Mexicapán. Por Mauricio Del Real Navarro

Mexicapán

 

Sométanse, pues, a Dios; resistan al diablo

 y huirá de ustedes; acérquense a Dios y

él se acercará a ustedes.

Sant 4:7-8

 

Su voz retumba de columna en columna, en los pisos de mármol y en la cúpula central. Es una fuerza que flota, en ondas, sobre todas las bancas de la catedral, como si viniera de algún recinto escondido entre las nubes o, por el contrario, de una profunda y oscura cripta. Algunos dormitan, otros duermen con los ojos bien abiertos y sus pensamientos viajeros se posan en jardines de sueños muy lejos del templo, mientras que otros tantos, entre ellos Gabriel, Clara, Efraín y Rosa, asimilan cada palabra, el acompañamiento gestual del cura y la severidad en los matices de su voz. ¡El Diablo está suelto! ¡Ojo! ¡Pongan atención! ¡Paren bien las orejas a lo que les voy a decir! Señala levantando el dedo índice de su mano izquierda mientras sostiene el micrófono con la derecha, y continúa: el tiempo del Diablo es cuando nadie cree en él. Es su hora, es su momento. El Diablo es el olvido, empezando por el olvido de uno mismo. Es el hijo matando a sus padres, o abandonándolos a su suerte cuando la vejez los alcanza; el amigo traicionando al amigo; el muchacho ejecutando a padres e hijos frente a todo el mundo; el violador tomando el cuerpo violentado de una chica inerme, y puedo seguir. ¡Se trata del Diablo! ¡Piénsenlo! Pero nadie lo quiere ver, nadie piensa ya en ello. Es mejor creer en lo que dicen los astros, en las formas de la borra del café o en las energías del universo. Su apasionada homilía resuena, con cada palabra, en el temeroso pensamiento de los que sí están ahí viviendo una experiencia de fe. Al momento que dice: ¡de pie! Se siente un silencio tenso, de unos segundos, a lo largo y ancho del templo. Sigue el rito, pasan algunos minutos y, finalmente, el sacerdote da la bendición, desea una maravillosa noche y la gente empieza a abandonar, en su crujir, las bancas de madera.

 

