El Fénix de los jardines. Por Mauricio Del Real Navarro

Soñé que venía mi dama y me encontraba muerto

(extraño es que en sueños puede un muerto pensar).

Y tanta vida me inspiraba besándome en los labios

que renacía convertido en rey del mundo.

William Shakespeare

-Romeo y Julieta-

 

Ignacio López Rayón, la Rayón, la calle que fue asaltada por un acueducto, que en su pendiente caprichosa, cubriendo un milenario cerro, siente el dominio del imperio romano. Lo ve venir sobre las casas y desaparecer sobre las casas, en altos arcos que se entierran en techos y en los adoquines, como si fuera un gusano gigantesco hecho de cantera rosa. Ese acueducto sui generis por estar imbricado a los edificios de la ciudad, y que realza el altivo porte del hotel Quinta Real, donde quedó congelada en el tiempo la antigua Plaza de toros de San Pedro, cruza también la avenida Jesús González Ortega, hasta fundirse en las entrañas del Parque General Enrique Estrada o, como es conocido por la gente, el Parque Sierra de Álica, embrujo natural que representa la semilla y un sagrado alimento del amor citadino, contagiando con los hilillos de su verde césped a las parejas que buscan un refugio donde su fascinación se cueza a fuego lento. La Rayón y el Sierra de Álica, el Sierra de Álica y la Rayón, unidos por la vitalidad del acueducto. Justo por la pequeña arteria que los une en la circulación de autos y transeúntes, el callejón del Triunfo, viene caminando Rómulo Castorena, un chico de dieciocho años, preparatoriano del programa 1 de la UAZ. Se citó con su novia Areli Dávila en la fuente danzarina que emerge en el centro del vergel. Cuando está a punto de entrar por el pasillo más amplio del parque, el que conduce directo a la fuente, levanta la vista buscando a su amada. Jamás lo hubiera hecho. Diez pasos más viéndose los zapatos y no hubiera sentido su corazón estremecerse; desangrarse en una intensa implosión dentro de su pecho. Son Areli y Jaime, su primo hermano, fundidos en un tierno beso llegado a su desenlace. Alcanza a ver cómo se despegan sus labios y cómo Jaime le regala una devota mirada a la bella chica, mientras le acaricia, con la palma de la mano derecha, la mejilla izquierda. Desde ahí, desde ese pasillo, se observan casi de perfil, gracias a la curvatura del sendero que corre a mano izquierda, rodeando a la fuente. No tuvieron la suerte de que los ocultara la noche: son las 5:52 de la tarde. Todo transcurre rápido, era la parte final de su despedida, pero para Rómulo, el dolor es largo y profundo, es una daga que viajó por el aire a la velocidad de la luz, incrustándose en su piel y, con sadismo, se regodea en su inmersión, penetrando con saña en su pecho, lentamente, dolorosamente, como si además tuviera algún tipo de veneno que comienza a extenderse por su cuerpo. En su aturdimiento, observa la caminata de Jaime, quien se aleja rumbo al kiosco. Al posar nuevamente sus ojos sobre Areli, constata que ella no pierde de vista al primo, hipnotizada, con la mano en la mejilla que antes había sido acariciada y un movimiento nervioso de sus piernas, delatando toda la emoción contenida en sus entrañas. El amor de Rómulo es tan grande que lo invade, más que la ira, una tremenda tristeza, noqueadora, por lo que prefiere regresar sobre sus pasos, casi a tumbos, dejando atrás las decenas de árboles iluminados a causa de las fiestas decembrinas. Su magia, su brillo parpadeante, intermitente, piensa él, será la maldición que desde ahora llevará cargando en su espalda cada vez que vuelva el fin de año. Esa tarde-noche no contestará los mensajes premeditados y teatrales de Areli, quien creyéndose impune, se atreve a reclamar la osadía de haber sido plantada. Será hasta el otro día que la chica sepa la verdad: fue ella quien decidió el fin de la relación con su vulgar manera de conducirse, rebosante de cálculo y liviandad. Fue ella quien también provocó que Rómulo y Jaime vayan a ser enemigos de por vida, sin importar que el primero haya sido el maestro del segundo en muchas artes del bienvivir, como el gusto por la literatura y la buena música; sin importar que en un pasado cercanísimo hayan sido, incluso, los hermanos que ninguno tuvo. ¿Por qué Rómulo no llegó tarde como buen zacatecano? ¿Por qué no respetó, por lo menos, el horario de la cita? A las seis de la tarde le había dicho Areli, pero en sus ansias por verla llevó su castigo.

