El despacho del abogado Canal estaba en
la calle elegante de ***, pero la ventana daba al interior:
los tejados, los balcones, las paredes eran de la ciudad
marinera del siglo pasado, clara de sol y viento;
allí en medio se elevaban también andamios,
paredes recién pintadas, tejados planos con la
caseta del ascensor en medio.
Italo Calvino
-La Especulación Inmobiliaria-
El cigarrillo comienza a apoderarse de la habitación con su crepitante e interminable fumarola. Lázaro Escobar Velazco está ensimismado, ausente de una escena coronada por un manto blanquecino y transparente. Su cabeza vuela mientras entre sus dedos índice y medio de la mano derecha el cigarrillo reposa, altanero. En su mano izquierda sostiene su teléfono. Por momentos vuelve en sí y, sobre la pantalla, desliza hacia arriba, suavemente, el dedo pulgar. Hay una nota periodística que lo mantiene absorto: la UNESCO amenaza con quitarle la declaratoria de Patrimonio Cultural de la Humanidad a la ciudad de Zacatecas. El argumento principal es el despoblamiento del centro y el crecimiento desordenado y desigual de la mancha urbana. Como constructor, el hombre se siente señalado, y aunque no hay ninguna imputación directa, lo que su cerebro recibe a través de las pupilas es muy simple: los fraccionamientos construidos en los últimos años pueden tener algo que ver en semejante amenaza a la capital del estado.
En realidad siente un agrio orgullo zacatecano, es decir, siempre ha admirado las grandes ciudades, con sus rascacielos, anchas avenidas e imponentes distribuidores viales, con centros comerciales suntuosos y estacionamientos interminables, pero cuando regresa de cada viaje y penetra de nueva cuenta en la atmósfera de la ciudad, sabe que no se iría por ningún motivo; sin embargo, su apego no es suficiente para dejar de sufrirla, para soñar que algún día será otra cosa; no sabe qué, pero algo diferente sí. Además no es tan tonto como para mantener todo su dinero circulando en este barril sin fondo erigido por los españoles con la promesa de una riqueza jamás vista. Él construye desde la ambición de su bolsillo, no tiene el más mínimo interés en dejar huella en la arquitectura de la ciudad como sí lo hicieran, en su momento, algunas familias neoyorkinas en la antigua capital estadounidense. Incluso es prácticamente imposible que las futuras generaciones vean en Zacatecas un edificio icónico, innovador, como los erigidos por Gaudí en Barcelona, y que sobre el dintel diga: Escobar. Para Lázaro solo importa construir más, bajar al mínimo los costos y vender al mejor precio posible cuanto antes.
Siempre ha sido un tipo calculador, de los que tienen a la mayoría de sus emociones en un baúl cerrado con un grueso candado. Por ello, su poder y su dinero se cocieron a fuego lento, quedando al punto. Jamás apostó todas las canicas en una partida, bueno, a decir verdad, solo lo hizo una vez, pero sabía que era la apuesta necesaria e ineludible si de verdad pretendía materializar sus ambiciones. Además, su naturaleza meditabunda le señaló el camino: todo indicaba que el riesgo era ínfimo en aquella ocasión. Luego de ir ganando prestigio con una convicción feroz, tumbando caña, y de esta manera ahorrar unos cuantos millones de pesos nada espectaculares para un constructor que se veía a sí mismo como de altos vuelos, prestó todo su capital, hasta el último centavo, a Ramiro Moncarrez, un joven y ambicioso político que no supo alinearse con las prácticas antidemocráticas de su partido, y que lanzaría su candidatura a gobernador con el impulso de la oposición. El dinero de Lázaro, junto con fondos provenientes de otras fuentes, sería empleado en la campaña, y regresaría, en caso de victoria, cuando el político asumiera el control de los puestos y presupuestos. Por tanto, sería un premio a la lealtad, ni más ni menos. Y así fue: el abogado Moncarrez ganó las elecciones, y Lázaro, como le había sido prometido, vio venir carretadas de dinero camuflado en obras reportadas con costos exagerados, y más aún, a través de francos desvíos para invertir en bienes raíces luego de la generación ilegal de intereses al mantener, la Secretaría de Finanzas, el presupuesto congelado.