Al salir por la puerta principal, al pie de la fachada churrigueresca que da a la Avenida Hidalgo, en pleno bullicio de turistas y lugareños que disfrutan de las últimas horas del domingo, Clara, mirando hacia su izquierda, sugiere cruzar hacia la Acrópolis para tomar un café. Rosa toma la mano de Efraín y mientras lo ve a los ojos, dice: ¡Sí, vamos! ¡Se antoja un panecito! Gabriel, por su parte, sigue pensativo, ensimismado. Los cuatro chicos cruzan la calle Candelario Huízar para penetrar, por la puerta de cristal, al restaurante tapizado de pinturas. Apenas entran, una amable chica les ofrece un gabinete amplio junto al transparente ventanal que presume el costado derecho de la catedral. Los cuatro jóvenes se sientan por parejas, frente a frente, Rosa y Efraín, Clara y Gabriel. Son un caso extrañísimo, casi improbable para estos tiempos. Todos se conocieron en la licenciatura en filosofía, hasta ahí todo normal, la peculiaridad realmente es que todos son católicos. Su sentimiento de minoría los hizo generar una estrecha amistad, resultando dos parejas que además son casi inseparables. Eso sí, poco a poco, el bombardeo intelectual ha ido generando fracturas en su coraza espiritual, al grado que el día de hoy acudieron al templo, luego de meses sin asistir, a raíz de la convocatoria de Gabriel, quien desde días previos ha sobrellevado algunos problemas existenciales que lo condujeron a la necesidad de encontrarse a sí mismo en las palabras de la Biblia y en la oración. La intensa homilía, por lo tanto, los ha tomado por sorpresa, porque se trata de un serio reto no solo teológico, sino también ontológico. El Diablo, Satanás, Lucifer, el adversario, el que con sus huestes busca conquistar el mundo de Dios. Por ello, a pesar de que Rosa, mundanamente, se encuentra ensimismada en su taza de aromático café y su esponjosa concha de chocolate, poniendo el ejemplo de la forma de disfrutar los deleites de la tierra, Gabriel no ha podido conectarse con el mundo que lo rodea desde hace unos minutos. Clara lo nota. ¿Qué tienes? ¿Por qué has estado tan serio desde que salimos de misa? Su problema es su pérdida de fe, hemos ido olvidando las historias que nos contaron nuestros papás y los maestros de catecismo, ironiza Efraín. La verdad me pegó lo que dijo el padre, creí que a ustedes también les había pasado, sentí la tensión en nuestra banca, dice Gabriel. En este mundo tan violento que nos tocó vivir, su homilía cobra sentido, además tiene una forma bella y solemne de hablar, dice Efraín, y agrega, pero más allá del simbolismo religioso, no podemos hacer nada, moralmente empezamos a ser minoría, nosotros mismos nos alejamos que quienes éramos al conocernos, antes valoremos que fuimos hoy a misa. Mientras Efraín se encoje en el sillón, sumiendo la cabeza entre sus hombros algo levantados, Clara, que los había escuchado atentamente, dice: la verdad, no creo que exista el Diablo, es solo la representación de la falta de religión. Yo estuve atrapada en el discurso porque me pareció aterrador imaginar a la gente que vive día con día sucesos traumáticos, y es asolador, de alguna manera, pensar en la idea de una figura maligna presente en todo lo que sucede en contravención a las normas de conducta de nuestra sociedad, pero así como se nos pinta, como nos hacen imaginarlo en el cine o en las ilustraciones de los libros de doctrina católica, así no creo que sea el Diablo, es solo una idea comparativa, el límite del bien. Rosa, que, sin pena alguna, había estado sopeando su pan en la taza de café, levanta la mirada y posa sus ojos en los iris de Clara: fíjate que de niños nos solía pasear un tío por el centro. Casi siempre pasaba por nosotros cuando empezaba el ocaso, así que cuando llevábamos unos minutos en la calle, ya era de noche. Subíamos y bajábamos callejones, y solían contarnos, él y mi mamá, historias de fantasmas. Nos hablaban de un velorio que se veía tras las ventanas de una vieja casa a la mitad del callejón de Aurora, incluso nos decían a mi hermano y a mí: fíjense ahorita que pasemos por enfrente, a ver si ven los cuatro candelabros en las esquinas del ataúd y varias señoras con velos negros que están rezando. Recuerdo voltear muy rápido buscando la luz en los pabilos, pero solo podía hacerlo, si acaso, un segundo. Temía al trauma que me iba a causar presenciar realmente aquel velorio. También platicaban de una mujer, vestida toda de blanco, que se asomaba en uno de los balcones del edificio con grecas en el friso, ese donde se encuentran las gorditas Doña Julia, frente a la Fuente de los Faroles. Era la misma sensación: no podíamos dejar de ver pero, al mismo tiempo, era aterrador pensar en que pudiéramos confirmar lo que nos estaban contando. Así como estas, había algunas otras pequeñas historias, pero, sin duda, la más impactante era una acontecida afuera del templo de Jesús, en Mexicapán. ¿Has visto que en un muro lateral hay un Cristo crucificado de cantera? Para ese momento los tres chicos, envueltos en una tensión creciente, ya no pueden dejar de mirar los ojos de Rosa. Sí, contesta Clara. Pues ese Cristo, según mi mamá, fue incrustado en ese muro para ahuyentar a Satanás, luego de su aparición al párroco del templo, precisamente, en tal lugar. No te la bañes Rosi, es una invención de tu mamá, interrumpe Efraín, sintiendo inseguridad en cada una de las palabras que va pronunciando. No recordaba haber puesto atención al Cristo, pero el mecanismo de defensa que su mente desarrolla es la burla, y continúa: yo pienso que son instrumentos para que los creyentes controlemos nuestros deseos más bajos y terribles. Lo más fácil, claro, traer la idea del Diablo. Yo a veces pienso que, como decía San Agustín, el