El Amor devora al amor

-Segunda parte-

Lorenzo es señalado en algunas ocasiones como el héroe del homenaje a José Agustín. Entre varios docentes que le son cercanos se corrió la voz del evidente enamoramiento de Norma Zabag. Los más íntimos le preguntaron si pasó algo entre ellos cuando dejaron la tertulia en la casa del Director. Algunos, hasta la fecha, siguen sin creer que Lorenzo solo la encaminó a su hotel. Otros más, en privado, han enfatizado, no sin amargura, que si Lorenzo en verdad hizo lo que les comentó, es un tremendo pendejo. Lo cierto es que con el paso de las semanas, y de estas convertidas en meses, el hombre se ha ido aislando emocionalmente de Daniela. Se encuentra atrapado en la rutina y en su amor por Carola, pero su novia es un ser que, sin saberlo, ha perdido su brillo y su chispa. El hombre no olvida lo que ella hizo por él desde esa primera conversación sobre Werther y Goethe, sin embargo, la llama poco a poco se extingue, o se petrifica. Ahora es Norma Zabag, o la idea de ella, la que está ahí, revoloteando, señalando lo insípido de la cotidianidad, empujando al pensamiento de Lorenzo para hacer permanentes e involuntarios ejercicios comparativos arbitrados por la idea del placer, de la sensación. Daniela se transforma de a poco en una intrusa, en una polizonte que mantiene un mundo ordenado, predecible, aletargado. Es la arquitecta de una vida en la que parece, al menos en la cabeza de Lorenzo, que todos los días son el mismo día, sin importar que cambien de nombre. En cada visita a Daniela, la única que captura el presente, que ilumina los instantes diluidos en el tic tac, es Carola. Su madre ahora carece de protagonismo, y poco a poco parece más un celador eterno y asfixiante para el confundido corazón del hombre, o mejor dicho, para su sufriente y desbalanceado cerebro.

Lorenzo comienza a buscar un escape, ¿de dónde? No sabe. ¿Hacia dónde? Tampoco sabe. Daniela es la culpable de un delito kafkiano, uno tal vez aún no tipificado en la mente de nadie, pero que en la de Lorenzo es la explicación más sencilla. En realidad ella ha notado la transformación del hombre, cómo los besos empezaron a ser más breves, y luego más fríos, hasta desaparecer casi por completo; cómo fueron desapareciendo las caricias, las miradas tiernas; cómo las pláticas introspectivas, terapéuticas, se convirtieron en rutinas histriónicas llenas de lugares comunes. La relación sigue la inercia de un amor que fue impulsado por una explosión cuyo impulso parece irse extinguiendo con la fricción de las puestas de sol y el cambio de las estaciones. Lorenzo empieza a pensar en la necesidad de otras mujeres, en dar el salto inhibido por su moralidad judeocristiana cuando Norma Zabag. Esos ojos verdes no lo abandonan, en realidad, de manera concreta, no lo abandona el deseo comunicado por las pupilas dilatadas de Norma aquella noche de viernes. El último año ha sido el espacio propicio para el crecimiento en su interior de un deseo que poco a poco se convierte en un ser autónomo alojado en su cerebro, en sus vísceras, en su sistema nervioso y en cada gota de su sangre. Esto hace que, en la soledad de su habitación, cada vez dedique más horas a husmear en las redes sociales de chicas vacuas cuya carta de presentación es su carne y la manera en que se regodean en un hedonismo sin límites, donde lo que importa es el instante de placer como punto primigenio del sentido de la existencia. No se da cuenta, pero poco a poco se va perdiendo a sí mismo, caminando hacia la orilla de un risco que lo separa del abismo de su mente. Las sesiones de su clase continúan, pero ahora es un maestro sin alma, mediocre. Su escritura poco a poco se ha convertido en una tortura para su mente, que está preparada solo para disfrutar y no para pensar demasiado. Cualquier esfuerzo, cualquier dolor, ahora debe ser evitado a toda costa. Su obsesión con el cuerpo, con el descubrimiento de los límites del placer, ahora es la pauta que concentra todos sus esfuerzos. Daniela sigue ahí, pero como un fantasma, como el ser que únicamente tiene el mérito de haber engendrado a Carola, a quien ama profundamente, con la ternura de un ser íntegro. La niña es ahora su única ancla a tierra, porque su madre es, lamentablemente, una especie de rémora. Los encuentros con ella, espaciados por semanas, son solo el trámite de una relación que debe seguir, pero representan una coreografía desabrida, una en la que, evidentemente, ninguno de los dos consigue lo que sus cuerpos demandan, pero es lo que hay y así lo asumen sin decir más, como en un acuerdo tácito.