No había sido en balde el día en que siendo un joven ingeniero, Lázaro conoció al chico que había tomado por asalto la CNC y rápidamente se había posicionado en la clase política local: el Lic. Ramiro Moncarrez Acuña. Aquella tarde, rodeados por amigos en común, inició una profunda amistad, entre copas de vino tinto y bife de chorizo. Las palabras brotaron adornadas por las emociones exaltadas y las inhibiciones derruidas. Promesas fueron y vinieron. Algunos asistentes contabilizan por lo menos ocho brindis. El abrazo final de esa tarde, en algún punto aledaño al boulevard López Portillo, selló un futuro promisorio para ambos personajes. En ese momento ignoraban hasta qué punto sus delirios serían superados por la realidad cuasi surrealista que caprichosamente se tejería unos años después, convirtiéndolos en los hombres más poderosos del estado.
Lázaro, en aquellos días, siguió su camino, uno que luego de varias encrucijadas lo llevó hacia su amigo político. En cada oportunidad ambos aprovechaban para refrendar su compromiso mutuo. Muchos testigos hubo de aquellos momentos, incluso algunos vertieron, posteriormente y de manera subrepticia, historias que entre fantasía y verdad adornaron las páginas interiores de periódicos locales. El hecho es que Lázaro fue padrino de bautismo del hijo menor de Ramiro, quien para esas fechas ya era diputado federal. ¿Qué mayor sello de una alianza imborrable dentro de las usanzas de la política zacatecana que fingir devoción cristiana y cerrar el pacto frente al altar? La cercanía entre ambos personajes ya estaba sellada ante Dios y frente a una sociedad atenta a los símbolos.
Al ser testigo de primera fila en el ascenso meteórico de Ramiro, y al ser un profundo conocedor de los detalles de su carrera, llegado el momento, fue casi obvio que no tuviera ninguna duda en ceder todos sus ahorros para la campaña de Moncarrez. Lo que se avizoraba desde el primer brindis el día en que se conocieron, se materializó en una visita de media noche. Una llamada inesperada fue el preámbulo. Del otro lado, Ramiro. Hola Lázaro, estoy afuera de tu casa, dijo, me gustaría proponerte algo, te va a interesar. ¡Qué sorpresa cabrón! ¿Ahora qué traes?… Pérate, ya te abro, respondió Escobar. Al momento de deslizar sobre su eje la pesada puerta de caoba, fue apareciendo la humanidad de Ramiro, ahí, parado en el umbral. Ambos hombres cruzaron el jardín frontal de la casa, subieron la breve escalinata de la entrada y penetraron al domicilio, instalándose en una espaciosa e iluminada habitación ubicada al lado derecho. Los largos y acogedores sillones indicaban el lugar propicio para la conversación que tendrían. Una vez cómodamente sentados, con voz firme, pero una fluidez nerviosa, apurada, Moncarrez contó cómo en aquel día había tomado la decisión de dejar a su partido y enfrentarse, en la contienda electoral por la gubernatura, al candidato de su, ahora, ex instituto político, a quien, aseguró, él derrotaría, pues se había dedicado el último año a tejer alianzas con las bases, solo que la cúpula no lo favorecía por temerle al poder que él podría ejercer y, en consecuencia, por un previsible sismo en la burocracia y dirigencia del partido, representando el fin de aquel pequeño feudo. Ya sabes, hay un montón de viejos pendejos que se sienten dueños, afirmó Ramiro, pero te aseguro que me los voy a chingar Lázaro, te lo juro, ya está todo cocinado, las encuestas eso indican, ¡y son varias eh! Solo necesito que me prestes lana, es el momento en el que más te necesito. Cuando la ganemos, ya sabes que todo regresará con creces, hermano. Es la entrada al mundo que soñamos desde que nos conocimos a medios chiles, jaja, ¿te acuerdas? Lázaro explotó en una carcajada y le dijo: desde siempre he estado preparado cabrón, solo esperaba el momento en que tuvieras todo listo. Ya sabes que yo jalo contigo, solo indícame de qué manera hacemos la transacción para no generarte problemas y dalo por hecho. Al chocar los vasos old fashioned que Escobar había servido con whiskey y hielo, la marcha de ambos hacia la cima formalmente había iniciado.