infierno y el cielo están en la tierra, y no precisamente a través de entes y seres sobrenaturales, sino en nuestra química cerebral, en nuestra cultura, en nuestros usos cotidianos, en la normalización de tantas cosas, por ejemplo, la violencia o la inmoralidad. Efraín no se da cuenta, pero con cada palabra su nerviosismo lo empuja a ir subiendo el tono. El Diablo es una mamada occidental, concluye, tajante. Gabriel solo había escuchado atentamente, pero la ira escondida en los argumentos de Efraín lo terminan de molestar: Eso no dijo San Agustín. La neta me sorprenden, hace unos minutos nos sentíamos una minoría, y ahora resulta que tal vez ya no están en la minoría. Díganme, ¿entonces ya no son creyentes? ¿De verdad el haber leído algunos libros los ha elevado a tal nivel de egolatría? Efraín nota la molestia de su amigo y lo reta: no te hagas Gaby, tú tampoco eres el mismo, no te hagas el santo, güey. Es cierto, no soy el de antes, pero tampoco me planteo abandonar mis creencias. ¿Ustedes sí? Clara toma de la mano a Gabriel, y lo mira a los ojos: yo pienso que sigo siendo seguidora de Cristo, pero no de la misma manera en que lo hacía, creo en interpretaciones alternativas de la Biblia, creo en un tratado que guarda cierta sabiduría para conducir la conducta humana, pero no en un mundo más allá de este. Yo creo porque lo hacen mis papás, porque traicionar a la religión sería traicionarlos a ellos, pero la verdad no tengo miedo alguno, o sea que muy en el fondo, a lo mejor, ya no creo, señala Rosa. Bueno, si de verdad ya son muy “pro” todos, ¿por qué no vamos a visitar al Diablo? Dice Gabriel. Jajaja, no mames, ¿dónde vive, cabrón? Gabriel, sin pestañear, le contesta a un cada vez más irónico Efraín: seguro en tu corazón, pendejo, y estalla en una risa sardónica. Las chicas solo lo observan, extrañadas, y al darse cuenta de ello, Gabriel explica más solemne: vayamos a ver al Cristo, a visitar el lugar donde se apareció el Diablo, pero vayamos tarde, ya sin gente en la calle. Jajaja, ¿qué quieres probar? ¿que el miedo es un sinónimo de fe? Además ya estamos medio viejos para que nos dé miedo una mamada así. Rosi acaba de contar que era una historia de su niñez. Sí Gaby, no mames, eso era de cuando estaba morra y mi hermano estaba todavía más mocoso. Tendríamos unos siete y seis años, respectivamente. No hay pedo, con mayor razón, no hay por qué tener miedo, ¿no? ¡Ay Gabriel, siempre tan armado! Está bien, vamos para que estés tranquilo, acota Clara. ¿Cuándo? Pregunta. Vamos ahora mismo, contesta un visiblemente molesto, Gabriel. Yo no he visto a ese Cristo, nunca he puesto atención, y tal vez sea un buen día para tener una experiencia de fe, ¿quién sabe? Efraín repentinamente se pone serio. ¿Es neta? ¿Pelearemos por eso? ¿Qué no te acompañamos todos a misa hoy? ¿Qué no escuchamos con atención para tratar de meditar la palabra? Pero bueno, por mí no hay pedo, si tú quieres, hoy vamos para que conozcamos el lugar. ¿No se enojan tus papás si llegas tarde, Rosi? No, está bien, basta con avisar. Sí, avisen que llegarán un poco más tarde, dice Gabriel. Los cuatro chicos mueven rápidamente sus pulgares sobre la pantalla de sus celulares mientras los toman con ambas manos, con una destreza tal que pareciera que venían adheridos a sus cuerpos al nacer. Ya todos en casa están al tanto de que llegarán pasada la media noche. En este momento son las nueve treinta y seis. Aún hay tiempo para pasar a comprar unas cervezas, esto hace que salgan de manera apresurada del lugar, dejando el dinero de la cuenta sobre la mesa, junto con la respectiva propina. Caminan entre las macetas cuasi cúbicas, la banca y la estatua de López Velarde que, sentada en ella observa, impasible, la avenida Hidalgo, frente a la Plaza de Armas. El Aveo plata de Gabriel se encuentra frente a los tacos la Toska. Saben bien que entre ellos y el vehículo está el Oxxo que les proporcionará la bebida de lúpulo y malta que relajará sus ánimos. Efraín se adelanta y toma del refrigerador dos six de cerveza Pacífico. Tres medias por cabeza, piensa. En sus cuentas se trata de una cantidad decente para la espera. Además, guarda la esperanza de que Gabriel recule y olvide su disgusto, solo así podrán regresar a casa tranquilamente sin tener que esperar, bajo el nubarrón de su amigo, a que caiga la lluvia, mientras las horas de dormir se les agotan. Si la cosa no mejora, tendrán un lunes en calidad de bulto, con zumbido en la cabeza incluido por falta de sueño. Tres por cabeza, ¿está bien? ¿Pero Pacífico, Efra? ¿Qué no había Corona? Amor, no había, a nadie le gustan más que a ti. Mentiroso, jaja, contesta Rosa. Ya están en la caja Gabriel y Clara, pagando unos Doritos Nachos y unos cacahuates japoneses para todos. Sus compras langucientas constituyen sus pertrechos para la espera planeada, pues deberán echar mano de la paciencia para asegurarse de tener solo como testigo al viento y al alumbrado público que embellece la cantera en su tenue iluminación y su caída angulada, creando contrastes entre formas ámbar y las sombras. Al salir del minisúper, el centro se ve un poco más solitario. Son las diez menos dos. Cruzan la calle, caminan unos metros más y se suben al Aveo. Gabriel sabe que por ser domingo, difícilmente van a molestarlos, por ello maneja por el barrio de la Pinta para subir por el callejón de Aguadores hacia el Paseo de la Bufa. Le gusta visitar un pequeño mirador improvisado que se encuentra a la altura del Tanquecito. Al llegar, frente a los ojos de todos, el centro se convierte, ahí abajo, en una maqueta perfecta que, impúdica, se jacta de sus trazos precisos, deteniendo el tiempo para, en su iluminación naranja, producir sentimientos de añoranza ante