En la Universidad, Lorenzo ha dejado de tener el recato demandado a todo docente, y observa, a veces con cierto descaro, el juvenil cuerpo de sus alumnas. Poco a poco incluso intelectualiza sobre la moral, sobre las ataduras sociales, sobre los límites impuestos, según él sin sentido alguno, a la búsqueda del placer. A veces fantasea con la negociación de calificaciones a cambio de favores sexuales: eso nunca lo voy a hacer, no puedo ser tan imbécil y tan bajo, se dice molesto consigo mismo, intentando acallar sus demonios. En otras ocasiones piensa que ojalá encuentre una Norma Zabag en otra Unidad Académica, así, con una caprichosa suerte que le indique un destino trazado para él por Baco. No volverá a titubear, ahora Daniela, cree él, no es un impedimento. A pesar de estos deseos transformados en pensamientos algo confusos e incompletos, llenos de construcciones de realidades alternas, Lorenzo sigue atado a principios que están tan dentro de él, que parecen infranqueables. Sabe que no puede enredarse con nadie en la Universidad, pero que además, realmente, no quiere otra relación. Lo tiene claro, él solo busca otros cuerpos, otros aromas, texturas, sabores. Daniela está ahí y no parece que quiera irse, lo cual es genial porque así no se irá de su vida Carola. La idea base es no cambiar nada. Por eso se limita a idealizar algo efímero, un encuentro casual, lleno de pasión, de placer, algo que lo queme por dentro, pero no otra vida.

Últimamente se ha centrado en una regla personal: en caso de materializar su fantasía, evitar a toda costa un puente emocional con la chica, por ello debe buscar un perfil parecido al de él, alguien que desee el fuego del instante, donde el anonimato predomine y, luego de explorar los límites del deseo, poder regresar, cada uno, a su lugar en el mundo, que deberá permanecer inalterado, con los segundos y minutos chapoteando en el incansable cauce del río de la cotidianidad. Pasan semanas y meses, mismos en los que olfatea como un sabueso la oportunidad. La indicada no aparece. El mundo de las redes le genera desconfianza y la casualidad parece en huelga permanente. La peligrosa combinación entre la libido y la desesperación, que ha traído como consecuencia un deterioro de su capacidad para concentrarse en los tópicos que antes eran esencia de su arte, de su hilado de palabras permanente, lo lleva a pensar en un remedio tabú: la prostitución. Ahí está la válvula para sacar toda esa energía-frustración acumulada por más de dos años. Existe desde los orígenes de la humanidad, es de los oficios primigenios, empleado por millones y millones de personas, reflexiona en una disputa interna que se pone seria, que le roba el aliento, pero no solo eso, también los días. Ha empezado a visitar sitios de internet donde se muestran chicas como pedacería humana, detallando sus medidas, su peso, altura, tez, color de ojos, idioma y su número telefónico, Twitter o Telegram. En algunas se adiciona además una descripción de sus servicios, abundando groseras faltas de ortografía, acaso una muestra del origen de las oferentes y sus intermediarios(as). Miedos justificados invaden su cabeza: enfermedades venéreas, un asalto, un cuerpo diferente al mostrado en los anuncios, una chica maleducada e insoportable, una chica con olor a sudor rancio y tabaco, etcétera. Él no se da cuenta, pero el hecho mismo de penetrar las realidades eróticas del bajo mundo femenil, lo alimenta de placer, aunque también de una necesidad en una espiral sin freno aparente. Poco a poco las visitas a estos sitios son más frecuentes y más prolongadas, hasta que una tarde, en los últimos instantes del sacrificio del sol en el horizonte, decide enviar un primer mensaje por WhatsApp, sumergido, agobiado por su adrenalina. A los minutos recibe una respuesta que no está redactada en el momento, sino, evidentemente, una que le es enviada a todos los potenciales clientes, iniciando con las palabras mágicas del submundo amoroso: hola bb, mi regalito consiste en… Su respiración se dificulta, su corazón late fuerte, como si estuviera a punto de contraer un compromiso que lo aterra y lo excita al mismo tiempo. Opta por borrar la conversación y se tranquiliza. Es su primer guiño a ese mundo tan retratado en las novelas policiacas.