 

Un día de abril, soleado, con los pájaros trinando mientras se posan, hambrientos, en las ramas del chabacano de la acera de enfrente, José Castorena, el padre de Rómulo, se encuentra en la cocina sirviéndose un vaso con agua. Los sonidos de las aves lo van sedando, tratando de olvidar la tensión que le acaba de provocar esa llamada telefónica. Habrá recorte de personal en la cervecera, es un secreto a voces que él está entre la gente cuyos puestos serán sustituidos por brazos robóticos que no hacen huelgas, no tienen hambre ni cansancio ni son tan estúpidos como para sufrir accidentes de trabajo. La angustia lo invade. No es oficial, pero es cuestión de tiempo, un amigo a nivel ejecutivo le acaba de avisar. La tranquilidad en la que se había refugiado, creyéndose intocable, sintiéndose como un hermano de todos en la organización, se ha esfumado, quedando la triste realidad: es solo un organismo vivo cuya funcionalidad se agotó dentro de los sangrientos engranajes del capital. Su hombría, incluso, es puesta a prueba, ya no será nadie, no será nada, por lo menos en los meses venideros, en los que su angustia lo empiece a corroer y su carácter inseguro lo traicione una y otra vez hasta terminar destrozando a su familia. Hoy es el comienzo del energúmeno. Rómulo entra a la cocina con la mochila al hombro, cansado de la caminata desde la escuela. Es un niño de trece años, inseguro, regordete, con un ralo bigotillo sobre el arco de cupido. Sin pensarlo, sin saber lo que podría provocar, deja bruscamente la mochila sobre la mesa de madera, acción que gracias al estruendo, enerva al padre, quien al instante gira para observarlo y, sin tacto, ordena: ¡Deja la puta mochila en su lugar, para eso tienes tu cuarto! El niño siente la adrenalina recorrer su cuerpo; venía desarmado, agotado, ahora su organismo lo ha puesto alerta. El enojo de su padre le fue contagiado en un instante a través de sus oídos. Entonces toma bruscamente la mochila y la azota contra el suelo, cerca del umbral, diciendo con sus gestos y su actitud, lo que su boca no se atreve a pronunciar por no ser tan irreflexiva aún. José siente por primera vez el reto de su hijo, y su mente enmarañada con su corazón concluye que justo hoy todo está en su contra como si se tratara de ponerlo a prueba como hombre. ¡Levanta la pinche mochila y súbela a tu cuarto! Rómulo, temerario, adopta una actitud retadora, y haciendo como que no escucha, toma un vaso del escurridor y se sirve agua, disipando, en un breve sueño, el rostro enrojecido de su padre mientras tararea la melodía de su caricatura favorita. Apenas han pasado un par de segundos cuando siente en su bíceps derecho un fuerte apretón; acto seguido, el vaso se le suelta y estalla contra el piso. Así, sujeto, es obligado a recoger la mochila y jaloneado hasta el primer peldaño de las escaleras. ¡Aquí vas a hacer lo que yo diga! ¡Si digo ve al puto cuarto a dejar esa pinche mochila lo vas a hacer! El terror invade el corazón de Rómulo y no puede contener las lágrimas. Solo le queda subir corriendo mientras sus pensamientos están en medio de una negra tormenta. Ahora busca el refugio de su habitación ante ese violento ser que desconoce. Cierra la puerta y no volverá a salir hasta entrada la noche. No importará que Melissa, su madre, intente hablar con él al llegar del trabajo, en el transcurso de la tarde.

 

Son las siete menos diez de una noche incipiente. Han pasado tres días desde que Rómulo atestiguara la traición fraguada entre su novia y su primo. Han sido un par de noches endemoniadas, con sensaciones de asfixia en el ambiente; envuelto en sábanas sudorosas que pesan kilos, que lo aprisionan como si fueran su sepulcro, en el espesor de la siniestra oscuridad que trae fantasmas del pasado, decididos a asegurar su vigilia, a revivir un mundo que no existe más, desfigurado por la traición de los recuerdos siempre manipulados por las sustancias que juguetean con el cerebro. Su cuerpo está cansado, y de manera proporcional, está tenso. Su juicio se encuentra entre la bruma, pero él no lo sabe. Su corazón le pide que termine de una vez por todas con el sufrimiento, pero no da pistas de cómo hacerlo, solo lo empujó hasta la entrada de la casa de Jaime, en el recoveco del callejón de Los Pericos, a una cuadra de la avenida Rayón. Está ahí, con su cigarrillo entre los dedos algo temblorosos, pretendiendo encontrar un bálsamo que lo único que logra, realmente, es ponerlo más nervioso. No hace más que pensar en ese beso y esa caricia, pero lo que más lo lastima, es pensar también en el lenguaje corporal de Areli cuando Jaime se alejaba. Fue una declaración de amor inobjetable; el hechizo del enamoramiento brotando por sus poros. Jaime aparece por la esquina, camina entretenido en su celular y ausente a causa de sus audífonos. El olor a tabaco quemado lo alcanza a dos casas de distancia. Levanta la mirada y solo ve una negra silueta manipulando una incandescente bachicha que, repentinamente, rebota en el suelo. De la penumbra brota Rómulo como una gota oscura. Jaime se detiene; por la tenue luz que baña una parte de su cabello, lo identifica. Obviamente sabía que este momento iba a llegar, aunque no esperaba que fuera ahí, justo afuera de su casa, donde su madre puede escucharlos. Se quita los audífonos y guarda el celular en uno de los bolsillos traseros de sus jeans. No puede ocultar la tensión en su rostro; sus ojos reflejan angustia, nunca se está preparado para momentos así. Rómulo recorre, lentamente, los escasos metros que los separan. No empuña las manos, no parece tener la prisa de un agresor. Cuando se alcanza a distinguir plenamente su faz, brillan los hilillos de sus lágrimas escurridas en ambas mejillas. Solo dime, ¿por qué me hiciste esto? ¿Por qué a mí? ¿Por qué tenía que ser con Areli? Jaime siente el veneno de la culpa expandiéndose por su cuerpo. El punto de partida fue el estómago. Su suerte está echada, inició otro derrotero en su vida en este momento. No sabe qué decir, solo aprieta los labios y sus ojos se enrojecen. Empieza a temblar. ¡Estás muerto para mí! ¡Escúchalo cabrón, estás muerto para mí! ¡Jamás te me vuelvas a acercar! Las palabras rebotan con fuerza en las paredes del callejón, elevándose por el éter de la noche incipiente. Jaime está congelado, no sabe qué hacer. Rómulo, una vez liberado de la furia que reclamaba libertad en sus palabras, solo camina rápidamente y, con un leve choque hombro con hombro, se despide para siempre de Jaime, doblando la esquina y dejando a la nada como estela. En su soledad, en su aturdimiento fuera de casa, el primo no sabe que su aventura será solo eso, un instante cautivador pero en la misma proporción, vacío para su existencia. Areli y él tomarán distintos y lejanos caminos, saludándose, fríamente, si acaso en alguna ocasión en la que, luego de algunos años, coincidan en el pasillo al baño de un bar. Si existe el destino, el papel de Jaime en la historia fue asegurarse que Rómulo eligiera mejor. Su intrépida movida, su cuento de amor, solo será uno más de toda una historia de engaños que la soledad e inseguridad consiguen en muchos seres humanos propicios, en individuos rotos por dentro, en corazones que sufren de abandono.

 