posibles tiempos mejores que no regresarán jamás. ¡Qué hermosa vista! Dice Rosa. Sí, nos gusta venir aquí a relajarnos, a platicar, comer y darnos nuestros besillos, explica Clara. Jaja, con razón, ya se me hacía que había plan con maña del Gaby, bromea Efraín. Es terapéutico, necesitamos relajarnos antes de comprobar la veracidad de la historia que nos contó Rosa, advierte Gabriel. Jaja, ¿sigues, comezón? Relajémonos, pero nada pasará, así que tampoco quiero ver caras de decepción, ironiza Efraín. Es una historia, pero relajémonos de verdad y disfrutemos esto, no pongamos demasiadas expectativas en su veracidad, mejor valoremos que estamos juntos, y que gracias a nuestra formación espiritual, nos hemos conocido tan bien. El que aparezca o no el chamuco no debe importarnos, reflexiona Rosa con un aire positivo, inmersa en un verdadero disfrute del momento. Disfrutemos el morbo y la adrenalina que podamos generar, se siente como una pequeña aventura, agrega Clara. Los chicos se van relajando y cuentan anécdotas durante un rato; sin embargo, no es suficiente para que Gabriel, el único con poder sobre el volante del auto, decida que es mejor marcharse a casa. Mucho menos cuando entre broma y broma, Efraín, nuevamente sin tino, trae a Cioran a la discusión. Se le ocurre comentar lo que vieron hace unos meses en Lágrimas y Santos. ¿No dice que como la verdad es aburrida, la ciencia permite que exista Dios? ¿O que el cielo es el único lugar de extravío que está legitimado? Ese libro está lleno de contradicciones Efra, y tú lo sabes. Es una especie de ejercicio para la catarsis añorada por Cioran, dudo que él mismo se tome en serio. Al decir esto, Gabriel, que siente toda discusión relativa a Dios como un ataque a su propia existencia, nuevamente está airado. La neta sí Efra, ese libro es incomprensible, no se encuentra la tesis detrás, explica Rosa con dulzura, y agrega: me da la impresión de que está escrito por un cristiano en plena crisis identitaria, uno que se odia y se ama al mismo tiempo, que lucha consigo mismo y no con Dios. Es como Nietzsche, que critica al Cristianismo por fomentar la compasión y con ello obstruir la selección natural, ¡por favor! Jaja. Si el tipo viviera en este momento y presenciara la expansión de la doctrina de los derechos humanos, se volvería loco otra vez. Ya me lo imagino: son la generación de las puterías, ¡pinches niños mimados todos! ¡Qué lejos están del superhombre! Todos sueltan una carcajada, la agudeza de Rosa ha destensado el ambiente. Solo son chicos confundidos, expuestos de manera permanente al desafío de un posible derrumbe en los cimientos de su personalidad. Cuando acuerdan, no existen ni los Doritos ni los cacahuates, y solo las chicas conservan una lata de cerveza a medias entre sus manos. Bueno, es hora de irnos para allá, dijimos que llegábamos a casa pasada la media noche, y ya traigo las once veintiocho. ¿Están listos? Pregunta Gabriel. Claro Gaby, pues ni que fuera qué, dice Efraín. Qué miedo, jaja, comenta Clara. El Aveo recorre el Paseo de la Bufa hasta bajar por Mexicapán para después virar, en diagonal, hacia la izquierda, sobre Esther Zuno de Echeverría y luego proseguir por la calle Del Vergel Nuevo, para, ya abajo, en la Plazuela de García, subir hacia la derecha por la calle De Jesús y ver desde el vehículo, por primera vez, la solitaria escultura de Cristo, ahí, en medio de la noche, casi en la penumbra. No se detienen, aprecian lo que se puede con el carro en movimiento, que se desplaza sobre el adoquín a baja velocidad. Tan solo siguen algunos segundos su ascenso por la calle que cambia de nombre, nuevamente, a Mexicapán, y se estacionan a unos metros del templo del mismo nombre, a la altura de la pequeña explanada que se encuentra, con sus árboles y jardineras, justo afuera del atrio que da entrada a uno de los edificios más antiguos de la ciudad. ¿De verdad lo vamos a hacer? Insiste Efraín antes de que desciendan del vehículo. Vamos Efra, ya estamos aquí, dice Rosi. Clara solo suelta un suspiro en su lucha contra la somnolencia provocada por la cerveza. Entonces Gabriel sube el cierre de su chamarra y es el primero en dejar el vehículo. Es solo entonces que los demás chicos también se bajan. La noche es fría, la temperatura disminuyó en unos cuantos minutos. El viento sopla a su alrededor, haciendo que el cabello de las chicas cobre vida. Gabriel toma de la mano a Clara y descienden lentamente por la banqueta que los llevará al espacio de la escultura. Efraín y Rosa van a un par de metros detrás de ellos, con sus rostros escondidos en las chamarras de mezclilla, tratando de esquivar al viento. En unos cuantos minutos pasan entre los bolardos negros de metal que se encuentran clavados en el piso de cantera, evitando así que pueda tener acceso algún vehículo a ese espacio. Pareciera que se delimita un sitio sagrado. El Cristo está ahí, en el centro del muro de cantera, con sus brazos extendidos, atrapado en la cruz, con su cabeza algo inclinada y los ojos probablemente cerrados, o si no, mirando hacia abajo, hacia la nada, perdido en su tristeza. Los chicos adoptan una actitud solemne. Son segundos de silencio. Observan, se acostumbran al lugar. Debajo del Cristo, al lado de sus piernas, se abren dos nichos en la pared. En cada uno hay una veladora roja, encendida, emitiendo un sutil halo de sangre. A los pies de la escultura, en una base escalonada lateralmente, hay una par de arreglos florales. Nada espectacular. Se trata de flores artificiales, unas blancas, otras rosas. Gabriel es quien se ha ido acercando. Decide leer en voz alta la hoja enmicada que está clavada en el muro, a su lado izquierdo, entre la cruz y uno de los nichos. El texto dice: Cristo de los desamparados. Petición para una situación muy difícil. Oh Santísimo Cristo de los desamparados, mi amado Señor, mi Redentor, mi Salvador… Al terminar la lectura, todos dicen Amén. ¿Ya estás bien Gaby? ¿Ya nos podemos ir? Dice Efraín. ¿Hasta aquí te burlas, Efra? Contesta Gabriel, disgustado. Su momento de fe se esfumó ante la sorna. Gaby, no pasará nada, ya conocimos el lugar, sí tiene su misterio, está medio oscuro, si te cuentan la historia de niño, obvio sí da miedo, pero lo demás es eso, una historia, agrega Rosa. No es que nos burlemos, nadie se burla, somos seguidores de Cristo, amor, pero solo tal vez no vivimos la fe como tú. La verdad esas oraciones, esos formulismos para que repitas lo que alguien más escribió, y la mayoría de las veces, mal escrito, ya no dicen nada. Son solo palabras vacías si no las sientes. ¿No sería mejor decir lo que uno piensa? Explica Clara. Jesús nos enseñó cómo vivir, ¿no? Pero tal vez fue solo un sabio, al que por cierto respeto mucho, pero ¿si solo fue eso, un hombre histórico de carne y hueso? ¿Estaría mal? Yo creo que no, solo nos olvidamos del paraíso y del infierno, y del diablo, y pensamos en el amor  a los hombres y ya, argumenta un meditativo Efraín, mientras observa a la figura de Cristo. De repente siente que tuvo una epifanía, que Dios tal vez ahora, en su mundo, es solo un filósofo. Yo la verdad he pensado algo parecido, acota Clara, sin temor a lo que pueda pensar su novio. He llegado a la conclusión de que Jesús de Nazaret es mi máximo ídolo, el hombre más respetado de la historia de la humanidad, y que sus mensajes constituyen simbolismos de lo que debemos vivir aquí, en este mundo, donde se abren, a su vez, muchos mundos, y en unos hay felicidad y plenitud, y en otros maldad y desesperanza, pero todo está en nuestra mente y en nuestro corazón. Sí Gaby, la verdad es que ya no somos niños, vivimos en un mundo crudo, y no vamos a permitir que en esta lucha de ideas, triunfen otras que niegan la posibilidad de hacer el bien, de pensar en los demás e, incluso, de poner a veces la otra mejilla, pero ya en serio, ¿neta crees en el infierno? ¿neta crees que nos veremos en el cielo? ¿De verdad crees que volverás a ver a tus abuelos o a quien sea? Las preguntas de Rosa han rebotado contundentes en las paredes de esa calle vacía, ahí, frente  a la figura de Cristo. Gabriel se siente triste, está confundido, solo piensa que sus amigos realmente son desconocidos, y peor aún, que su novia tenía una especie de doble vida, la que experimentaba en la soledad de su cabeza y la que fingía con él. Entonces decide no discutir más, su corazón está apachurrado, siente que un pilar de su identidad ha sido golpeado con saña. Los chicos empiezan a caminar. En unos pasos están fuera del área delimitada por los bolardos. Gabriel camina a la extrema izquierda, Clara, que siente su ensimismamiento, camina a su derecha, a un metro de distancia, sin decir nada. A su lado camina Rosa, que solo observa las agujetas de sus tenis blancos. En el extremo derecho, Efraín se desplaza con las manos en los bolsillos del pantalón. Sabe que eligió un mal lugar para discutir y un pésimo día. Siente culpa con su amigo, pero debía decirle su verdad. Todos, sin meditarlo, ocupan la calle a lo ancho, y sus pisadas se escuchan en el fondo de la soledad que los rodea. Han subido unos cuantos metros por Mexicapán. El Cristo quedó allá, en el pasado, en la petrificación de su cruz. Se empiezan a escuchar ladridos lejanos, son perros que habitan las azoteas de casas a varias cuadras de allí. El viento resopla un poco más. Como si se tratara de una fuerza que recorre las calles, en unos instantes los ladridos se empiezan a escuchar en cuadras cada vez más cercanas. Son más nítidos, son más fuertes. En seguida, en un suceso funesto, los chicos escuchan gruñidos a su alrededor, como si los tuviera acorralados una jauría que no está ahí. Ellos sienten casi un resoplar en los pabellones de las orejas. Pero no es todo, sienten como si el viento tuviera manos, unas muy fuertes, poderosas. Sus cuerpos son manipulados por la nada. Las casas que aún tienen habitaciones alumbradas, parecen totalmente indiferentes, nadie se asoma, no hay movimiento en ellas. Gabriel siente la adrenalina recorrer cada centímetro de su cuerpo, iniciando en la parte central. Su estómago revolotea, encendido, sus piernas difícilmente sostienen a su tronco, las contracciones musculares son incontrolables. Su instinto lo hace voltear a ver a Clara. Ella derrama lágrimas que corren por sus mejillas en una sola línea. Sus ojos denotan un terror que Gabriel jamás había visto. La chica está en shock, y en su mirada se trasluce la súplica de la salvación, la desesperación del arrepentimiento. La quiere tomar de la mano, pero una fuerza externa lo evita, y le regresa el brazo a la parte lateral de su tronco. Ella está paralizada, sus músculos se han contraído y pareciera que está siendo víctima de un ataque epiléptico. Rosa está doblada, se toma con las manos ambas rodillas, batalla para jalar aire, parece desconectada del entorno, a punto de desvanecerse. Efraín solo lo observa con sendos derrames oculares y los rasgos compungidos. Sus brazos están cruzados detrás de sus caderas, como si estuviera esposado. No hay nadie más, solo el resoplar del viento y las sensaciones que los maniatan. Es como si hubieran dejado de importarle a la ciudad, más aún, a la vida. Lejos quedó su pasado. En el viento se diluyen los rostros de su padres y hermanos. Sus sueños son desgarrados por el olor de la muerte. La verdad se les ha revelado tal cual es, como ellos querían. Los perros dejan de ladrar. El viento encuentra un momento de sosiego. Ellos…