Pasan algunos días, mismos en los que visita a Daniela, fiel a la gris costumbre tan arraigada ya, pero con la emoción no perecedera de ver qué sorpresas guarda Carola en esa mentecita suya tan rebosante de creatividad, lucidez y simpatía, y también en los que capotea su práctica como docente, previsible, aburrida, ahora cuasi eterna y llena de alumnos que percibe como indolentes y frívolos. Finalmente, como era de esperarse, vuelve un día de esos en los que toda la jornada siente la adrenalina a tope y una dopamina que no cesa, ocupando sus pensamientos en idealizar un encuentro sexual que percibe como ideal, donde sus problemas serán resueltos con un orgasmo dilatado, casi medicinal, y entonces él volverá a poseerse. Su mundo real se desvanece entre sus neuronas extasiadas, sobreestimuladas, agolpando pensamientos que no se sabe dónde empiezan y dónde terminan, pero que envían estímulos que desembocan en manos sudorosas, respiración entrecortada y una desesperación de baja intensidad pero continua y bastante incómoda. Entonces vuelve a los sitios web propicios para fantasear con un encuentro que lo rescate del hastío. Se topa con un cuerpo, el de una tal Sofía, que lo seduce como no le había sucedido hasta ahora, pero no solo eso, los servicios están escritos con buena ortografía y se asegura higiene, educación y pago en mano, sin depósitos previos. Pareciera una oferta diseñada expresamente para lo que sus fijaciones le demandan. Vuelve a escribir, y esta vez, recordando la respuesta de la ocasión anterior, se adelanta a preguntar cosas específicas, fingiendo experiencia en el asunto. A los pocos minutos observa su celular y en la pantalla está, ya, la ansiada respuesta: son 1,600 pesos la hora, y la chica se moverá hasta que Lorenzo proporcione el número de habitación del motel, de preferencia en El Dorado o La Escondida, ubicados en polos opuestos, uno a la salida a Aguascalientes; el otro, a la de Fresnillo. Decide esperar el cobijo de la noche para asegurar su anonimato. Antes de salir de casa, llama al número, y del otro lado, una voz masculina y asombrosamente cordial toma la iniciativa: hola, buenas noches, ¿en qué le puedo servir? Lorenzo finge experiencia nuevamente y sin perder tiempo, pregunta por Sofía. La voz modulada para transmitir calidez señala, desde algún punto de la ciudad, que la chica se encuentra disponible. Muy bien, me llevará unos veinte minutos llegar al motel El Dorado, ¿está bien? Para que lo tomen en cuenta y ella no se vaya a ocupar, señala el académico. No se preocupe, ahorita mismo le aviso. Cuando esté ahí, solo nos indica su número de habitación por WhatsApp, señala la voz. Mientras recorre el boulevard López Mateos y luego el López Portillo, piensa en que por fin hará algo que nadie aprobaría y que por ello nadie sabrá, pero que su mente y su cuerpo requieren luego de meditarlo prácticamente durante años, así que la maduración de la idea es la garantía de que no se trata de un capricho, sino de una necesidad hecha y derecha, por ello no hay lugar para remordimientos, solo para el disfrute de la ejecución de lo que le parece un plan maestro. Recuerda a Robert De Niro, en cómo una vez declaró, con un ego observable desde el último paraje de la vía láctea, que él seguramente pudo haber conocido prostitutas, pero que nunca había pagado por sexo, luego de que en su biografía fuera ligado con una red de prostitución de lujo. Pagar o no pagar, el gran tabú del sexo, el mercado de la carne tan viejo como la dopamina, y por lo tanto, como el cerebro mismo. Llega a la entrada del motel, y desde una bocina se le asigna una habitación, cuyo número, el 126, sale en una pantalla colocada en un pedestal a unos metros de la bocina, justo pasando la pluma amarilla de metal. El temor que provoca lo desconocido está sin duda en su cuerpo, aunque en pequeñas dosis. Se introduce al complejo y recorre su circuito hasta que observa el ciento veintiséis en la columna, casi en la esquina superior derecha de una blanca cortina de garage que, como una boca, se encuentra abierta, mostrando en su interior un iluminado cajón de estacionamiento. Ojalá no sea una boca de lobo, piensa Lorenzo, excitado por semejante atrevimiento, por la próxima consumación del sueño que tantas veces ha construido, pero al mismo tiempo, con la esperanza de que nada malo le suceda. En cuanto entra, desciende del auto y en el muro izquierdo encuentra el botón que cierra la cortina. Espera que nadie lo haya visto, sabe que en