Por Mauricio F. del Real Navarro
Pedro Landeros Carmona sueña con ser un médico de renombre. Su madre ve en él a la pepita de oro en el río revuelto de la familia, una nacida de la nada y que permanece en la nada desde hace cinco generaciones. De ascendientes agricultores venidos del norte del estado, o tal vez de Durango, se ha convertido en un clan donde abundan las necesidades, los episodios trágicos y la desesperanza. Pedro representa, entre toda la progenie, la única puerta hacia la escalera que lleve a los Carmona al siguiente nivel en el edificio social. Un chico tan lleno de vida, tan inteligente desde pequeño, piensa su madre. ¡Mi yo chiquito! Decía su padre cuando le cubría de besos su carita antes de abandonarlos. El entonces niño solo tenía cinco años al convertirse en el hombre de la casa. Ahora la realidad es que su sueño está a unos pasos: únicamente necesita aprobar el examen de aspirantes a residencias en su segundo intento. La primera vez había estado tan cerca que el fracaso fue más doloroso. En esta ocasión se ha pasado noches en vela mientras estudia para alcanzar el estado de gracia que tanto anhela. Nada lo detiene ante el impulso que representan, para él, las lágrimas de orgullo que vertió su madre cuando se graduó como médico general. Ese día se sentía el centro del universo conocido.
Ser habitante de la colonia H. Ayuntamiento le ha traído experiencias tan intensas como diversas en su vida: amigos de la cuadra que fueron asesinados siendo solo adolescentes; un par de primas dedicadas a la vida nocturna de la zona de tolerancia; amigas que son madres desde los 15 años, cuando salían de la secundaria y, claro está, la convivencia con el sistema de tienditas de drogas, presentes, como los Oxxos, a la vuelta de la primaria y del polideportivo Alma Obrera. Ser un sobreviviente ya es en sí un gran logro, ser un médico especialista es un acto heroico, uno que Pedro en muy poco tiempo podría cumplir, emulando los mitos griegos que se reviven, sin artificios estilísticos innecesarios, en la tragedia cotidiana de la olvidada Zacatecas.
A unos días de la gran fecha, decide salir a un baresucho en los límites de Guadalupe, justo en la salida hacia Aguascalientes. Le han dicho sus amigos que ahí el ambiente, y no solo el alcohol, altera los sentidos, que se pasa de la desinhibición etílica al canto colectivo de corridos, para, finalmente y con algo de suerte, tener la posibilidad de una aventura sexual desenfrenada. Por ello siente que es un día especial, en el que puede haber una linda sorpresa tras las puertas de cristal y el anuncio luminoso; y así es, luego de varias caguamas compartidas por la estrechez de sus bolsillos, Pedro y sus amigos conocen a unas chicas. No saben si son lindas o no, lo que sí saben es que el deseo está sentado en la misma mesa, y que con algo de suerte, pueden olvidarse de todo aunque sea por unas horas; sin embargo, justo cuando los rayos del sol se asoman tímidamente en lontananza, terminan su viaje existencial en la casa de Pedro, luego de una experiencia incompleta ante la falta de dinero para conseguir la privacidad que las chicas hubieran deseado. Si se quiere ser feliz, todo parece señalar un solo camino: el éxito económico. Pedro, en la frustración que acompaña a su resaca, sabe que no puede fallar esta vez.
El destino siempre da alcance y el día de la gran prueba toca a la puerta. No pudo conciliar el sueño; además, estar lejos de casa le genera cierta nostalgia. El recinto es grande y frío, la solemnidad se refleja en la cara de los aspirantes. Todos tienen una historia qué contar, y todos quieren escapar de la nada, por lo menos así lo ve Pedro. Su ansiedad aumenta pero en el momento oportuno recuerda a su madre y el sentimiento producido lo alimenta de fe. Al salir, a pesar del hambre y el desvelo, tiene la adrenalina a tope, y lo único que quiere es tomar el autobús para regresar a casa. En unas horas estará en Zacatecas abrazando a su madre, con esa sensación del deber cumplido.
La percepción de hacer lo correcto, de enfrentar cara a cara lo que provoca noches de insomnio o días de una preocupación latente, al final resulta en una liberación equiparable al desfogue de una presa a punto de reventar. La degustación de una libertad ganada a pulso embriaga los sentidos de tal forma que los colores son más brillantes y armónicos los sonidos de la cotidianidad. Es el momento de relajar la respiración y soltar los músculos de la mandíbula. Es la tensión convertida en satisfacción profunda. Algo así está experimentando Octavio Del Río. Luchó tanto por una mejora salarial que, al verla cristalizada, sus sueños se desbocan y tiene la seductora sensación del poder. Piensa en ser el centro articulador de grandes momentos, de banquetes en casas de campo, de risas y anécdotas cocinadas a fuego lento, en medio de borracheras timoneadas por sofisticados vinos de mesa que en su vida ha comprado, pero que pronto podrá pagar.
¿Quién iba a decir que ese flacucho, mustio y patético futbolista llegaría a ser Secretario en el gobierno del estado? ¿Quién iba a decir que en la prensa local se tejerían historias en torno a su posible candidatura para ser el próximo gobernador? Esta poco probable situación, o por lo menos vista así hace veintisiete años, hizo que Octavio, un burócrata promedio, disciplinado, sí, pero perdido en la monótona masa del funcionariado que deja grandes tajos de su vida en las melancólicas oficinas públicas, ascendiera estrepitosamente hasta una subsecretaría. Su mejor amigo ahora es la cabeza de la institución en la que llevaba perdido, en un limbo agridulce, catorce años. Papeles invertidos: el carismático niño prodigio en los deportes ahora es rescatado por el amigo enclenque que, muchas veces, necesitó un par de puños que lo protegieran del masculinizado y hormonal mundo adolescente. Vaya suerte la de Octavio. ¿Qué dirán los geniecillos que se burlaban de él al verlo tan embebido en su ignorancia y mediocridad burocrática por tantos años? ¿Acaso no era el centro de su vida profesional conseguir su plaza? Ahora es parte de la élite que controla al estado.
En dos semanas se incorporará a sus nuevas obligaciones. La verdad sea dicha, le sabe a su chamba. Conoce las entrañas de la institución y es amigo del personal de base. Tiene gran carisma entre las secretarias, quienes no pierden el tiempo, de vez en cuando, para cuchichear, entradas en confianza, acerca de lo placentero que debe ser tener un hombre así en su cama. La incógnita es si sabrá lidiar con los vaivenes políticos. Octavio es trabajador, no brillante pero sí responsable; sin embargo, en Zacatecas los vientos gélidos están llenos de malas intenciones, el pastel es chico y todos babean por él, algunos, incluso, podrían ser casos dignos de psiquiatra. En un ambiente así, no es difícil que un servidor público cuyo mundo ha sido, únicamente, el que se encierra entre los muros de la dependencia, pueda verse malherido a la primer embestida de los zopilotes vetustos en algún momento de agonía mediática.
Por ahora cumplirá su encargo: leer toda la normatividad de su nuevo puesto; revisar los informes de la Secretaría; cotejar la prensa para sopesar la marea política y, solicitar información sobre el personal con el que cuenta. Ya habrá tiempo para, con su equipo, hundir las narices en los archivos de la entrega-recepción. Lo que ya es un hecho, antes de siquiera leer la primera palabra sobre el nuevo puesto, es que deberá llegar personal clave de la camarilla entrante. Compromisos varios siempre hay. En realidad, el reto para él no es mayúsculo, se trata más bien de un premio que le deparaba el destino. Vio tantas veces pavonearse a ex compañeros de clase (o conocidos) en los pasillos del poder, que se conformaba con apretar los dientes y pensar en lo injusta que era la vida. Las lumbreras, las verdaderas mentes brillantes aparecían de vez en cuando en un restaurante o en la fila del cine, informándole sobre su presente citadino, tan gris como el suyo, tan falto de expectativas que en ello se erigía su aparente felicidad, la de una vida sosegada, refugiada en sí misma, en la privacidad de los propios gustos y de las limitaciones materiales.
Para Octavio, obviamente, su trabajo no lo es todo. Ya lleva seis años con su novia Susana, y nunca pensó en ir más allá por el temor proveniente de su entonces incapacidad para darle una buena vida. A pesar de lo que le digan, él sigue creyendo que ser hombre significa ser un héroe de mil batallas, un estoico que sostiene su espada y escudo para enfrentar lo que el destino le depare. Ella siempre ha buscado tranquilizarle exaltando sus propias capacidades, de tal forma que se dé cuenta de la nueva realidad: su travesía matrimonial sería cosa de dos iguales. Él nunca lo ha comprendido bien, viene de una familia muy conservadora y creció observando a su padre y sus tíos como los paladines absolutos de sus hogares. Sabe bien que es la vara con la que será medido cuando él mismo construya una familia. Sin embargo, por fin el camino se allana, sus miedos se han disipado y su entusiasmo llega al punto de plantearse una nueva vida con Susana. Por fin podría darle lo que, desde su idealización de lo femenino, ella merece.
Conforme pasan los días, las felicitaciones y halagos no se hacen esperar. Hasta debajo de las piedras aparecen, con el cinismo de la ambición, conocidos que hace mucho no lo buscaban. Mucha gente le ha entregado su currículum, entre ella, familiares que en sus charlas jactanciosas reflejan la seguridad de que su pariente, dueño ahora de un lote dentro del gobierno, les resolverá la vida compartiendo, como corresponde, el jugoso presupuesto público. En Zacatecas, desde luego, esto no es la excepción, sino la regla más profunda de la vida social: aquí tú eres (más que en otro lugar de la tierra) dependiendo de a quién conoces. Los valores, conocimientos, habilidades y empeño siempre pasarán a la cola de la hilera. Vale más rezar porque el viento un día sople en la popa de tu vida y entonces una cara amigable, en esta rueda de la fortuna, llegue a la cúspide de la pirámide. Ahí el cielo se abre y la luz del sol se extiende, apareciendo, bajo sus rayos, casas, autos, viajes y hasta indumentaria de revista, como los petulantes abrigos neoyorkinos.
Mario Arreguín observa también la luz solar que, tras las cortinas, avisa sobre un nuevo día en la colonia Lázaro Cárdenas. Ya los murmullos de las señoras que caminan hacia la parada del camión se van desvaneciendo con el tajo limpio que la distancia hace en el viento. Sus hermanos aún duermen, semidesnudos, envueltos en el mediocre calor de mayo. En Zacatecas el verano casi es el invierno de otros lugares del país, y para quienes ven las tuberías reventarse en diciembre o enero, los veinticuatro grados que marca el termómetro son motivo suficiente para sentir el sofoco de una playera mientras se está en la cama. Además el viento se ha marchado por unos días, cansado de soplar entre los cerros. Por eso el ladrido de los perros es más agudo, al igual que el sonido de las rejas en las que se posan cuando deambulan desconocidos por el frente de las casas de sus dueños. Los perros saben bien que nadie ajeno puede entrar en sus dominios. Es algo que Mario no ha logrado aprender y resulta sumamente delicado en su posición.
Tan solo tiene dieciocho años, pero su cuerpo ha sufrido más de la cuenta. Su padre lo golpeaba al llegar alcoholizado por las noches. Sus hermanos, menores que él, solo pelaban los ojos y escuchaban a sus corazones frenéticos retumbar en sus cabezas. Mario siempre procuró mantener la atención solo en él para que ellos jamás fueran agredidos, y así fue. Fracturas en las costillas, el radio, la muñeca izquierda y la falta de un diente son prueba de ello. Tres años atrás murió su padre y no fue capaz de soltar lágrima alguna. Solo se limitó a abrazar a su madre, quien amó a ese hombre autodestructivo profundamente, a pesar de todo. Ser el padre sustituto de sus hermanos lo obligó a dejar la escuela para trabajar de ayudante en un taller y luego de mesero, donde ha permanecido hasta ahora.
En estas semanas ha pensado en hacer la prepa abierta, sabe que si pone empeño puede sacarla sin problema para estudiar derecho y ser un prestigioso licenciado, como los que llegan trajeados al Condimento, el restaurante donde trabaja, justo frente al Palacio de Gobierno. Ahí los atiende con especial esmero para ganarse una jugosa propina. Los magistrados son quienes más generosos se ven, incluso un par de ellos le llaman Marito. La estampa que proyectan le parece hipnótica, los considera verdaderos caballeros, dueños de la ciudad. Al menos parecen creerlo ellos mismos, con esa forma de mover las manos al conversar; con la manera de deslizarlas sobre la corbata para protegerla de los alimentos; las muecas de sus rostros; la modulación de sus voces y, sus palabras muchas veces incomprensibles. Además lo impresiona la deferencia con la que son tratados por otros señores a los que saludan levantándose de sus mesas. En esas escenas suelen recibir tronadoras palmadas en la espalda en medio de efusivos saludos construidos de palabras lisonjeras. Cuando atestigua esos momentos, se imagina a él mismo recibiendo tales muestras de exagerada cortesía; fantasea con la sensación de vivir en la cima de la sociedad.
Al mismo tiempo que se embriaga en sus ilusiones, transcurre, incontenible y cruda, la realidad. La verdad es que nunca es suficiente lo que gana, permanentemente piensa en la forma de incrementar su ingreso. De hecho, van varias veces que es invitado, por conocidos del barrio, a vender drogas. Sin embargo, sabe bien que aunque les va mejor que a él, el riesgo es demasiado alto, algo que no se puede permitir. ¿Quién cuidaría de su madre y sus hermanos en caso de salir algo mal? Por ello prefiere soñar con seguir el camino largo pero florido. El pantano de los cárteles le ha costado la vida a un par de ex compañeros de la secundaria, y cuando repara en ello, la simple idea de sus entierros le genera cierta desesperación. Algunas veces se ha llegado a preguntar si no despertarían dentro de la caja, a varios metros bajo tierra; si no habrá sido la asfixia lo que terminó matándolos. Este tipo de reflexiones disparatadas han sido un refuerzo para inhibir sus ambiciones o, más bien, su impaciencia.
Rulo, su vecino, aprovechando su día de descanso en el restaurante, lo invita a pasear en el carro. Es un Jetta customizado, achaparrado, con faros de halógeno, llantas gruesas y rines de fuego, de esos que emiten destellos cegadores. Tiene algunas calcomanías en el parabrisas trasero y, no podía faltar, un gran sonido, con un bafle acomodado en la cajuela. El deseo de Rulo por algún día tener un papel protagónico en algo es tan grande, que su bafle cimbra algunos vidrios de aparadores y casas al paso del vehículo. Mucha gente curiosa observa al chico mientras maneja con la mano derecha y descansa su antebrazo izquierdo, a la James Dean, en la puerta. Mario, después de disfrutar varias canciones que ya conocía, solo se limita a escuchar atentamente a su amigo de la infancia, el mismo que conoce su historia entera. La música se convierte en un fondo suave, tanto, que la letra de la canción en turno es casi inaudible. El bafle guarda las fuertes ondas de vibración que habían estado estallando contra la parte trasera de los asientos. En este momento solo es un instrumento que crea una atmósfera propicia.
Rulo decide, al pasar frente al Prometeo que observa el boulevard desde los muros de la Universidad, tomar la desviación, por el parque, hacia la avenida Obrero Mundial. En su cabeza está conseguir algo de soledad para poder sacar las espinas que laceran el interior de su pecho. Por ello piensa conducir rumbo al Alma Obrera, para virar en el Oxxo de Gardenias y que, finalmente, la calle Dr. Juan Ignacio N., los saque a Tránsito Pesado, en dirección a Guadalupe. Una vez ejecutado tal plan, pueden ver las luces de la ciudad que cintilean, altaneras, cuando apenas se ha escondido el atardecer. Señalan que hay vida en las calles, pero que la privacidad de la noche está asegurada, mucho más, allá arriba, en el libramiento, donde solo rugen los autobuses de pasajeros y camiones de carga, o uno que otro vehículo que a toda prisa se dirige hacia Colinas del Padre.
Los chicos habían conversado, hasta ese momento, cosas triviales sobre el trabajo de Mario, ahora Rulo piensa en llevar la plática hacia el terreno de sus pesares. Comienza abordando la idea del miedo y de la muerte; enfatiza su infranqueable unión. Explica cómo la angustia lo corroe por la sensación de morir joven, y es entonces cuando, lleno del valor que no encontraba, confiesa que ha estado vendiendo drogas, y que sabe de buena fuente que, en la ciudad, los otros, los que pelean el mercado a sangre y fuego, están matando a muchos vendedores. Mario, desde que Rulo compró ese carro, sabía que su amigo andaba metido en algo, pero nunca quiso invadir su privacidad. Todo lo escucharía de su propia boca en el momento oportuno. Este, después de todo, era el día. Entonces le pregunta: ¿por qué no lo dejas? ¡Vete! ¡Mándalos a la chingada! Aunque él mismo, sin conocer aún la respuesta, sabe que en tal situación, vender y no vender equivale a esperar la muerte sentado en la acera. El negocio es redondo, la casa no pierde, solo caen soldados desamparados, almas que a casi nadie interesan, muchísimas veces, ni siquiera a sus familias. Siempre habrá oferta de mano de obra entre los hijos de la miseria humana.
Las lágrimas de Rulo brillan, intermitentemente, siguiendo el paso de los faros del alumbrado público. Su angustia finalmente estalló, y nadie más puede ver su debilidad, solo su amigo. Aunque él es mayor, a Mario siempre lo ha visto como la estrella solitaria y brillante que sirve de guía en la noche más espesa. Sabe que de su calidad moral puede brotar alguna leve esperanza para sortear lo que él mismo sembró tras un cúmulo de desatinos. ¿Por qué no entré al restaurante cuando me avisaste sobre las vacantes? Todo parecía tan fácil. Mario solo lo observa, consternado. Entonces cambia su semblante y dice: relájate mijo, ya poco a poco se nos ocurrirá algo, por ahora no ha pasado nada, no te asustes, ¿o te han amenazado? Rulo lo niega con la cabeza, pero unos días antes había encontrado una nota en los limpiaparabrisas de su carro: eres el siguiente, decía. Desde luego, nunca le confesaría eso a Mario, pues tal vez jamás le volvería a hablar. Quizá ni siquiera estarían teniendo esta conversación. La sensación de la muerte es tan cercana que no soporta la idea de sentir su respiración en la nuca así, solo, como un perro en el periférico.
Mario propone que vayan a cenar para calmarse, como en los viejos tiempos, cuando él era el que contaba lo que pasaba en casa, con su padre. Vamos adonde tú quieras, le dice. Rulo se enjuaga las lágrimas torpemente, y con la respiración aún algo cortada, comenta que unos tacos estarían bien, entonces retorna a la altura de Las Colinas y conduce rumbo a la central camionera. Su idea es tomar Jesús Reyes Heroles, Nueva Celaya y, finalmente, llegar al cruce de la Avenida San Marcos con Mina del Patrocinio, en la colonia Minera. En el trayecto la música apenas se percibe y prevalece el silencio tenso, por eso, de vez en cuando, Mario dice: tranquilo güey; en otras remata: nomás son los nervios.
Después de trece minutos, llegan al cruce buscado y ahí está el puesto de lámina roja con blanco, de la Coca Cola, donde se lee, Tacos El Güero. Está lleno, deberán cenar de pie, en la barrita, donde se encuentran, por lo menos, otras cinco o seis personas. Se escuchan palabras inconexas, timbres de voz que chocan en el viento, risotadas y las instrucciones que se dan los taqueros. El típico movimiento de un negocito operando a mil por hora. Llega una pareja justo detrás de Mario y Rulo, preguntan de qué hay. La chica es guapa, elegante; el tipo, jovial, abierto, con seguridad en sí mismo. La manera de desenvolverse lo dice todo. Sus perfumes son notorios en el ambiente. Por fin dos platos de plástico llegan a las manos de los chicos que no dejan de sentir curiosidad por la pareja recién llegada. Buscan la verdura, la salsa adecuada, alcanzan un salero, bromean un poco, olvidando de momento la plática del libramiento. La atención de ellos y de todos está, definitivamente, en el ambiente y aroma del lugar. Entonces, de repente, desde una motocicleta encendida frente al puesto, sobre Mina del Patrocinio, se detona un arma en por lo menos diez ocasiones. De manera instantánea, toda la gente se agacha. Algunos solo escuchan unos pasos acercarse y disparar un par de veces más a quemarropa. Luego los pasos se alejan y se escucha el acelerón de la motocicleta, que se marcha a toda velocidad, quemando llanta.
Son solo segundos, de esos que son tan lentos que se dan el tiempo de tatuar la memoria. El primero en levantarse es un taquero, les dice a todos que ya se fueron. Algunas personas inmediatamente buscan ayuda por teléfono. La gente que está en los negocios aún abiertos de la Avenida San Marcos, se agolpa en los umbrales, curiosa, en shock. Hay, por lo menos, dos personas muertas, los dos chicos de la orilla, los rematados. En el piso se ven otras tantas heridas. Se escuchan quejidos estremecedores, llantos, voces encendidas dando instrucciones. Hay gente llegando al lugar.
Al otro día, en la prensa local, se da el informe, como siempre, incompleto ante la opacidad de las autoridades, pero lo importante está ahí: cuatro muertos y tres heridos en La Minera. Raúl N. y Mario N. reciben el tiro de gracia, al parecer iban por ellos. Se trata de un probable ajuste de cuentas entre narcomenudistas, dice la nota. En el evento, otras dos personas murieron y tres resultaron con heridas graves, aunque se encuentran fuera de peligro. Los otros occisos son Octavio N. y Pedro N. Un servidor público y un médico, reza el texto. En la ciudad, durante el día, se habla de la tragedia de los profesionistas. Se trata de la idea fija en torno a la cual se discurre en las charlas clasemedieras de café. Vuelve al centro de las conversaciones el tema de la vida y su fragilidad en una pequeña ciudad donde la violencia antes era anecdótica.
Susana, convaleciente en el hospital, aún no sabe que Octavio ha muerto. La madre de Pedro nunca sabrá que su hijo aprobó el examen de residencias. Los anhelos, los esfuerzos, las ilusiones y el tesón se extinguieron con cada gota de sangre. En la motocicleta iban un par de chicos de no más de dieciocho años. Ellos mismos no saben que pronto serán parte de la anécdota de su cuadra, de los recuerdos de sus amigos y familiares, de los lamentos desesperados de sus madres. En una mesa del Condimento, un hombre de traje termina su reflexión, sin ocultar una genuina tristeza: hay que tener suerte para no tomar el camino a la nada. Descanse en paz Marito.
Mauricio Federico Del Real Navarro
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Zacatecas, Zacatecas, 1982. Doctor en Ciencias Sociales por el Colegio de México. Amante del estudio de los fenómenos sociales y su inclusión en el mundo literario. Poeta aficionado.