 

Para el martes, la desaparición de los jóvenes ya es noticia local, un par de testigos los habían visto estacionados en el paseo de la Bufa pasadas las once de la noche. Desde el lunes por la tarde el Aveo plata de Gabriel fue encontrado a veintiséis metros del atrio del templo de Mexicapán. No mostraba ningún indicio de violencia. No había chapas forzadas, vidrios rotos ni rastros de sangre en su interior. Solo encontraron latas de Pacífico, una bolsa de papas vacía y dentro de ella, un empaque de cacahuates roto. Era un carro que parecía haber sido, simplemente, abandonado. La indignación en la comunidad universitaria había ido creciendo el lunes por la noche. Las redes sociales hacían sonar teléfonos móviles por todos lados. Los estudiantes reenviaban notas periodísticas o cadenas de Whatsapp con teorías de la conspiración. En realidad, nadie conocía bien a los cuatro chicos perdidos, habían sido unos parias en Filosofía. Hoy es miércoles  y una marcha multitudinaria, llena de jóvenes universitarios, se desplaza por el boulevard López Mateos. Cuadras y minutos después, llegan al Palacio de Gobierno. Luego de gritar consignas que se convierten en aguijones pulverizados por el viento, los cerca de mil quinientos muchachos terminan invadiendo la Plaza de Armas y tapizando la planta baja de la fachada principal del edificio con mantas y cartulinas: la seguridad es el origen del Estado; sin seguridad no hay nada; el principal derecho es el derecho a la vida; muerto no voto; gobernador mezquino, eres un asesino… la rabia se alimenta en cada letra, la juventud está agraviada luego de tantos chicos olvidados en las carpetas de investigación de la Fiscalía.