Zacatecas siempre encuentras a algún conocido. Luego se asegura de no dejar ni su celular ni su cartera al interior del vehículo, pero sobre todo, los anticonceptivos. Al entrar observa la habitación, donde sobresale una cama con base de piedra y colchas rayadas, que combinan con el tono durazno de las cortinas. Entonces, descubre las almohadas y decide hacer lo mismo con las sábanas. Todo está en orden. No siente la repugnancia que por algún momento temió experimentar. En seguida, como para estar completamente cómodo, va al baño y se percata de que también ha sido aseado recientemente. Es entonces que toma el celular y envía el mensaje: estoy en la habitación 126. Va para allá, no tarda, le contestan desde el otro lado. En su espera decide dejar sus pertenencias en el buró derecho, juntas, y planea acostarse justo de ese lado, de tal manera que la chica no sienta la tentación de tomarlas. Ordena la cama, dejando solo descubiertas las almohadas, y se dirige al espejo. Se asegura de estar peinado, de no tener sucia la nariz y de mostrar un semblante tranquilo. Tomó una ducha antes de irse, se lavó los dientes y se roció un poco de loción. Espera que la chica sea limpia también. Como pasan los minutos, varias veces toma aire, lo retiene unos segundos y lo suelta lentamente; está muy nervioso. Él siente que es su destino, que está ahí porque no había manera de evitarlo. En eso se encuentra, cuando tocan la pequeña ventana giratoria de despacho y aparece en ella un control de televisión. Sí, dígame, contesta Lorenzo. Son 350 pesos, por favor, le responde una voz de mujer. El hombre pone billetes y monedas y gira la ventana. Quédese con el cambio, señala. ¡Muchas gracias! Se escucha la voz que se aleja sobre unos pasos cansinos. Vuelve a girar la ventana, toma el control y lo deja en el buró junto a sus otras pertenencias para después sentarse en la cama, tratando de concentrarse en nada, de estabilizar sus signos vitales. Cuando está viéndose las palmas de las manos, cerciorándose de que no existen rastros de sudor, se escucha la cortina del garaje replegándose y luego bajando, nuevamente. Segundos después, tocan la puerta. ¡Adelante! Dice Lorenzo, sentado todavía en la cama, con sus dedos entrelazados mientras se encuentra un poco inclinado, con sus antebrazos descansando sobre sus muslos y su mirada fija en la puerta. Aparece una hermosa chica, sonriente, que en cuanto entra, tras de sí, cierra la puerta, y lo primero que hace es disculparse por la demora. Perdón, se me hizo un poco tarde. El profesor no sabe si es el cuerpo que vio, pero el rostro es propio de un ángel: tez morena clara, cabello negro, recogido, frente amplia, limpia, ojos redondos, cejas pobladas pero delineadas, nariz pequeña y fina, boca mediana, poseedora de carnosos y juveniles labios, además de unas mejillas redondas y ligeramente chapeteadas. La chica pone su bolso en un sofá café que está frente a la puerta, y se dirige a Lorenzo para saludarlo de beso. Su ropa no es extravagante, trae una blusa negra sin escote y unos leggings oscuros, con zapatos grises de piso. La chica es alta, él se percata de ello cuando se pone de pie para saludarla. Se trata de una mujer exuberante. Tiene el impulso de arrancarle la ropa, la desea profundamente y en su interior hay un instinto de dominación, de sometimiento absoluto de ese cuerpo escondido bajo la tela, sin embargo, su educación media y solo la observa. Entonces se acerca al buró, y de su cartera saca los 1,600. Toma, antes de comenzar. ¿Está bien? Ella cuenta el dinero, se dirige al sofá y lo mete en su bolso. Sí, está bien, muchas gracias, contesta. Luego se quita los zapatos del lado opuesto de la cama y se recuesta, entonces pregunta tímidamente, ¿cómo te gustaría hacerlo? Ella ve a un hombre de mediana edad bien parecido, pulcro, serio, fuera del promedio de sus clientes. Lorenzo se recuesta a su lado y le da un pequeño beso, luego él mismo, de rodillas en la cama, retira lentamente los leggings, descubriendo la piel tersa y firme de sus piernas. Hace lo mismo con la blusa, hasta obtener una vista esplendorosa de una ninfa en lencería negra. Ha sido mucho el tiempo en el que armó con detalle su fantasía, una muy simple, una donde hay deleite y ponderación de cada segundo, de cada hecho. Él mismo se desnuda, quedando en ropa interior. Así es que decide empezar el encuentro, el roce epidérmico, la degustación de formas, sabores, texturas, geografías, orografías. Las caderas más imponentes que jamás palpó, unos pechos soberbios, inexplicablemente al alcance de cualquiera que pueda pagarlos. Sofía es delicada, es sencilla y es entregada a su oficio. Se encarga de construir una fantasía donde hay confianza y amabilidad, donde se respira sensualidad pura. Lorenzo es vencido por la densidad de la historia misma de su ilusión, y el placer que buscaba es efímero hasta para él mismo. Fue más la tensión, la dopamina desbocada, la serotonina desnivelada. A ella no parece importarle, se recuesta a su lado, cara a cara, como si fueran verdaderos amantes. Se ven a los ojos, sin temor, con la seguridad de quienes saben que el mayor espacio de pudor ha sido horadado consensuadamente apenas un minuto atrás. Ella accede a la charla de buena gana, sin mirar el reloj, con la paciencia propia de una terapeuta. El interesado es Lorenzo, que hace las veces de reportero. Sofía le cuenta que sus padres se separaron cuando niña y que su madre la llevó a vivir a Torreón, donde hizo otra familia en la que ella no encajó más al llegar a la adolescencia, y por eso regresó a Zacatecas, a casa de sus abuelos. Durante unos años estuvo trabajando en APTIV como obrera, y ahí conoció a un tipo casado con el que tuvo un romance, pero él no dejó a su familia, a pesar de jurarle amor eterno. Tiempo después, en el comedor de las batas grises de la fábrica, conoció a una chica que le contó, de manera superficial, casi incidental, sobre el mundo de la prostitución. Luego de conocerse mejor, ya con mayor confianza, le confesó que ella tenía ese antiguo oficio como un segundo empleo, y la invitó a intentarlo, no sin antes informarle, persuasivamente, sobre el ingreso que se puede conseguir al mes. Sofía confiesa que no lo pensó y que terminó dejando su empleo formal. Lorenzo está conmovido y algo confundido. No sabe si todas las prostitutas son así de abiertas, pero empieza a construir una fantasía en la que Sofía, empujada al oficio por el desamparo y la pobreza, tal vez nunca había conocido a alguien como él. El tiempo termina, ella lo indica; él le agradece. Ambos se visten y se acicalan. Lorenzo está solo en su auto, regresando por el mismo boulevard hasta su casa. Tiene una sensación de soledad, de vacío. Todo fue rápido. El tiempo en todo momento jugó en contra. Él fue de visitante a una cancha en la que nunca había jugado. Piensa que pudo haberlo hecho mucho mejor, pero que la desesperación por tenerlo todo al mismo tiempo terminó saboteándolo ante aquel cuerpo que al final resultó una fortaleza inexpugnable. Al llegar a casa, eso sí, se ducha a conciencia, sin importar que pase de la 1 am. Luego, cansado, sin la tensión en su cuerpo, duerme como un bebé.

Al despertar, Lorenzo piensa en su travesía nocturna, lo logró, no siente culpa, pero tampoco se asume a sí mismo como el hombre de sus fantasías, el orgasmo panacea no llegó, por el contrario, sigue pensando que no fue su mejor noche, en fin… se dirige a la universidad, siente su cuello ligero, flexible, la tensión, por el momento, se ha ido, también sus ideas son más precisas, como si se disipara una neblina que se había apoderado últimamente de su cabeza. Su clase resulta fluida, filosa, su oratoria está aceitada y sus construcciones lógicas son robustas; las citas de autores vienen y van, entre saltos acrobáticos desde la teoría hasta la práctica y viceversa. Sus alumnos están atrapados, con ojos diletantes. Esta misma inspiración lo empuja hacia la casa de Daniela. Hoy tiene ese fuego interior que lo hace ser más amable y ocurrente con Carola, mientras que al ver los ojos de su novia no titubea, la culpa es para los indecisos y él, al parecer, la tenía muy clara. Tal vez ahora logre mejorar su relación. Todo transcurre sin tensión, como si nada hubiera pasado antes. Es hasta que llega a casa, con el peso de la soledad, que el cuerpo de Sofía empieza a escalar las murallas de su pensamiento. Esa soledad maldita, esa soledad que ha sido tan cruel con él, no deja de porfiar, y termina echando a perder un día que había sido entrañablemente estable. Logra salvar la noche visitando a Ibargüengoitia, dejándose agasajar por ese sentido del humor del escritor guanajuatense: el Ave Negra de la Revolución, Canalejo, jajaja, no cabe duda de que algunos están hechos para aderezar la vida de los demás por medio de la ironía de su interminable mala suerte, se dice, justo antes de dormir…