El modus operandi, ya instalados los amigos en el poder, fue sencillo: en la mayoría de las ocasiones la empresa de Lázaro recibió obras por asignación directa, en otras más tuvo acceso previo a las bases de licitación para tomarles ventaja a sus posibles competidores; sin embargo, no conforme aún, creó varias empresas satélite que recibieron obra bajo el pretexto gubernamental de brindar oportunidades a competidores pequeños. Los ecos de esto fueron a dar a algunos escritorios de la capital del país cuando un constructor expuso el caso ante la SFP federal y un diario de circulación nacional. Había ganado con muchos sacrificios una licitación que finalmente le fue cancelada mediante un galimatías jurídico y se había declarado ganadora a la siguiente empresa en la lista, una totalmente desconocida, pequeña, sin currículum. Lázaro solo reía al revisar la nota que le fue reenviada a su whatsapp. El dinero público era de ellos, de los que invirtieron en la política como un gran corporativo, y no eran solo Ramiro y él, sino otros más. Recursos, obviamente, había para todos los socios furtivos, pero ellos sabían, eso sí, que los accionistas mayoritarios llevaban por apellidos Moncarrez y Escobar. Con esta componenda a veces ventilada en columnas periodísticas esporádicas y sin impacto alguno, se iba generando una leyenda que se centraba en una riqueza amasada en las sombras, donde no llegaba el arbitrio de la ley ni los tentáculos de las instituciones fiscales.
El halo mágico de la repentina habilidad empresarial de Lázaro era tan grande que alcanzó Cancún, no sin antes pasar por la zona metropolitana de Guadalajara y por la ciudad de Aguascalientes. Ahora construía plazas comerciales, fraccionamientos, hoteles, poseía gasolineras y tal vez algunos otros negocios camuflados por testaferros. En la capital zacatecana, por aquellos días de expansión, solo se escuchaban historias entre los políticos locales, especialmente de la oposición, así como entre los universitarios estudiosos de las ciencias sociales. Algunas de ellas se quedaron en los labios de familias desplazadas de los espacios de poder, de aquellos a quienes antes había sonreído la fortuna de participar en la toma de decisiones y en el uso personalísimo de recursos pertenecientes a todos los zacatecanos; de aquellos en quienes se había posado, algún día no tan lejano, el halo mágico de la repentina habilidad empresarial. Entre estos grupos no se veía a un solitario Lázaro volando hacia el firmamento, siempre se enfatizó que tras bambalinas solo había una persona: Moncarrez, quien era imaginado como una especie de director de orquesta apasionado, intenso, más aún, como un gran titiritero.
La gente que chismorreaba sabía parte de la verdad, Moncarrez era el gran socio de Lázaro, pero como siempre sucede, todo era más complejo. El ingeniero también sabía volar con sus propias alas y, de hecho, una buena parte de sus negocios vinieron después del sexenio de Ramiro. Su fortuna, a la par de su poder, se incrementaron de tal manera que siguió siendo jugador titular en las siguientes administraciones estatales. Tan fue así, que no empezó a construir fraccionamientos en Zacatecas sino hasta ocho años después del último día en que Ramiro ocupó el despacho del gobernador. Desde luego, no es que no hubiera huella alguna de su trabajo en la capital estatal, tenía incluso un modesto edificio corporativo en la Avenida Universidad, pero nunca había desarrollado proyectos propios, los vestigios de su obra eran algunos puentes, tramos de la Calzada Solidaridad, la remodelación del parque La Encantada y un par de edificios en la Ciudad Administrativa. Su nombre se había forjado más bien con la construcción de carreteras, principalmente, pero también de calles y jardines en no menos de veinte cabeceras municipales del agreste mundo allende la zona conurbada Zacatecas-Guadalupe.