 

Por fin la noche trajo la calma, el viento helado sopla sobre el papel y la tela. La plaza vacía indica una nueva oportunidad para enmendar el camino o, por el contrario, el tiempo necesario para el control de daños y reivindicar imágenes públicas. El jueves, un chico es encontrado en las inmediaciones de la capilla de Bracho. Presenta deshidratación, hipotermia y despide olores fétidos; sin embargo, a pesar del lastimoso deterioro físico, su mente pareciera estar aún peor. Se le ve totalmente desorientado y aterrado ante cualquier estímulo externo, pareciera sufrir del trastorno de estrés postraumático, sus reviviscencias son recurrentes, grita despavorido un ¡no, por favor! Grita ¡Dios, ayúdanos!. Es necesario que especialistas le suministren diazepam vía intravenosa. El chico por fin duerme y puede ser trasladado a una clínica. En un par de horas se sabe que se trata de Gabriel. Meses después, al ser dado de alta, por fin rinde su declaración, pero se sospecha de su trastorno o del uso de alguna sustancia aquel día, pues su relato resulta absurdo a juicio del ministerio público. Se cree que Gabriel no ha quedado bien después de todo y no se insiste más con él.

 

Un martes de octubre, a medio día, cinco años después de ese suceso empolvado en los archivos de la Fiscalía y diluido en la enorme lista de desaparecidos en Zacatecas, cuando la gente enterada ya había olvidado la historia para seguir con sus vidas, trabajadores del ayuntamiento descubren tres osamentas debajo de la calle de Mexicapán mientras realizan excavaciones para renovar la red de drenaje. Estaban a menos de medio metro de profundidad e, incomprensiblemente, se encontraban boca abajo. En unas semanas, luego de la extracción de ADN y su análisis, se da a conocer que se trata de Clara, Rosa y Efraín. Nadie puede explicar lo sucedido. El adoquín no había sido removido en décadas.

 

A tan solo unos metros calle abajo, en el muro de cantera, permanece, doliente, el Cristo, acompañado todavía por la oración que Gabriel leyó aquella noche. El último párrafo, el cierre, tal cual lo recitó fervorosamente el chico, dice así:

 

Gracias por redimirme, por limpiarme, por justificarme y santificarme, muchas gracias por estar a mi lado y darme tu auxilio cuando lo necesito. AMÉN.

 

 

Mauricio Federico Del Real Navarro

_______________________________________________________________________

Zacatecas, Zacatecas, 1982. Doctor en Ciencias Sociales por el Colegio de México. Amante del estudio de los fenómenos sociales y su inclusión en el mundo literario. Poeta aficionado.

 

 

Comparte en tus redes:

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *