis, pero cuando vio a través de los ventanales que estaba lleno el lugar, decidió regresar sobre sus pasos sin saber adónde ir, hasta que se vio parado, titubeante, en contraesquina del Sanborns y, probablemente por pereza mental, permitió que sus piernas lo llevaran hasta ahí. Sin embargo, al entrar, antes de subir los escalones de cantera, sucumbió ante la tentación de los libros exhibidos en estantes de madera y apilados sobre unas bases. No sabía la razón exacta, pero el mero hecho de estar entre libros le daba paz. Así que decidió husmear, y ahí, luego de algunos minutos perdido en sus ambiciones intelectuales, leyendo la contraportada de cuanto libro tomaba entre sus manos, encontró por azares del destino Las desventuras del joven Werther, y mientras estaba inmerso en la lectura de su síntesis, pensando, al mismo tiempo, que no lo leyó cuando hace unos años se lo prestaron, y que el tiempo ata y devora, la voz de una chica interrumpió todo: la verdad esa edición no es muy buena, pero el otro día vi otra por aquí. Al levantar su mirada, Lorenzo se encontró con Daniela. Sus ojos le parecieron de una calidez genuina, su voz iba perfecta con las emociones comunicadas por sus facciones y gestos: ternura, alegría, interés… ¿Ya lo leíste tú? Le preguntó Lorenzo. Sí, es muy bonito, muy profundo y, al mismo tiempo, muy triste, contestó Daniela. Me han dicho que si no estoy listo, evite leerlo, pero, ¿cómo saberlo? Goethe me parece genial, continuó Lorenzo. El mismo miedo me metieron con La Insoportable levedad del ser, y no me pareció tan perturbador como me aseguraban. Un libro bello, pero hasta ahí. No, interrumpió Daniela, Werther sí es más intenso, más psicológico. Su estilo epistolar es dramático. Pero, ¿por qué te han advertido? ¿Eres muy impresionable? Un poco, contestó Lorenzo, y comenzó a reír. Ah, mira, le dijo Daniela, esta es la otra edición que te comentaba, es mucho mejor y mira, es casi el mismo precio. A ver, dijo el hombre mientras tomó el libro entre sus manos. Me lo voy a llevar… ¿Tienes prisa? Agregó. No, contestó Daniela. Te invito un café para agradecerte tu ayuda en el momento justo, dijo Lorenzo en medio de una sonrisa. Daniela por primera vez le mostró la suya, completamente armónica con sus ojos, en una combinación perfecta de dulzura, y le respondió: ok, digo, no te estoy cobrando nada, ¿eh? Y ambos rieron. Ese mediodía se transformó en tarde y, un poco antes del anochecer, luego de contarse sus historias llenas de referencias literarias, donde saltaron a la mesa, inevitablemente, los nombres de Carola e Ivette, se despidieron. El lazo estaba hecho. Se volverían a ver, ya se tenían el uno al otro en sus respectivos teléfonos, y para Lorenzo era claro que las cadenas que aprisionaron su alma tanto tiempo, se habían roto de una manera natural.
Caminan por la Alameda, sienten la caricia del vientecillo de verano en sus rostros. El clima amoroso los deja disfrutar plenamente el jardín. Carola sostiene un barquillo con una gigantesca bola de helado de vainilla que le acaban de comprar cruzando la Torreón, en la Nieve Barroca. Solo Lorenzo se abstuvo, porque Daniela también está embelesada con el chocolate de su rebosante helado, por lo que el hombre es quien camina en medio, tomando de la mano a sus dos chicas. Es una escena feliz, completa. Ninguno piensa en estar en otro lugar, su mente está enteramente ahí, dejándose llevar por el momento. Su caminata es semilenta. Lorenzo ve pasar a un chico que está ejercitándose. Del otro lado, en sentido opuesto, vienen unas muchachas con un hermoso husky siberiano. Luego de dar la vuelta al circuito, se aproximan a la entrada principal. Mira Carola, te quiero presentar a uno de los hombres más importantes de la historia de Zacatecas, dice repentinamente el hombre, y la dirige hacia la estatua de Francisco García Salinas. Al llegar a sus pies, la niña la ve inmensa, imponente, y también desconcertante, misteriosa, con ese rostro conformado de facciones adustas. Se trata del gobernador más importante que hemos tenido, mija, pero vivió hace muchos muchos años, comenta Lorenzo, y les lee las placas que están colocadas alrededor del pedestal: 1827 MINISTRO DE HACIENDA… 1829 a 1839 GOBERNADOR CONSTITUCIONAL DEL EDO… SU ACRISOLADA HONRADEZ Y SUS ALTOS VALORES MORALES, SON PERMANENTE EJEMPLO PARA LOS GOBERNANTES DE TODOS LOS TIEMPOS… NACIÓ EN HDA. DE LA LABOR DE SANTA GERTRUDIS “LA GAVIA” JEREZ… EL PUEBLO DE ZACATECAS A SU PROCER ILUSTRE DON FRANCISCO GARCIA SALINAS TATA-PACHITO. La idea del “pueblo de Zacatecas” lo conmueve hasta lo más profundo de su ser. No se da cuenta que ha leído también para alimentar su alma a veces desteñida, y porque así revive, por un momento, a su propio padre, volviendo a sentir una infantil emoción ante el personaje que visita su mente de vez en cuando, alojado en la gruesa voz de don Alfonso, quien extasiado, con su típico histrionismo, se complacía narrando pasajes heroicos de la vida del jerezano. Lorenzo siempre ha pensado que él, López Velarde y Manuel M. Ponce son los únicos motivos de verdadero e inobjetable orgullo zacatecano. Por lo menos, en el terreno de la política, está completamente convencido: nadie se le acerca siquiera a “Tata Pachito”, nadie se sienta en su mesa. Entonces comienzan a platicar él y Daniela, mientras se alejan del jardín, sobre el primer Zacatecas, sobre el federalismo, sobre la milicia zacatecana, sobre los choques con Santa Anna, sobre el liderazgo del quinto gobernador y sus ideales adelantados a su tiempo para hacer de esta una tierra productiva. Siempre que habla de estos temas, Lorenzo vuela, siente un orgullo que nunca ha meditado, pero que le cimbra su ser. Tal vez es solo el profundo respeto al pasado, en el que todo lo llenaba su padre, con quien ya solo conversa en su mente y a quien visita cada mes en el Panteón de la Purísima. Daniela, su igual, su alma gemela, ha escuchado muchas historias de Don Alfonso, y genuinamente desea haberlo conocido. Ve en Lorenzo su gran herencia, en este hombre con quien comparte constantemente charlas sublimes, de las que se alojan en la parte más cálida del corazón, charlas que sin darse cuenta, van quedando marcadas en el alma de Carola, quien atenta los escucha y de vez en cuando pregunta, haciendo que en ocasiones rían con ternura por las sorpresivas y perspicaces interrupciones de la pequeña niña, que pareciera estar en su mundo, pero que en realidad está en todo.
Mientras Lorenzo conduce de regreso al departamento de Daniela, luego de una bella y placentera tarde, ve por el retrovisor a Carola y le pregunta si la pasó bien; la niña sonríe y mueve la cabeza en señal de aprobación. ¿Te gustó tu helado, mija? Pregunta Daniela, tomando de la mano a la niña desde su posición de copiloto. Delicious, contesta la pequeña, lo que provoca una carcajada de los adultos. ¿De dónde saca las palabras? Pregunta Lorenzo. Yo creo que de la tablet, de hecho ya no quiero que la vea tanto, contesta Daniela. Mamá, tú no me dejas ser feliz, interrumpe la niña con una visible cara de molestia. Lorenzo, con una sonrisa, la sigue contemplando por el retrovisor. Ama a la niña. Su frescura y su energía le transmiten ganas de vivir. Daniela lo nota, sabe que el hombre es genuino y que todos los detalles que tiene con ellas provienen de lo más profundo de su ser, no de la cortesía construida por las normas sociales.
Es domingo y Lorenzo se encuentra trabajando en un texto: La pluma Beat de José Agustín. El escritor acapulqueño acaba de morir y decide explorar su legado más allá de la literatura, llevándolo desde la contracultura estadunidense hasta lo más hondo del sistema político del país. Tiene un compromiso con la Universidad: la Unidad Académica de Letras hará, durante la semana entera, un ciclo de conferencias en honor al fenecido autor y Lorenzo quiere aprovechar la oportunidad para devolver algo de lo que recibió. Leer los tres libros de la Tragicomedia Mexicana, así como la Contracultura en México, lo ayudaron a situarse y comprenderse a sí mismo, pero también a disfrutar con plenitud la obra literaria agustiniana. Siempre lo considerará un intelectual de altos vuelos y no solo un narrador, y en eso justo se quiere centrar, es decir, en la visión que de México construyó el escritor. La participación de Lorenzo está programada para el jueves, pero él asistirá a la totalidad de los eventos, por lo menos de lunes a miércoles, para asegurarse de que el tono de su discurso no es explorado por alguien más. Además, colaborará gente de la Universidad de Guadalajara y siempre es interesante conocer a los colegas.
Son las nueve en punto de la mañana y el Teatro Calderón está abarrotado por la crema y nata de la cultura zacatecana. No se trata solo del mundo universitario, José Agustín ha convocado a intelectuales y artistas que no suelen participar en los eventos de la UAZ. Escritores como Víctor Del Real, Bernardo Araujo, Vanessa Carlos o el mismo Tryno Maldonado, autoexiliado, están aquí. La solemnidad y elegancia del edificio porfiriano, con sus dos niveles de balcones, resulta el escenario perfecto para mostrar el respeto que se merece un personaje tan importante en un país pensado y repensado por mentes que legaron sus letras y ahora no son más que observadores desde algún lugar del empíreo. Este día hay cinco charlas. La tercera es presentada por la Dra. Nora Zabag. Desde la distancia parece, a los ojos de Lorenzo, una mujer atractiva, con clase, aunque nada que no haya visto, pero al tomar la palabra y desarrollar su exposición, tan dueña del recinto, segurísima de sí misma, con la modulación de voz de una actriz de doblaje profesional, y más aún, con un timbre aterciopelado, el hombre queda bajo la hipnosis del enamoramiento. Es como si hubieran prefabricado las características de la docente para despertar el interés y confusión de Lorenzo. José Agustín deconstruido en sus riffs y outros, se llama la ponencia que Zabag acaba de concluir. Un discurso argumentativo, narrativo, explicativo, descriptivo y poético. Una obra de arte en sí misma que aún flota en el ambiente. Al menos es lo que siente el intimidado hombre. Ver a esa investigadora ahí arriba lo hace sentir pequeño. Es una colega, sí, pero de primera división, de una élite fuera del alcance de los reflectores, más allá de la exposición comercial y usurera en los medios. Lorenzo tiene como encomienda de su espíritu conocerla, por lo menos saber cómo es que una mujer así existe, y decide acudir a la comida organizada por la Unidad Académica de Letras en La Traviata del Callejón de Cuevas. Al llegar con media hora de retraso, luego de darse un chapuzón en la librería Universal, no puede creer que el único lugar disponible esté al costado izquierdo de la Dra. Zabag, tan no lo puede creer que su corazón late como si fuera el púber que cortejaba a Alesia. Hola a todos, buenas tardes, disculpen la demora, dice con una entonación forzada por los estándares de una educación zalamera. Él mismo se escucha con extrañeza, pero el momento lo demanda. La conversación que Lorenzo interrumpió continúa. El director de la Unidad explica la logística de unos paseos organizados para los investigadores visitantes. Lorenzo no pierde el tiempo y felicita, en voz baja y de manera discreta, a la Dra. Zabag, que de cerca es más bella aún, con un perfil trazado por la mano de Rafael Sanzio y un rostro que podría ser confundido con el de La dama velada. Al posar su mirada en el hombre, la docente deja ver la claridad y dulzura de sus verdes iris, terminando la empresa de una seducción involuntaria, y por lo tanto, ignorada. La conversación entre ellos resulta fluida, ágil, casi natural. El director informa, al final de la tarde, que el viernes habrá un brindis en su casa y todos están atentamente invitados.
Al llegar a su domicilio, Lorenzo, por fin envuelto en su soledad, se percata del egoísmo de su alma al no haber recordado en todo el día ni a Daniela ni a Carola, y se justifica argumentándose que nada pasó, solo conversó con una colega y ahí quedó todo. Él, desde luego que no es Ivette, por lo que envía un mensaje de buenas noches a su novia. Hola amor, espero que hayas tenido un lindo día y que todo haya salido muy bien, descansa (emoji de un beso), responde Ivette. Ni el martes ni el miércoles ve a la Dra. Zabag, y nadie invade los linderos del texto que ha estado puliendo todas las noches. Daniela ya está avisada de que resta una semana muy cargada de actividades y no podrá verla sino hasta el sábado, así que todo transcurre con orden y tranquilidad. Llega el jueves y el Calderón aún está abarrotado. Lorenzo pensó que para esas alturas ya habría pasado la efervescencia por las actividades de la Unidad, pero no, hay más gente que nunca, y de la primera fila se desprende una mirada atenta que pesa toneladas: la de la Dra. Zabag. Cuando es su turno, Lorenzo trastabilla un poco, pero rápido agarra ritmo y su pasión va en aumento, por lo que termina apoderándose de su auditorio con solvencia. José Agustín lo acompañó desde su adolescencia gracias a don Alfonso, junto a los Beatles, The Who, Pink Floyd, The Doors y la HH Botellita de Jerez. Su texto es una mezcla de teoría literaria y agudo análisis social, aderezado, elegantemente, por una banda sonora de estilo netamente agustiniano. En un momento se percata de que la Dra. Zabag no le quita el ojo de encima y él, dueño de la situación, se engalla como si él mismo fuera José Agustín. Cuando termina la sesión de ese día y luego de varias felicitaciones de sus colegas en el foyer del teatro, el hombre camina hacia la escalinata exterior, donde es recibido por una ráfaga que casi le vuela la carpeta sujeta en su mano izquierda. Dando la espalda al viento, se detiene para acomodar sus papeles. Está en ello cuando siente un contacto suave en su hombro izquierdo y entonces escucha la inconfundible voz: muchas felicidades, Dr. Navarro, exquisita su exposición. Al levantar la mirada, Lorenzo queda atrapado en esos verdes ojos de nueva cuenta. No puede evitar la petrificación del tiempo ni la falta de interés en el resto de la vida que lo rodea. ¿Le gustó?, pregunta. Me encantó, se nota que usted no solo ha leído a José Agustín, sino que ha vivido con él. Fue un gran acierto de la Unidad Académica haberlo elegido para participar en estos homenajes, enfatiza la Dra. Zabag. ¡Muchas gracias! En realidad tuve fortuna, es un autor con el que convivo desde mi adolescencia gracias a mi papá, puntualiza Lorenzo. Pues debe ser un señorón, dice ella. Lo fue, murió hace unos años, responde el investigador. Evidentemente hoy estuvo aquí, señala Zabag con una dulce sonrisa. Los hoyuelos que se forman en su rostro son idénticos a los de Alesia. El hombre no puede evitar la comparación ni un placentero estremecimiento. ¿Tiene compromisos el día de hoy, Doctora? Pregunta un desinhibido Lorenzo, aún con la adrenalina de su exitosa presentación. Me reuniré con una amiga de Guadalajara que también vive aquí, pero ya para la cena, contesta ella. Entonces si no tiene nada mejor por hacer ahora mismo, la invito a comer, ¿qué me dice? Y el hombre dibuja su mejor sonrisa al mirarla a los ojos…
Al escuchar la frase “es hora de conocer la gastronomía local” que profirió Zabag, Lorenzo vio acotadísimo su rango de acción, en realidad él disfruta de la gastronomía local cuando cocina su madre o en las fiestas familiares, cuando sirven frijoles enchilados, pacholes o asado de boda, pero no en restaurantes. Se preocupa porque está en un aprieto nimio que de repente resulta importante como imagen de la ciudad. Por suerte, la Doctora comenta que debe ir a su hotel pero que, si le parece a Lorenzo, en una hora se ven. El hombre, aliviado, queda de pasar al Mesón de Jobito exactamente en una hora. Se despiden por primera vez de beso en la mejilla y caminan hacia lados opuestos. Lorenzo le marca, mientras camina hacia su carro, a Jorge, su hermano. Rápidamente es salvado. La Cantera Musical es la respuesta que buscaba. Ahora solo debe ir a casa y ponerse ropa más cómoda. A la hora pactada, entra a la recepción del pintoresco hotel, casa de fantasmas y ahora de turistas que desconocen la vida de la vecindad que antes llenó de energía esos patios, pasillos y balcones. Ahí ya espera Nora, quien también mudó de ropa para estar más cómoda. ¿Tampoco aguanta la vestimenta formal? Bromea Lorenzo, mientras ella se sonroja y ríe tímidamente. Salen a paso lento por el Jardín Juárez, y mientras se dirigen a Tacuba, donde está el restaurante, hablan sobre el evento y, particularmente, sobre su convocatoria. Es inaudito el interés de la gente, algo casi surrealista para actividades académicas. Al llegar al lugar, Lorenzo espera no decepcionar como anfitrión citadino. Ambos entran por primera vez a ese espacioso galerón protegido por arquería de cantera y un techo curvo. Ahí adentro se concentra una vida que desde afuera es imposible detectar. Se observa un ir y venir de meseros con charolas entre el mobiliario y los retablos de madera labrada, mientras la gente, por su parte, parlotea sin preocupación en un bullicio que inyecta alegría. Los académicos son conducidos a una mesa que desde la entrada no lograban identificar, casi al centro de ese torbellino mundano. Al ver la carta, la sugerencia de Lorenzo es el asado de boda. Él pide pacholes. Los platillos están rebosantes, aromáticos, y vienen acompañados por dos cervezas Victoria que ambos coincidieron en pedir. La conversación empieza en el rango intelectual, repasando estructuras de pensamiento en boga dentro del mundo académico de las letras, perdidos en formas, voces, colores, ángulos, palabras disputadas en el terreno político, el uso legítimo de los regionalismos y neologismos. Posteriormente hablan apasionadamente de sus clásicos de cabecera, lo cual los lleva a aterrizar en la literatura mexicana. Mi verdadero clásico es Jorge Ibargüengoitia, esa es la verdad, dice un cada vez más relajado y auténtico Lorenzo. ¿De verdad? Yo di un salto desde El otoño del patriarca hasta Maten al león, en la búsqueda de literatura latinomericana de caudillos venidos a dictadorzuelos placeros como los que hemos tenido, y así caí en el mundo del guanajuatense. Las muertas, Dos crímenes, Los Pasos de López… No puedo creer esa afinidad, hasta pareciera que uno de los dos miente, bromea Norma Zabag entre risas alimentadas por el placer del paladar y el alcohol que destensa sus músculos. Esas risas joviales, de camaradería, someten cada vez más a Lorenzo. Es entonces que entran al terreno de lo personal, donde empiezan a derrumbarse las barreras del recato. No sabe por qué, pero Lorenzo habla de Ivette y del dolor que lo mantuvo reptando durante un buen tiempo; sin embargo, sin premeditación alguna, solo con un confuso pensamiento estratégico del momento, omite su historia con Daniela. Norma, por su parte, vive en unión libre desde hace ocho años con un antropólogo también adscrito al Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad de Guadalajara. Su relación es extraña, no se han involucrado jamás el uno con la familia del otro. Las fiestas de fin de año son vividas individualmente. Pareciera una relación contenida, calculada.
La tarde se cierne en el centro de la ciudad y es hora de que Norma se prepare para salir con su amiga. Los docentes se despiden afuera del hotel, nuevamente en el Jardín Juárez. El “hasta mañana” va precedido por un brevísimo abrazo y un beso en la mejilla. El hombre, Lorenzo, maneja a casa confundido, con sus emociones dislocadas buscando reacomodo en su interior. Existe un dejo de culpa que no lo abandona. ¿Por qué no se animó a mencionar a Daniela si nada hay ni habrá entre Norma Zabag y él? Solo menea la cabeza en desaprobación de sí mismo, en repudio del abismo que empieza a sentir en su interior. Pasa la noche intentando limpiar su mente, y para eso lee, ya recostado, Hojas de Hierba. Siempre es su bálsamo, como lo ha sido y lo será para muchos más; siempre que necesita, lo lee en voz alta y modulada para relajarse:
He escuchado lo que los charlatanes decían, la charla del
principio y la del final;
Pero yo no hablo del principio ni del final.
Jamás existió otro comienzo que este de ahora,
Ni más juventud ni vejez que la de hoy;
Y jamás existirá otra perfección que la de ahora,
Ni otro para…p a r a í s…ooo…
Como siempre, la paz en el corazón de Whitman se instala en el de Lorenzo, y duerme profundamente, sin mediar sueño ni precipitación alguna, hasta que el sol vuelve de su paseo por el mundo, radiante, imponente, y el hombre despierta con el canto de las aves que parecen alabar al astro rey todas las mañanas. Al ducharse y vestirse ad hoc para la clausura, piensa que todo fue un éxito, que ojalá en la Unidad Académica se hagan continuamente eventos de este calado. En el Calderón, todo tiene el mismo tono y esplendor de los días anteriores, siendo coronado el evento por un emotivo cerrojo: se proyecta un video donde los amigos vivos más cercanos a José Agustín le dedican algunas palabras, rescatando anécdotas que son testimonio de su grandeza.
Todos y cada uno de los investigadores invitados, a pesar de sus agendas, permanecen en la ciudad, y todos acuden a la tertulia en la vieja casona del Director, ubicada en la Sierra de Álica. Ahí se habla de las personalidades que asistieron, muchas de ellas en más de una ocasión. Evidentemente, José Agustín forma parte de la conversación y se hace un brindis en su nombre. Con el avance de la noche, el filete de cabrería, el puré de papa y los espárragos en ajo y aceite de oliva comienzan a escasear, casi a la velocidad con que lo hacen las botellas de tinto. Los grupitos se conforman, copa en mano desde luego. Mientras Lorenzo observa el centro histórico por el ventanal, trazado, a la distancia, entre sombras de polígonos y contrastes lumínicos difuminados en naranja, amarillo y blanco, la voz de la Dra. Zabag se introduce, repentinamente, como música sacra en sus oídos: ¿Prefieres estar solo? (por primera vez le habla de tú). Se trata de una modulación coqueta que hasta el momento no había escuchado el hombre. Después siente cómo la doctora enrolla su brazo derecho en su bíceps izquierdo, desinhibida. Solo me relajo observando el centro de la ciudad. Al ver la catedral me trato de guiar para identificar algunas calles, como Tacuba, por ejemplo, la que nos llevó a la Cantera Musical. Se ve de aquí la luz que se desprende en el espacio donde debe estar la Fuente de los Faroles, explica Lorenzo, fingiendo restarle importancia al hecho de que ella lo tiene tomado por el brazo en una imagen propia de una pareja. Algunos docentes, a la distancia, se dan cuenta de que Norma Zabag no disimula su interés por “Navarrito”, como algunos le dicen a Lorenzo cuando bromean sobre la vida burocrática, caricaturizándola. Tan es así que la investigadora, ya con el tinto corriendo por sus venas, es quien vuelve a dar otro paso: llévame a ver esos edificios, vamos tú y yo caminando. Es bellísima la noche, ve la luna llena, ve toda la luz que refleja. Ve cómo está colgada justo a un lado del Cerro de la Bufa. Creí que era lo que observabas tan abstraído, de hecho. ¡Ah, cierto! No me había dado cuenta de ello, estaba perdido en las formas de los edificios, pero qué lindo se ve todo, ¡guau! ¡Vamos! Me gusta la idea, responde el hombre, envalentonado. Los investigadores se despiden de los asistentes desperdigados entre la sala, el comedor y el balcón, y dan las gracias de manera especial al Director de la Unidad Académica. Al salir, Norma se aferra a la mano de Lorenzo, quien la conduce por la calle De Fátima. La mujer denota un innegable embeleso al ver el esplendor del templo neogótico de cantera rosa y naranja. Luce señorial, erguido frente a ellos en un nivel aún superior al de la calle que corre en franco descenso. Pareciera el único templo del mundo construido en un pedestal para ser admirado. ¡Qué hermosa iglesia! ¿Cómo se llama? Pregunta con genuino interés. Fátima, contesta el investigador, y añade: aquí se casaron mis padres y aquí me tocó hacer la primera comunión. Vaya, qué católico, apostólico y romano saliste, bromea Norma. Un santo, responde Lorenzo con ironía. Mientras continúan sus pasos lentos, destilados, el hombre narra algo de su origen familiar y de las fuertes tradiciones cristianas de la ciudad. Entonces descienden por el pequeño callejón que acaricia el muro perimetral del Museo Goitia. Al doblar la barda y encontrarse con el enrejado negro, sobre la calle Enrique Estrada, se les desvela la hermosa casona en el fondo, iluminada, con sus columnas griegas, balcones de cantera rosa y sus techos de tejas verdes con buhardillas, así como una escalera elegantísima de acceso al pórtico, justo detrás de un jardín cuidado con esmero, donde hay pasillos, arbustos recortados, una fuente justo en el centro y varias esculturas, todo distribuido con sensibilidad estética. La docente observa que la torre de la iglesia de Fátima se levanta a un costado de la casona, entre los cipreses que la escoltan permanentemente, entonces se pierde en el placer que le otorgan sus pupilas, en un deleite solo alcanzable en ciudades históricas como esta. ¿Aquí qué es? Pregunta. Es un museo, el Goitia. Fue la casa de los gobernadores desde finales de los cuarenta hasta mediados de los sesenta. La mandó a construir el gran cacique de esta tierra, Leobardo Reynoso. Dicen que era un tremendo mafioso, de hecho en el libro de Enrique Serna, El Vendedor de Silencio, hay una escena donde Carlos Denegri viene a buscarlo. Si no recuerdo mal, lo hacen esperar horas en la antesala, al capricho del cacique. Bueno, genio y figura… Lo que sí se puede decir a su favor es que por lo menos dejó este ostentoso edificio como patrimonio de la ciudad. Al parecer, todavía los dirigentes tenían buen gusto.
Mientras comienzan su descenso por González Ortega, Norma Zabag disfruta las torres de la Catedral, que a lo lejos señalan dónde está el corazón de la ciudad. Si pudiéramos caminar en línea recta, casi nos montaríamos en la torre para ver el centro desde el campanario, señala. Sí, esa parte del centro está abajo, donde al parecer convergían varios cerros, contesta Lorenzo. El hecho de erigirse en varios niveles es uno de los atractivos de esta ciudad, el terreno caprichoso la dota de misterio, añade. Al iniciar la avenida Hidalgo, todo luce desierto, como si fuera una locación de Medianoche en París. Renté todo el centro solo para ti, bromea Lorenzo. Norma ríe con la liviandad del momento mientras atesora imágenes que durarán hasta que el paso caprichoso de la vida las desvanezca de su memoria. Su conmoción por la ciudad, las charlas y amistades que ha conseguido y, sobre todo, la compañía de ese hombre que le parece tan genuino y cálido, pero a la vez tan misterioso aún, ha convertido en colibríes a sus sentidos, que revolotean veloces y punzantes, desenvueltos en regocijo. Justo ello, transformado en el impulso amoroso que ha encontrado el tiempo y lugar preciso, la lleva a jalar suavemente la mano de Lorenzo, verlo a los ojos con la dulzura propia del romance y acercarse lentamente a él. El hombre lleva días embriagado en esos iris, y no puede evitar el magnetismo de esa boca. Se funden en un beso que evoluciona desde la incertidumbre hasta la pasión. Cuando sus rostros se alejan, lentamente, para verse a los ojos con el disfrute sublime de los enamorados, Lorenzo levanta la mirada y observa, en contraesquina, el Sanborns. Daniela está ahí, en realidad ha estado ahí toda la semana, flotando en rededor, pero posiblemente como un resabio de lo vivido con Ivette, de la callosidad que esto provocó en su alma, supo, hasta ese momento, contenerla como una imagen más en su cerebro, totalmente desconectada de sentimientos que pudieran impedirle dejarse llevar. Sin embargo, la magnitud de ese edificio representa en su corazón la magnitud de lo vivido con Daniela, y comprende que su libertad, voluntariamente, se ató a la de ella. Su momento con Norma Zabag se ha eclipsado, es tiempo de terminar el sueño. Entonces, intempestivamente, le comenta que es demasiado tarde y debe irse, que un compromiso familiar lo aguarda a primera hora. Ella, desconcertada, lamenta la premura, y cuando llegan a la entrada del Jobito, en el Jardín Juárez, hace un último intento: con una mirada dulce e insegura, se atreve a preguntar si Lorenzo quiere pasar con ella a la habitación. El hombre, evidentemente triste y con una modulación de voz que delata su lucha interna, agradece mucho por la velada y por lo vivido en los últimos días, pero insiste que debe irse. Norma le da un beso en la mejilla y se introduce a la arquería del lobby para después desaparecer por el pasillo ascendente, flanqueado por altas macetas y faroles de luz tenue. Luego de doce días se atreve a enviarle un mensaje. Tuvo que solicitar en la Unidad Académica el número del investigador. Lorenzo lo lee, pero es solo después de unas horas que responde, lacónico, distante, sin la mínima intención de prolongar la conversación. Norma no insistirá más, no comprende la causa pero sí el tono del hombre, y aunque le duele un poco, sabe que es momento de cerrar puertas y ventanas. Empieza a pensar que solo fueron días desbordados de surrealismo.
Mauricio Federico Del Real Navarro
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Zacatecas, Zacatecas, 1982. Doctor en Ciencias Sociales por el Colegio de México. Amante del estudio de los fenómenos sociales y su inclusión en el mundo literario. Poeta aficionado.