Hasta ese momento, la mente de Lázaro no había alterado la fisonomía de la ciudad capital, pero tarde o temprano tendría qué suceder. El catalizador: una sombría oferta de un terreno de donación. Entre unos caballitos de Real de Jalpa y unas tostadas de Jerez, apareció en voz del secretario de finanzas municipal la propuesta zalamera. El propio presidente municipal había preparado el camino endulzándole el oído los treinta minutos previos. Se habían revelado los planes de crecimiento de la ciudad, los permisos de construcción más interesantes, una perorata sobre la plusvalía y hasta un discernimiento en relación con los buenos y los malos empresarios. Lázaro sabía que los terrenos en donación tenían otra función y que los servidores públicos morían por enriquecerse, no era nada nuevo, había aprendido a medir las palabras empleadas por burócratas de este tipo, el tono de su voz, sus gestos, los movimientos de sus manos, las situaciones que solían fabricar para generar la fantasía de comodidad y camaradería; sin embargo, se trataba de una operación ganar-ganar. Como resultado final de todo este montaje para hacer negocios con lo público, erigió la primera privada con la que puso su huella en la vivienda zacatecana. Él seguía ignorando que Bauman advertía sobre la creación de guetos urbanos, sobre la exacerbación del miedo a los otros, sobre el confinamiento en mundos rotos; todas ellas reflexiones compartidas por urbanistas connotados del orbe. Para el ingeniero, el balance de este primer intento fue ampliamente satisfactorio: bajos costos en el terreno y materiales; permisos de construcción inmediatos. A esto se agregó, por supuesto, una buena demanda por parte de clientes bastante segmentados: profesionistas jóvenes, matrimonios noveles y maestros. La experiencia ya bastaba y sobraba con los fraccionamientos que había desarrollado en otras entidades.
La senda ahora era clara: Lázaro participaría en la expansión de la ciudad. Era el negocio redondo para un paraje donde la economía, por lo menos desde el México independiente, no caminaba bien. ¿Acaso no se necesitará vivienda siempre? Pensaba, y se recriminaba no haberlo hecho antes. En realidad, en ninguna otra ciudad de las que albergaban sus inversiones había tenido que hacer reflexiones tan economicistas, pero en Zacatecas todo es diferente, y como ahora su mente volaba y sus pensamientos brillaban relampagueando en su cabeza, decidió echar mano del sistema de favores que había creado mientras crecía su poder y fortuna. Mucha gente le debía algo, la mayoría estaba en el sector público. Solo había que tirar de las relingas de su red. No importaba que los proyectos fueran más pequeños y austeros que los concretados en otras latitudes, el balance general era bastante generoso tomando en cuenta su base de apoyos. En su mente bailaba también la seductora idea de la ayuda casi filantrópica al pueblo zacatecano: crearía más fuentes de empleo, no importaba que las condiciones de trabajo fueran menos favorables para los trabajadores locales con respecto a las impuestas, por él mismo, por ejemplo, en Aguascalientes o Guadalajara, en Zacatecas trabajo, el que fuera, era trabajo. Por lo tanto, en su alma, en lo más íntimo de su ser, todos ganaban.
Conforme fue dando pasos en las laderas, rocas y nopaleras de la periferia, Lázaro iba dejando huellas que vulneraban cualquier plan de desarrollo urbano que hubiera existido. Nadie podía resistir a la tentación de ayudar al ingeniero. Su fortuna lo precedía, su poder era la carta de presentación. La conversión de tierras ejidales y comunales en áreas urbanas para la construcción de vivienda fue tan abrupta y colosal que Escobar parecía el elegido que, en nombre de un ser divino, modificaría la fisonomía de una ciudad apostada en terreno semiárido, en un enclave minero, en un punto de la tierra donde el tiempo se había detenido como por obra de algún extraño y siniestro hechizo. Sus excavaciones para preparar el terreno dejaban marcas en el pelaje de los cerros amarillos. La tierra colorada se revelaba seca, sedienta. No pocos conductores que transitaban por la Calzada Solidaridad, por la Vialidad San Simón o por el libramiento de Tránsito Pesado, pensaban que se trataba de terrenos inhabitables; no obstante, conforme aparecía un fraccionamiento, pululaban los automóviles en las cocheras y los guardias en las casetas de seguridad.
Lázaro, sin proponérselo, estaba destruyendo la ciudad que amaba, la de la arquitectura colonial y porfirista, la de calles estrechas, plazas y plazuelas, jardines, estatuas y un tremendo trabajo de herrería en balcones, protecciones de ventanas, puertas y barandales; el laberinto señorial de cantera rosa que contrasta con el inmaculado cielo azul y las noches estrelladas. Sus fraccionamientos no solo ignoraban el Código Urbano, con la estrechez de sus aceras, la delgadez de los muros de las viviendas y la insuficiencia de áreas verdes, también iban aumentando la presión en la red de abastecimiento de agua potable. Pero esto era cosa menor al compararlo con el efecto humano. Los mundillos creados por el ingeniero se movían en una órbita propia, separados de la ciudad no solo por bardas perimetrales, también por grandes avenidas o bulevares, sin posibilidades físicas de unir a sus habitantes con el resto de la vida cotidiana de Zacatecas. Se había iniciado la despersonalización progresiva de la capital, su atomización. La antigua ciudad colonial poco a poco se fue viendo abandonada, quedando ahí, inerte, aguardando la muerte causada por el viento, el agua y el azote de los días y los años, fingiendo calidez y colorido para deleitar los ánimos aventureros de turistas sedientos de leyendas, mientras de manera permanente se les avisaba, con lonas expuestas en fachadas, sobre el peligro de derrumbes. Y mientras esto sucedía, también con el correr de los años se fue acuñando la otra cara de la moneda: la invasión de tierras y ventas irregulares, poniendo en disputa permanente a dos realidades: Colinas del Padre y el Orito; La Cañada, La Peña, La Noria y Los Alpes por un lado, por el otro, Tierra y Libertad, Toma de Zacatecas y Emiliano Zapata.
A causa de los duros golpes propinados por la vida cotidiana, esas pequeñas sociedades segmentadas e individualistas de las privadas, obsesionadas con la movilidad social, solo podían ver con horror lo que acontecía muros afuera. Las cruces aparecían en las aceras, recordando vidas fugaces que se volvían anécdotas en boca de todos. Las notas rojas compartidas por las redes sociales terminaban siendo entretenimiento en las borracheras de los jóvenes clasemedieros. No era para menos el tema, la pérdida de vidas en las colonias populares, en las laderas sangrantes, iba creciendo. Su drama era tal que los otros, los escondidos tras los muros de Lázaro, de vez en cuando eran testigos involuntarios de la aniquilación en estos mundos de miseria. Lo irónico en todo ello es que el ingeniero conocía perfectamente a los líderes que estaban detrás de las invasiones y ventas irregulares. Representaban intereses que en un momento dado también habían apoyado la llegada al poder de Moncarrez. Todos eran fuerzas que, a su manera, estaban moldeando a la ciudad, sembrando semillas de las cuales desconocían sus frutos. Eran un tropel con algunos rasgos en común: el amor al dinero y al poder, a la sensación de ver a los demás como seres cuyo destino no depende del libre albedrío, sino de las negociaciones entre ellos, hombres que veían a Zacatecas como su patrimonio y su legado, uno bizarro, bastante bizarro.
El propio ingeniero, en este caos in crescendo, había llegado a ser amenazado por el crimen, por eso cada vez pasaba más tiempo fuera de la ciudad, supervisando sus propiedades, particularmente, en Guadalajara. Y es que los diversos actores transformadores de Zacatecas también habían perdido su estado de equilibrio. Los grupos políticos estaban ahora fragmentados: varios mutaron en otros colores, otros fueron infiltrados por la delincuencia, algunos más se encontraban en franca agonía, mientras otros ya habían desaparecido. Por su parte, el mundo empresarial seguía como siempre: aletargado, conservador, en su zozobra eterna. Solo estaban activas, como siempre, las rémoras resguardadas bajo el manto del gobierno en turno. ¿Y la población en general? Las familias se encontraban sumergidas en su vida cotidiana, procurando pasar inadvertidas ante los ojos apabullantes del crimen organizado que, progresivamente, ocupaba los vacíos que dejaba el gobierno, entre ellos, el cobro de derecho de piso o la eliminación de delincuentes, o sea, de sus competidores.
Lázaro, con el segundo cigarrillo casi consumido entre sus dedos luego de repasar su vida y reconstruir su actualidad por algunos minutos, vuelve en sí. No había probado este tabaco, sin darse cuenta, lo encendió para sentir la seguridad que le transmite al tenerlo sujeto, pero es hora de oprimirlo contra el cenicero. Se siente culpable, aunque no tiene claras sus ideas. Solo hay algunas imágenes que al aparecer en su mente lo lastiman; recuerdos que contrastan con las palabras de su madre cuando niño, cuando adolescente; un ejercicio involuntario de confrontación moral. Su cerebro, impulsado por su corazón y su estómago, se manda solo. Lo siente sobreestimulado. Curioso, porque nunca fue una persona que se preocupara realmente por la situación de los demás, pero ahora, de golpe, como si se tratara de darle una lección, su alma añora al Zacatecas que existía veinticinco años atrás. Para su corazón es escandaloso algo que para muchos sería irrelevante: la UNESCO amenaza a la ciudad, a su ciudad, a la que tanto quiere y no puede olvidar a pesar de abandonarla por largos periodos. Ni los delincuentes han impedido que regrese a visitarla, a disfrutarla, a pasear con su novia secreta por la avenida Hidalgo, jugando con el fuego exquisito de la adrenalina en un mundillo donde todos se conocen. Ahora, con una urgencia incomprensible, siente que debe dejarle algo a sus descendientes, un lugar dónde vivir, un hogar del cual sentirse orgullosos realmente, y no serán los paraísos donde invierte, debe ser el lugar donde todos nacieron, donde se casó hace ya treinta años y donde vive la jovencita que tanto ama. Debe ser Zacatecas, donde hasta hoy había hecho y deshecho, reprimiendo cualquier sentimiento.
Una fuerza interior, proveniente de una angustia inexplicable por su repentina magnitud, empieza a maquinar soluciones. Debe ir a Guadalajara para revisar varios detalles de sus inversiones, pero piensa que es momento de sentarse con el gobernador y el presidente municipal para trazar un plan de infraestructura social realmente ambicioso, uno que cambie para siempre la historia urbana de la ciudad capital. No estaría mal que lo tratara también con su amigo Joaquín Alcalá, el constructor carretero y especulador de bolsa. Tal vez logre sensibilizarlo y ambos podrían regresar, de verdad, algo de lo que tomaron desde los años de Moncarrez, piensa. Por lo pronto, este sencillo plan crea la parsimonia que buscaba de manera desesperada, y su mente, poco a poco, reposa, ufana, ayudada por una bocanada del aire fresco que inhaló al abrir la gran ventana corrediza que da al balcón de su estudio.
Su visita a Guadalajara ha sido todo un éxito: tiene los permisos para construir otro hotel y constató que se encuentran totalmente ocupados los locales de la plaza comercial que recientemente abrió en Zapopan. Luego del ajetreo, ya en su vehículo, su respiración es relajada, su cuerpo se siente cansado, pero sin tensión. Lo visita un sopor avivado por el calor. Se deja seducir por la voz de Alberto Cortez, arrellanándose en el asiento del copiloto al tiempo que el aire acondicionado por fin toca sus mejillas. Empieza a pensar que su angustia de días atrás quizá se debió a la presión que recaía sobre sus hombros, sin embargo, no está del todo convencido, por lo que persiste en la necesidad de hacer esa reunión. Además, desde aquel día le envió un mensaje a Joaquín Alcalá y quedaron en encontrarse para hablar del tema, no podrá decir ahí que tal vez solo tenía ansiedad. Empieza a dormitar. Finalmente, es derrotado por Morfeo. Lo visita un sueño confuso, angustiante, sicarios han saltado las bardas perimetrales de su casa, él los ve venir por la ventana del comedor. Sabe que ellos lo observan ahí, parado, inerme en medio de esa habitación perfectamente iluminada. Se pierden en la espesura de la noche, se confunden con los árboles. Recuerda que su familia está durmiendo y se siente perdido, indefenso como un niño. Entonces despierta y le toma una par de segundos darse cuenta que sigue en la carretera, mientras se escucha: ¡gracias a la vida, que me ha dado tanto…! Se quedó un buen rato dormido ingeniero, le dice Dante, su chofer, y agrega: mire, no tarda en llover. Lázaro observa el cielo espeso, oscuro, totalmente cerrado. Las primeras gotas impactan contra el parabrisas. En unos segundos se encuentran en medio de una tormenta eléctrica. Aún no llegan a Aguascalientes y son ya las 6:12 de la tarde. A las 8 lo espera gente del ayuntamiento de Guadalupe en una cena. Le transmite su preocupación a Dante y el chofer se esmera en conducir lo mejor que puede dadas las circunstancias. La Porsche Cayenne es puesta a prueba. Es autopista, cierto, sin embargo, la lluvia no para, y de vez en cuando, al rebasar tráileres, sus llantas gigantes avientan litros de agua sobre el parabrisas de la camioneta, imposibilitando la visibilidad. En un rebase, Dante acelera para no coincidir, en el charco que atraviesa la carretera, con el Sentra negro que va a su lado derecho. Quiere evitar, a toda costa, ser salpicado, sin embargo, al tomar velocidad y pasar antes que el otro vehículo por el cuerpo de agua estancada, la camioneta, por unas milésimas de segundo, deja de tocar el piso y es aventada hacia el carril derecho, cerrándole el paso al Sentra, que se impacta en el eje trasero de la Porsche, haciendo que pierda el balance e inicie un trompo. Dante intenta mantener el vehículo en la carretera, pero su volantazo solo hace que el trompo se convierta en una volcadura a 150 kilómetros por hora. Ninguno de los dos llevaba cinturón de seguridad, dice el parte de la Guardia Nacional.
En un par de horas el percance ya es nota en las redes sociales zacatecanas: muere en accidente carretero el constructor Lázaro Escobar Velazco, el empresario más importante del estado. Lo acompañaba su chofer, quien también perdió la vida. En punto de las 10 de la noche, desde el estudio de su casa en la ciudad de México, Ramiro Moncarrez sube un video a su cuenta de Facebook. Se nota genuinamente triste, consternado. Su rostro en sí mismo es un funeral. Habla de los lazos personales que lo unían a su amigo, de sus cualidades, de su valía, de su generosidad. En tres minutos y medio todo el mundo constata la cercanía de ambos personajes. En el círculo rojo zacatecano es el tema de conversación al día siguiente, pero poco a poco, como todas, la nota se va apagando, y Lázaro es olvidado por la gente. No se necesitaron años ni meses ni semanas. Sin embargo, entre los hombres de poder, entre quienes conocieron a Lázaro en persona, en un par de meses se riega como pólvora un chisme: la fortuna del ingeniero se fragmentó, los prestanombres no piensan regresarle los bienes bajo su dominio a la familia. Cuando la información llega a los oídos de Joaquín Alcalá, irónico, comenta: y pensar que Lazarito se autonombraba el constructor de destinos. Al terminar su frase, dirige una mirada perdida hacia la duela de su oficina. En su rostro solo se dibuja una sonrisa sardónica. Afuera, mientras tanto, entre todos los cerros, se escucha la impasible vida de Zacatecas.
Mauricio Federico Del Real Navarro
_______________________________________________________________________
Zacatecas, Zacatecas, 1982. Doctor en Ciencias Sociales por el Colegio de México. Amante del estudio de los fenómenos sociales y su inclusión en el mundo literario. Poeta aficionado.