Los aullidos retumban en su cabeza como una danza de muerte. En su sueño ve venir a los lobos colina abajo, agrupados, son doce o trece. El terror se apodera de su mente. Cuando los colmilludos carnívoros van corriendo colina arriba, en pos de él, Rómulo se despierta y en un par de segundos distingue los gritos de sus padres. Es un escándalo, seguro algún vecino se habrá percatado. Rápidamente reacciona tras la alteración de su cuerpo trasladada del mundo onírico al real. Se ve bajando los escalones de dos en dos, descalzo. En la cocina, su mamá llora sentada en una silla. Tiene inflamada la mejilla y se aprieta con una servilleta ensangrentada la nariz. La rabia de Rómulo nace en un impulso irrefrenable desde sus vísceras, no puede creer lo que ve. Su cuerpo está en modo defensivo, tiene las manos fuertemente empuñadas y calcula la distancia. ¿Qué hiciste hijo de tu puta madre? Le dice a su padre. ¡Te voy a matar pendejo! ¡Pinche maricón! Acto seguido, se abalanza sobre José y le asesta un golpe en el pecho. Es tan solo un adolescente de catorce años y su masa corporal no se acerca a la de su padre, quien lo maniata y logra rodearle el cuello, atorándolo en el hueco del doblez entre el antebrazo y el bíceps. Así, atrapado, con su padre a sus espaldas y su madre ahora de pie pidiéndole a José que suelte a su hijo, Rómulo escucha aquellas palabras que pulverizarán el mundo que conocía hasta ese día. Tu mamá es una liviana, es una putita malagradecida. Pregúntale a ella qué pasó, dile que te diga la verdad. Melissa solo llora y grita que deje en paz a su hijo, que él no tiene la culpa. José, con la respiración agitada, avienta a Rómulo hacia su madre y sale de la cocina, pero al dar un par de pasos, la correa de su ira finalmente se rompe por el desamor y vuelve amenazante, con el índice levantado, señalándolos a ambos: ¡Tú no eres mi hijo! ¡Arréglate con tu mamá, yo hice lo que pude!  ¡Quiero el divorcio pendeja! Las palabras vuelan llenas de un ácido que penetra en su trompa de eustaquio y quema su garganta, sus pulmones, su alma. Esa conexión entre corazón y cerebro es trastocada de una manera imprevisible y feroz. Hay marcas que nunca se quitan. Hoy para Rómulo acaba de llegar una de las más grandes que tendrá en toda su vida. Terminará sabiendo que José conoció a su madre cuando Rómulo tenía meses de nacido, que en ese momento era un joven abogado que daba orientación jurídica en un refugio para mujeres y que ahí, sumergidos en la vulnerabilidad de Melissa, se enamoraron. Su madre le confesará que ella nunca logró amarlo plenamente, que siempre tuvo el pensamiento de haberlo escogido empujada por las circunstancias, y fue esa sensación de sufrir un yugo del destino lo que la empujó a la traición, al deseo de libertad aunque fuera por momentos. En realidad ella no sabe cómo amar a una pareja, el único amor que ha conocido es el que siente por su hijo. El ser una chica con un padre migrante que la abandonó; el tener una madre con una moral relajada, a causa de su propia historia de dolor y, el contar con unas raíces carcomidas por la duda, le generó, desde hace muchos años, un mecanismo de defensa contra el amor. La traición ya venía en su familia. Esta idea siempre se ha apoderado de su mente en los momentos de flaqueza. Siempre ha pensado que su ineludible destino es traicionar.

 

Tener en sus manos Estas Ruinas Que Ves, de Jorge Ibargüengoitia, lo hace sentir bien. La espera para poder hacerlo se había prolongado demasiado. Su mente hace que siempre termine gastando más de lo que debiera. Si tan solo le gustara leer los archivos PDF que le comparten sus amigos, pero él tiene el fetiche del libro, ama el olor del plástico que lo envuelve y de las hojas inmaculadas, vírgenes. Los libros son su terapia. Tiene muchos sin leer, apilados, como pastillas que aguardan para ser consumidas cuando su soledad, más bien, cuando su desesperación, se lo pida. Ya no tiene la intención de memorizar citas. Hace tiempo lo superó. Ya tampoco añora repetir nombres para sentirse encumbrado frente a sus amigos. Le parece idiota la gente que no sabe pensar por sí misma y busca aprobación mediante la ocurrencia de tal o cual autor. Tanto así lo afectó ese diálogo entre Will Hunting y el estudiante de Harvard en la película estelarizada por Matt Damon. Tanta gente buscando atajos en su pensamiento a partir del pensamiento de los demás, qué patético, piensa. Su precocidad intelectual lo hace parecer, en ocasiones, un viejo medio sabio, sin importar que aún le falte tanto por vivir; sin importar que miles de errores esperen en la gaveta de su futuro. Rómulo sale de la librería Universal al encuentro de la Avenida Hidalgo. Ya se fue diciembre. El aire helado de enero se siente en sus jeans, que parecieran estar mojados. Al menos eso piensa la epidermis de sus muslos. Camina a su derecha, al encuentro del cruce con la Avenida Juárez. Ahí en la esquina, mientras espera su turno para alcanzar la acera de enfrente, recuerda la vez que se quedó encerrado en el elevador de la Plaza Juárez siendo un niño. A su mente vuelven imágenes en trozos: un gran cristal como muro; la vista hacia el patio central de la plaza desde las alturas; una madre caminando mientras sujeta a su pequeño hijo por su manita. En un instante, vuelve a sentir desesperación, la idea de que la vida se había estacionado ahí para siempre, observando la paz de los demás desde su soledad eterna. Era muy pequeño y recuerda bien que pateaba, con desesperación y en medio del llanto, ese cristal, buscando que alguien lo viera o lo escuchara, pero era más fuerte que él. Solo bastó que llamaran al elevador para darse cuenta, por primera vez, que la desesperación y el terror te llevan a mundos alternos donde espera un abismo, y que cuando vuelves del trance, todo está ahí, tal y como lo dejaste, aguardando por el fin de esas ridículas alucinaciones. Su mente regresa al presente. El hombrecillo electrónico de color verde le indica que puede pasar. Mientras lo hace, voltea en dirección a la Alameda, hacia la calle Torreón, hacia el Jardín de la Madre. Piensa que sus ojos son una cámara en movimiento sobre un riel y que lo observado, mientras siente el impacto del adoquín en sus plantas, sería una bella toma para una película costumbrista. Cuando está por alcanzar la banqueta que escala la pendiente de la González Ortega, ve cómo un tipo salta a la calle para entrar en acción con una bola de cristal que le corre por los brazos y el dorso de ambas manos. La sorpresa se va como una gota en el desagüe y sigue su camino. Pasa de largo, impertérrito, los aparadores de Aldo Conti. Unos metros adelante la gente se arremolina para poder subir al Ruta 4, que ya viejo y cansado, escupe un humo negro y pestilente por su escape sonajiento. Sin darle mucha importancia, sigue su camino, pasando entre la gente, con su mochila al hombro, donde aguarda, apretujado, su libro. Enseguida está el Ruta 1, blanco y azul. Alguien arrancó una parte de la calcomanía de la R, ahora dice Puta 1. Una ironía de la calle, de las clases populares que tienen sus pequeños dejos de revuelta en detalles microscópicos que buscan alterar el orden social que les tocó vivir. La ironía es comprendida como tal por Rómulo, que esboza una sonrisa y sigue su camino a casa. Él mismo es barrio. Él mismo aborrece muchas cosas y guarda rencores aún no manifiestos en sus acciones, pero listos para presentarse al mundo en cualquier momento. Al pasar por la Dulce Obsession y ver, en su desplazamiento, el pastel individual de moka descansando en el estante de la vitrina fría, como por arte de magia, aparece en su mente Areli, sonriendo, emocionada, justo antes de probar un bocado. Es su pastel favorito. La melancolía se posa en su corazón. Ese insistente mosquito que no se va del todo en estas semanas. Es entonces que decide no ir a casa y cruza Enrique Estrada. Camina por la banqueta que bordea al Parque Sierra de Álica. Se escabulle por debajo del acueducto, que en su tranco ve cómo lo traspasan los transeúntes. Es buena hora, los rayos del sol se cuelan entre las hojas que penden de los árboles. Los jardines despiden feromonas, que danzan y vuelan entre los enamorados, quienes conversan al cobijo de los árboles, se abrazan o se funden en un beso, recostados en el fresco pasto o sentados en alguna de las bancas apostadas como testigos de la fuente danzarina, que poco a poco va muriendo conforme se aleja de los intereses de las autoridades municipales. Rómulo se para donde vio aquel beso que lo ha marcado por dentro. Siente cómo se estremece su cuerpo al compás del erizamiento de sus brazos. No había estado ahí desde aquella ocasión, hace ya más de un mes. Hoy no estaba planeado, la tristeza lo empujó a ese lugar como una especie de afrenta: o vives o mueres, pero no puedes estar paseándote en esta vida como un fantasma, le dice desde su corazón. Decide ir a sentarse a la única banca vacía. Parece que comprende el mensaje de su alma: debe estar ahí, dialogar consigo mismo, abrazarse, dejar ir y entonces seguir su camino. Piensa en la existencia, en su sentido. Piensa en la materia de los sentimientos. Se maravilla, desde su ensimismamiento, de la complejidad del cerebro humano, que solo apela a otorgar sentido y a producir complejas emociones. Piensa que el parque no es piedra, madera, tierra, hojas y césped, el parque es paz, el parque es belleza, es melodía. Observa el acueducto, no es cantera rosa, no son arcos caprichosos sobre una bella calle adoquinada y elegante, es identidad, seguridad, su casa. Ve a las parejas que se miman en los jardines; no son caricias, no son besos, no son libido, son amor, son felicidad. Entonces regresa a su corazón y se piensa como emoción. No es Rómulo, no es siquiera un hombre. Se piensa como una gota del amor, de la alegría y de la tristeza en el océano de Dios. Él debe vivir para experimentar sus emociones, no importa “tener”, se dice a sí mismo, importa sentir el viaje, importa sembrar pasión en el mundo, importa jamás claudicar y ser solo un ser humano, así tal cual, hecho y derecho, con razón y emoción en constante pugna. Saca sus audífonos de la mochila, decide estar ahí un rato más. Siente que un peso se le ha ido de encima y planea dejarse acurrucar por el ambiente del parque. Comienza a observar, sentado en la posición de loto, el movimiento rítmico del follaje. Al poner Play, suena Watching the wheels, de John Lennon. No recordaba que tenía la canción, hacía meses no usaba los audífonos abandonados ahí, en el fondo de la mochila. La melodía parece un abrazo desde el cielo, una sencilla lección que se sintetiza en un “sigue, todo está bien, todo pasa”. Su corazón está encendido nuevamente. Si pudiera verlo por dentro, se daría cuenta que emite una luz cegadora que calienta todo su cuerpo. Cuando termina el tema, inmediatamente, empieza un sonido de cuerdas de un teclado que simula una marcha que se aleja, poco a poco, hasta que luego de un silencio, viene un limpísimo redoble de tarola y se escuchan con energía los primero acordes de un piano eléctrico, después endulza sus oídos una voz aterciopelada, apasionada, que dice: ven a mí, con tu dulce luz, alma de diamante… La energía fluye por sus venas, las ganas de vivir salen por sus poros; sus brazos se erizan nuevamente de alegría. La voz de Spinetta, esa canción de Spinetta, venida de la nada a sus oídos, es la voz de un ser divino que le dice desde su observación eterna del universo: sigue tu camino, hijo. Sus emociones son extremas, siente una liberación plena, sus ojos están enrojecidos, no puede evitar que una lágrima corra, a pesar de su vergüenza, por su mejilla izquierda. Rápidamente se limpia al agachar su rostro, esperando no haber sido visto, pero es demasiado tarde. Apenas levanta la mirada y una chica está parada frente a él. Sus ojos tienen un brillo pueril, su sonrisa no conoce la malicia. Envuelto en su sorpresa, Rómulo se quita tímidamente los audífonos. Hola, te he estado viendo desde allá, y el índice de la blanca y suave mano señala, como una reproducción de La Creación de Adán, uno de los jardines en la pendiente del parque. Me llamó la atención que parecías triste al llegar. Entonces pensé que habías elegido un gran lugar para curarte. No creas que te stalkeé, y se interrumpe a sí misma con una carcajada… seguí en lo mío, leyendo mi libro, pero pensé en pasar a saludar antes de irme porque me diste una muy buena idea para un poema, así que era lo justo. La chica muestra una amabilidad genuina, y su presencia es la inyección de energía que a Rómulo aún le faltaba, por lo que, tratando de disimular su emoción extrema de unos segundos atrás, le agradece, le comenta que el parque es medicina para el alma, y no pierde la oportunidad de preguntarle qué es lo que está leyendo. Ella contesta: Estas ruinas que ves, y antes de que ella continúe, él la interrumpe diciendo: de Jorge Ibargüengoitia. ¡Sí! ¿Ya lo leíste? Pregunta ella con una visible emoción. Entonces Rómulo saca el libro de su mochila y lo sostiene frente a ella, aún preso en su plástico. Ambos se ríen. ¿Cómo te llamas? Pregunta. Laisha. Yo soy Rómulo, mucho gusto, y le extiende la mano, a lo que ella responde rápidamente con un sutil apretón. Mira, tengo que irme, voy a una lectura de poesía, ¿te gustaría ir? Le dice ella con total desenfado. Rómulo la siente tan afable, transparente y llena de energía que no duda en ponerse de pie y sin decir nada, comenzar a caminar a su lado, justo por el sendero donde había sentido, un mes antes, cómo se fragmentaba en mil pedazos un corazón que ahora renace con el Fénix de los jardines. Los chicos se empequeñecen conforme se alejan, cuesta abajo, por la González Ortega. Son visibles los manoteos y carcajadas producto de su amena charla. Por momentos, incluso, ocupan toda la banqueta, al compás de un discontinuo ritmo en sus pasos, que los llevan a un futuro que promete en el vórtice de una ciudad rosada, laberíntica y propicia para un par de almas huérfanas que por fin se han encontrado.

 

 

 

Mauricio F. Del Real Navarro

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Zacatecas, Zacatecas, 1982. Doctor en Ciencias Sociales por el Colegio de México. Amante del estudio de los fenómenos sociales y su inclusión en el mundo literario. Poeta aficionado.

 

 

 

 

 

 

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