Al despertar, solo hay una idea en su cabeza: Sofía. Su falta de concentración nuevamente se hace presente, por lo que su clase vuelve a la mediocridad que la ha caracterizado desde hace tiempo y que empieza a difundirse de boca en boca. Al ir por Daniela y Carola, casi contra su voluntad, se apodera de su mente la idea de llevarlas a casa cuando apenas han partido a disfrutar la tarde. Así, con la presencia de su cuerpo pero la ausencia de su espíritu, se toman un café y la niña un smoothie. La conversación es pesada, somnolienta, impulsada más que otra cosa, por el compromiso. Al tomar el camino de regreso a casa, justo después de dejarlas, lo excita la idea de su libertad, de su soledad y de su poder para hacer lo que le venga en gana. Por un momento piensa en la posibilidad de contratar nuevamente a Sofía, pero logra detener su ímpetu y le basta con buscar sus fotografías en la red para recrear su estancia juntos. A ciencia cierta, no sabe si es la protagonista de tales imágenes, pero todo parece indicar que sí. De cualquier manera, en persona, es la mujer más sexy que ha conocido. Está en esos pensamientos cuando decide poner música. Canta Francisco Barrios “El Mastuerzo”: luna azul, con un blues quiero enamorarte…  luna espejo, un conejo que se ríe de mí…  automáticamente viaja a su adolescencia, y recuerda cuando, junto a Jorge, escuchó por primera vez a la HH Botellita de Jerez desde las escaleras de Santo Domingo. Esa voz que desde su adolescencia lo acompaña, ese color claro, suave, armonizado y con un buqué poético innegable, junto a la histriónica voz del finado Armando Vega Gil y la de quien sin discusión mejorara la banda: Santiago Ojeda. Siempre es como un momento de expiación, uno en que el espíritu deja su talante egótico para volar sin cargas, en el juego de palabras, en el doble sentido, en un humor tan mexicano que cuando se decide, tiene una alta dosis estética. Su alma vuelve a su centro, se aísla y se observa a sí misma hasta que descansa en la nada y atraviesa la noche. Pasan los días y Lorenzo sobrelleva su vida. Carola ya muda de dientes. La ventana abierta en su sonrisa lo iluminó, por ello le pidió a Daniela, expresamente, que no olvidara poner el incisivo central bajo la almohada por la noche y que, al despertar, se asegurara de que la niña obtuviera un buen billete. Él mismo se lo entregó a su novia. También conversó con colegas sobre la Universidad, sobre los eternos problemas presupuestarios y la presión permanente en el cumplimiento de sus prestaciones. Su escritura sigue descarrilada, como si se hubiera caído desde un desfiladero, como si se hubiera perdido para siempre. Esto le genera una frustración permanente; lo que antes le permitía sentir que el mundo era suyo, ahora le asegura que para él no hay mucho más en la vida literaria, y que está destinado a leer, releer, interpretar y reinterpretar a alguien más, a dar su vida porque los demás conozcan la voz de alguien que no es él, tal vez a buscar un gigante escondido en una cultura lejana o a un autor incipiente en el mundo occidental. La verdad nunca le ha interesado ser traductor de nadie, el fuego que crepita sus vísceras y las consume lentamente es el látigo que lo obliga a buscar una solución a su tremendo problema creativo. Al final, la impaciencia termina imponiéndose en el sinsentido hormonal que lo domina, y solo atina a huir, a correr nuevamente hacia la gravidez boscosa de Sofía. El mismo hombre amable y servicial lo atiende en el teléfono. Con él sigue el ritual apenas inaugurado la vez anterior. Nuevamente, desde la habitación del mismo motel, confirma. No da crédito a la belleza de Sofía, por lo que, a la expectativa de su llegada, comienza a pensar que tal vez no la vio bien, que sus nervios pudieron haberlo hecho presa de un engaño. La recuerda muy alta, con un cuerpo de ceiba, frondoso, inabarcable, imponente. La recuerda como un error en el espacio-tiempo, como un diamante escondido en el barro, como alguien que no debería ser lo que es ni estar donde está. Se escucha la cortina del estacionamiento, su adrenalina aumenta, entonces nuevamente tocan a la puerta, él solo contesta, con voz modulada, ¡adelante! Lo que siente en su estómago y en su sistema nervioso le da sentido a todo el vericueto. Ya había pensado, con aires de sabiduría, desde la filosofía de la confusión, que estos momentos son los que otorgan sentido a la vida humana. La puerta se abre y entra una chica que evidentemente no es Sofía. Saluda siguiendo el ritual de ella. Él atiende a la cortesía, pero inmediatamente pegunta: ¿y Sofía? Soy yo, contesta ella. Mira, no quiero ser grosero, pero ya he estado con ella y no eres tú. No lo tomes a mal pero la busco a ella. La chica se da cuenta de que el engaño es imposible en esta ocasión. ¿No quieres que esté yo contigo? Pregunta en un último intento. Lorenzo explica que todo lo hizo para verla a ella, a Sofía. Entonces la sustituta marca y explica la situación. Mira, me dicen que ahorita la mandan, pero llega como en unos cuarenta minutos, ¿está bien? Muy bien, contesta el profesor. ¿Te enamoraste de ella, verdad? Pregunta la chica con genuina curiosidad. Él en realidad no se había planteado el tema, hasta ese momento se había dejado llevar solo por una necesidad: la de verla, la de estar con ella, pero en cuanto escucha la pregunta, esta se convierte en una duda también para él mismo y, sin saberlo, en la semilla de una revelación. Su única convicción, de momento, es que desea su presencia otra vez. La prostituta hace tiempo en lo que llega su taxi, y le comparte que también de ella se enamoró un cliente, al que algunas veces ve fuera del trabajo. Un tipo casado que le da obsequios. Ella siente algo por él, pero hasta ahí. Al parecer tienen como código evitar el enamoramiento. Trabajo es trabajo. No pueden destruir su mercado. Asimismo, le confiesa que Sofía no les contestó y que por eso la enviaron a ella. Luego de quince minutos llega su taxi. La Sofía impostora, la sustituta, se despide con un beso en la mejilla y le desea la mejor de las suertes. Cuando la ve irse, Lorenzo descubre su belleza, que se había mantenido oculta por el hechizo de la mujer que no debe tardar en llegar. El tiempo pasa lentamente, pesadamente, por momentos el profesor piensa si no se habrá metido en problemas con la organización que administra los servicios de estas chicas. ¿Y si no viene Sofía y viene alguien más? Por un momento elucubra que mientras estaba envuelto en su indignación y estrés, la chica pudo haberle tomado una fotografía, pues agarró su celular de una manera en la que, por el ángulo, realmente pudo haberlo hecho, ya que él se encontraba sentado en la esquina de la cama y ella de pie, a unos metros, de frente. Los futuros catastróficos quieren apoderarse a toda costa de su juicio, esos que se construyen en segundos, pero su deseo de ver nuevamente a la mujer es más fuerte y termina impidiéndolo. Aunque por unos segundos le pasó por la cabeza irse, tiene decidido esperar hasta el final. Si llega, piensa, espera saber más de ella, extraer lo que se pueda de alguien que se dedica a vender una ilusión, interpretando a un personaje que está dispuesto a sumergirse en los cenotes de la sordidez para sobrevivir. Sus manos no dejan de sudar mientras vive a través de sus pensamientos. Para controlar su ritmo cardiaco, de vez en cuando toma aire y lo suelta lentamente. Debe estar tranquilo, especialmente si llega la chica. Ya no soy un niño, tranquilo, se dice susurrando, una y otra vez, ya no soy un niño… La cortina eléctrica nuevamente se escucha, y como si fuera el sujeto de un experimento conductista, su ritmo cardiaco se acelera y él atina a respirar despacio. Al tiempo que la cortina se cierra, ya no le tocan la puerta, sino que es abierta lentamente. Sofía primero asoma su rostro y saluda de manera tímida, luego entra. Es tal y como la recordaba Lorenzo, tal vez un poco más bella, pues aparece un poco ruborizada. Se acerca y le vuelve a dar un beso en la mejilla al académico, después deja su bolso en el sillón de la entrada. Huele ligeramente a tabaco y alcohol. Se disculpa, le cuenta que no les había contestado el teléfono, que estaba en casa de su hermano bebiendo cerveza y escuchando música, que ella pensó en no trabajar. Perdona, le dice Lorenzo, no importa, no te preocupes, ya estoy aquí, le responde ella, y entonces le comenta que le pasará su número telefónico personal para que, en caso de necesitarlo, la busque directamente. El hombre, sumergido en su mundo de fantasía, entiende esto como otro guiño de la chica, en quien observa, según él, un posible interés más allá de la tétrica transacción que están por consumar. Embebido en su soledad, se deja llevar nuevamente por la puesta en escena, tratando de hacer el amor y no de consumar, como él idealizó todos estos meses, un acto sexual salvaje y desbordado de deseo. Es la segunda vez que olvida la manera en que construyó durante mucho tiempo el idílico encuentro. Al parecer, su empeño y su creatividad están centrados en un solo objetivo: darle placer a Sofía, pero ella, a pesar de su generosidad devota al oficio, de algunos suspiros y modulaciones de su respiración, así como uno que otro beso aparentemente apasionado, no encuentra o, tal vez, ni siquiera busca, el camino al orgasmo. Lorenzo no se acongoja al terminar, inmediatamente justifica, para sí mismo, que ella está acostumbrada a cualquier manifestación erótica, y que tal vez hasta le toque trabajar con varios cuerpos al día, así que podría estar simplemente cansada. Entiende entonces que es momento de yacer ahí, frente a frente, él del lado derecho, ella sobre su costado izquierdo, justo como lo habían hecho el encuentro previo. Sin decir nada, se extravía unos segundos en los ojos de la sexoservidora con absoluto deleite, y solo desea saber su nombre real. Ante una insistencia que percibe como un interés noble, la mujer accede: Elizabeth es la palabra que sueltan sus labios, Elizabeth Castro. Ante tal acto de desnudez ya no física, sino del alma, ella también demanda un nombre y él lo pronuncia sin temor alguno: Lorenzo Navarro. La apertura de este candado mental, y por ende, el acceso a un espacio emocional más cercano, le permite a ella ser sincera y platicar por qué estaba bebiendo en casa de su hermano. Sus abuelos, personas frágiles y enfermas, se enteraron, a través de una prima de Elizabeth, que ella gana el dinero que les regala por medio de la prostitución. Los ancianos, cristianos devotos, avergonzados y con un profundo sentimiento de repulsión, la mandaron llamar solo para decirle, cara a cara, que jamás querían volver a verla, y sobre todo, que se alejara de todas las nietas. Sus abuelos son las personas que más quiere en el mundo, son su ancla a la realidad donde no es una mercancía, por eso ahora experimenta un profundo sentimiento de orfandad. Solo le queda su hermano, quien a pesar de enterarse también a causa de este incidente, no le dio la espalda. Su madre seguramente ya recibió la noticia, pero no se ha comunicado desde la indiferencia que media en la distancia hasta Torreón. De manera abrupta, ella interrumpe su relato y toma su celular. Solo estoy hablándole al taxi porque ya casi se cumple el tiempo, explica. El maldito tiempo, piensa Lorenzo, aprisiona, se lleva la felicidad luego de mostrárnosla y reírse de nosotros. Elizabeth todavía alcanza a confesar que está pagando una casita en Jardines de Sauceda, por lo que no puede dejar el oficio. No hay ningún trabajo que le dé lo que gana ahora. Por tanto, deberá cumplir la palabra empeñada ante sus indignados y extremadamente tristes abuelos: alejarse, prácticamente, de la familia. Lorenzo estira el brazo y toma su cartera del buró; saca los 1,600. Ten, perdón, se me había olvidado, le dice a la chica, quien se está vistiendo rápidamente. Ella toma el dinero y lo pone sobre la cama para terminar de abotonar la aletilla de su blusa. Al mismo tiempo, le pide a Lorenzo que tome su celular para que guarde su número personal. Él obedece, confundido entre tantas señales que su cerebro cree percibir de esta misteriosa mujer. Luego de dictarlo, Elizabeth agrega: así podrás buscarme directamente para no tener el problema del día de hoy. Además, se sincera, así no tengo que pagar. ¿A la persona del teléfono? Pregunta el académico. Sí, contesta ella. ¿Cuánto te quita? Insiste él. La mitad. Lorenzo se desconcierta, y en ese santiamén, ella agarra el dinero, se acerca a él, le regala un último beso, toma su bolso del sofá de la entrada y abandona la habitación. Solo se escucha una cortina de estacionamiento que hace la melodía en su subir y bajar mientras el ruido de un motor de auto sirve de base, como la armonía de un mundo que sigue su rumbo cual máquina productora de emociones. De nueva cuenta, la soledad se apodera del ambiente. Ese fantasma del que Lorenzo no puede escapar. Piensa en todos los que vivirán como él, metidos en habitaciones claustrofóbicas, diseñadas para rentar el amor, el mayor acto capitalista de la historia sin duda, concluye, mientras observa su rostro en el espejo del pequeño tocador, dándose cuenta de que sigue conociéndose, que el Lorenzo reflejado es un hombre en construcción permanente, para bien y para mal.

Mauricio Federico Del Real Navarro

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Zacatecas, Zacatecas, 1982. Doctor en Ciencias Sociales por el Colegio de México. Amante del estudio de los fenómenos sociales y su inclusión en el mundo literario. Poeta aficionado.

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