El 17 de octubre de 1585, el rey Felipe II le otorgó a las Minas
de Zacatecas o de Nuestra Señora de los Remedios el título de
«Ciudad de Nuestra Señora de los Zacatecas». Esta distinción
quedó plasmada en un pergamino […]. Sin embargo, otro asunto
interesante que viene inserto en el documento es la creación
de la advocación de «Nuestra Señora de los Zacatecas», a quien
el monarca español la define como patrona de la ciudad.
Manuel González Ramírez
-Las romerías de las dos patronas de Zacatecas
La virgen de los Remedios, nuestra Señora de los Zacatecas; día 8 de septiembre. El ambiente es cálido, pareciera que el verano esta vez no quiere irse, se aferra a la vida, a un mundo cada vez más incierto y demandante de un disfrute en el momento, en el derrotero de segundos que deberán ser eternos presentes en algún lugar sin tiempo. Aquí, en este rincón del globo, es el día en que, gozosa, la patrona de la ciudad pasea por las calles que vio germinar desde los primeros latidos. Hoy los fieles viven la romería, la procesión que venera a la virgen y, al mismo tiempo, recuerda la fundación de Zacatecas, el mítico momento del siglo XVI en el que, buscando un mineral, un puñado de españoles se impresionaron por el crestón de la Bufa y, a pesar de las tribus ahora sumergidas entre la tierra y la roca, decidieron asentarse en el lugar.
Ya son diecisiete minutos para las nueve de la noche y por la calle Fernando Villalpando se asoman las sirenas, girando, alumbrando las fachadas de los edificios de dos plantas, entre un cegador rojo que se desvanece rápidamente para dar pie al azul fugaz que luego es invadido, nuevamente, por el rojo, en un bucle que parece interminable a los ojos de quienes están aletargados por la patrulla que se aproxima, avisando el inicio de todo. A lo lejos comienzan los rataplanes, los golpeteos a los tambores, pero el ambiente inmediato es atrapado por un vehículo descapotable que está detrás de la patrulla en posición de vanguardia. Los murmullos cobran vida, los transeúntes que aún estaban despistados, camino a cualquier lugar, se detienen, curiosos. La gente comienza a aglutinarse formando una valla con miles de ojos. Cuando todo el movimiento en la calle está por llegar a la altura del Jardín de la Madre, Fermín, un adulto joven que se dedica al intrincado mundo de las leyes, baja trotando por la calle Elías Amador. Esta, en su nacimiento, donde la pendiente es apenas un pequeño salto, ostenta varias sillas ocupadas por espectadores entrados en años que al parecer viven cerca. El hombre sabe que no tiene mucho tiempo, su alma apretujada y su corazón latiendo con cierto desespero, le avisan. Tiene que recorrer toda la Juárez y ver cómo abordará la avenida Hidalgo. No sabe por qué, no sabe para qué, pero está desesperado por llegar cuanto antes a los pies de los balcones que se suspenden en la acera opuesta al Portal de Rosales. Las banquetas ya están atiborradas, y no falta quien, de mal humor, soporta la aglomeración con tal de satisfacer su curiosidad anual, por lo que al caminar rápidamente, por lo menos en dos ocasiones, Fermín tuvo que pedir permiso de pasar y, a cambio, recibió como respuestas un gruñido precedido por una mirada hosca y una mandíbula apretada que botó las venas de una sien. Conforme avanza, siente que las luces de las sirenas lo persiguen, que su camino es largo y será alcanzado y hasta rebasado por el contingente de la romería. Su premura es incomprensible pero sabe que debe estar ahí y que no pueden ganarle quienes están en la procesión.
Cuando Fermín logra llegar al cruce entre González Ortega y Juárez, flanqueando por la derecha a los miles de curiosos que hacen valla en la curva, preocupado, observa en perspectiva el correr de la Juárez rumbo a la Alameda y, no sabe cómo, pero la patrulla ya viene adelante del Hotel Mesón de la Merced, entonces su sensación de desespero incrementa y decide correr hasta el Laberinto. A esta hora el callejón del mercado está desierto, y si cruza por la Plazuela Genaro Codina, donde el músico, en una apacible soledad, toca hasta la eternidad el arpa, podrá evitar a toda la gente que ya está expectante sobre la Hidalgo. Cuando se introduce al estrecho callejón, aspira de golpe el aroma de la vida manifestada horas atrás y condensada en un aire que nunca abandona ese lugar. Al alcanzar la plazuela, ve las bancas solitarias, impacientes por la llegada de la mañana, y ve a Genaro Codina, a quien siempre imagina con veneración por su Marcha Aréchiga. Entonces pasa por delante de su alto pedestal tallado en cantera rosa, esquivando la pequeña plataforma de dos escalones, y se introduce en el túnel del Pasaje Comercial, que conecta la plazuela con la calle Allende. Ahí el olor a queso fresco, encurtidos y el hedor a orines se funden. Ahí el tiempo nunca transcurre, se trata de unos metros de melancolía y de un México que no puede ni debe irse. Cuando finalmente se cuela por uno de los dos arcos que anuncian la entrada principal del Pasaje, justo al otro extremo, se encuentra con una familia que, cansina, se desplaza hacia la cita pactada en la avenida Hidalgo. Ya está atiborrado de zacatecanos curiosos el crucero con Allende, pero Fermín sabe que su idea ha sido maravillosa, ahorró mucho tiempo con su atajo, por eso su andar hacia la banqueta opuesta del Portal, ahora es despreocupado; sin embargo, en tan solo unos instantes, escucha música, tambores y algarabía retumbando en las fachadas de los edificios, y se percata de las luces de la patrulla coloreando, incesantemente, a la Benavides. No comprende cómo, pero el desplazamiento de la procesión es demasiado veloz, por lo que trota los últimos metros que separan Allende de Hidalgo, introduciéndose al gentío por la esquina del BBVA. Tampoco sabe qué debe hacer, solo recuerda o siente o le parece que alguien le ordenó que estuviera en la valla humana frente al restaurante La Marqueza, si no algo terrible le sucedería. En sus emociones impera la preocupación, una que desborda el límite de su consciencia. Para su suerte, detrás de todas esas personas que, casi desde el borde de la banqueta, por fin están viendo aproximarse al contingente, se forma un pequeño pasillo para todos aquellos que quieran seguir su camino. El hombre aprovecha y se dirige a su posición, donde una anciana y tres niños que no pasan de los ocho años, están envueltos en una discusión fútil. Detrás de ellos la visibilidad es perfecta, por lo que desde ahí resolverá su confuso misterio, o al menos eso cree.
Por fin pasa la camioneta de tránsito del estado, somnolienta. Si antes había volado, ahora su velocidad es la de toda procesión. Detrás de sus deslumbrantes sirenas aparece el descapotable. Se trata del vehículo que lleva a la reina de la feria y a las dos princesas. Las chicas, zalameras, bendecidas con la juventud que por sí misma es belleza, sonríen y saludan hacia todos lados, incluso hacia los balcones atiborrados de curiosos que han salido a presenciar el acontecimiento desde bares y restaurantes. De repente, Fermín también está asomado en un balcón, recibiendo saludos y sonrisas. La reina no deja de mirarlo por algunos segundos. Él siente que el mundo se detiene, que en ese instante nadie importa más que él, que el peso de las miradas atónitas se concentra en su rostro, en la sonrisa que él mismo esboce, en el agradecimiento y carisma que logre demostrar. Por eso sonríe lleno de alegría, y regresa el saludo con genuino deleite, enamorado no de la chica, sino de lo que representa. Acto seguido, en su obnubilación se traslada, nuevamente, al nivel de la calle, donde ya solo se distingue la espalda desnuda de las muchachas que siguen en lo suyo, cumpliendo con el protocolo que su ambición dicta: llenar de belleza el ambiente, enfatizar, a través de sus rostros juveniles y de sus sonrisas sin tiempo, que es una gran celebración, que hoy es día de fiesta, tal vez la más importante. Poco a poco ese sueño de delicadeza se desvanece en el espacio. Fermín regresa del todo cuando escucha estallar el juego de acentos entre los címbalos y el bombo, cuando el aroma tonal de la Banda Sinfónica del Estado de Zacatecas se apodera de la avenida Hidalgo, reproduciendo las notas que Genaro Codina y Fernando Villalpando algún día, en su charla pajarera, sembraran como parte de una tertulia perdida a finales del siglo XIX. Desde luego que la Marcha de Zacatecas, interpretada por quienes mejor lo hacen en el mundo, emociona profundamente al joven abogado, quien siente cómo, uno a uno, se erizan los vellos de sus brazos. En un abrir y cerrar de ojos, embelesado, envuelto en la música de esas mujeres y hombres que, elegantes, con atavíos negros, pasan flotando sobre el adoquín, con sus flautas, clarinetes, trompetas, trombones, cornos franceses, saxofones y tubas, recuerda su pasado, gente que se fue para no volver más; emociones de su niñez; los balcones de herrería de la casa de Juárez; el colegio con sus entrañables amigos; su percepción de lo que es su ciudad… Todos estos pensamientos no son tan claros en su cabeza, pues están llenos de terminaciones nerviosas, pero resultan una seductora melancolía, una derivada en un tornado de imágenes y sentimientos que se agolpan en un ir y venir desde su cerebro hacia su corazón y viceversa. Al final, con sus cinco sentidos bien afilados, le parece que está en el tiempo y espacio correctos, donde está listo para deleitarse con su presente, olvidando su angustia previa, su premura por llegar a ese lugar desde el que puede ahora disfrutar, plenamente, la romería.
Al trasladar de nueva cuenta su mente hacia sus ojos, Fermín ve a un enorme caballo criollo, oscuro, bridón, que jactancioso avanza a paso, respetando la distancia con el contingente de la Banda del estado. Montado va un elegante charro, quien, recordando aquella primera vez en el lejano 1593,[1] lleva, empuñado en su mano derecha, el mástil del pendón de la ciudad, con el escudo de armas otorgado por el mismísimo rey Felipe II. Detrás, cuatro jinetes más, en formación, haciendo alarde de su traje de gala azul oscuro. Ha sido, en poco tiempo, en solo unos metros de procesión, una carga simbólica de varias toneladas de historia, de mundos emocionales que se estrellan y se funden para explotar, finalmente, en manifestaciones como estas, reales, que laten. Por si esto fuera poco, aparece la Cofradía de San Juan Bautista, y el ambiente se llena de fervorosa tensión. Las bandas de guerra se suceden, entre carros alegóricos que muestran pasajes bíblicos y mensajes de salvación. Los batallones moros imponen su disciplina transmitida de generación en generación, entre hombres y mujeres de los barrios populares de la ciudad. Sus bandas estremecen, su solemnidad al tocar apabulla. Son cientos de tambores y cornetas, pero a la vez son un solo par de manos, un solo soplido, son un solo cuerpo complejo coordinado a la perfección, de soberbia estirpe, de conmovedora magia que transforma la avenida en un campo de batalla. Se trata de zacatecanos que, movidos únicamente por la fe, sin mediación de autoridad alguna, han mantenido viva una tradición que tiene sus albores en las corridas de moros del siglo XVIII.[2]
Después de unos minutos, pareciera que los edificios colapsarán ante los secos y punzantes golpes a los parches batidores que no hacen más que informar a la ciudadanía que, en Zacatecas, hay ejércitos que cuidan con celo el fervor mariano. Fermín lleva minutos eternos donde ha visto pasar, atónito, turbado, a moros y cristianos, a hombres y mujeres con traje zuavo, con pantalón tipo sarouel, camisa blanca, turbante escarlata de la zona de Argel y la estrella turca en la faja azul rey; a barbones de pantalón blanco, altas botas, camisa colorada, largos petos negros y el enorme gorro militar que termina en una majestuosa capa teñida en tinto, envolviéndolos en un aire místico. Sus ropas le parecen tan brillantes, tan contrastantes, que se pregunta si alguien le habrá hecho algo a sus pupilas, porque los trajes asemejan una imagen retocada de color para vencer la pálida luz vertida por los faroles o, tal vez, imagina, existe la posibilidad de que esos trajes pudieran contar con algún mecanismo para proyectar luz propia.
Fermín, sin poder evitarlo, está, por enésima vez, montado en el ave de sus pensamientos sin fin, cuando súbitamente, unos niños llaman su atención. Son como de la edad de su hijo, por lo tanto, un par de párvulos. Se trata de un moro y un cristiano justo detrás de uno de tantos estandartes que dicen Cofradía de San Juan Bautista. Los niños, tomados de la mano, visten, orgullosos, como sus hermanos, como sus padres, como sus tíos, como sus vecinos. Entonces, ¿esto es Zacatecas? ¿Esto que siento es ser zacatecano? Piensa, atribulado, con los ojos humedecidos al recordar el orgullo de sus difuntos abuelos, ese orgullo del que tantas veces se burló pensando, desde la cobardía de su fuero interno, en la riqueza material de las metrópolis, en los inmensos palacios de históricas ciudades europeas o en los largos parlamentos adoctrinadores de las películas estadounidenses, donde una y otra vez le dijeron: esto es América. En ese pasado doloroso está, náufrago en el remordimiento, cuando es abrazado y besado por un hombre enmascarado, por un viejo de la danza, mientras la gente a su alrededor muere de risa al ver cómo intenta resistirse sin éxito. Apenado, fingiendo que nada le importó, se acomoda el cuello de la camisa mientras ve a los matlachines alejarse en un incesante zigzag. Sincretismo cultural, se repite, tratando de olvidar su vergüenza, y entonces se pierde nuevamente pensando en que los naturales de esta región fueron exterminados, pero que trajeron tlaxcaltecas para trabajar en las minas. ¿De dónde vendrán esas danzas? ¿Serán de todo el país? Se cuestiona, mirando a la nada, y así, nuevamente distraído en su introspección, es que recibe en sus manos un cuchillo casero de origen japonés, mientras, desde su nuca, una gruesa voz le dice: Argel Osmán, el rey moro, viene en su caballo. Lo acompañan cuatro miembros de su guardia: dos a sus flancos y dos atrás. Solo uno se interpone entre tú y él. Cuando pase, ¡crúzate!, ¡no te detengas! Le encajas el cuchillo en el vientre, que sea en un solo movimiento. Que sientas que se hunde hasta el mango. ¡Ahí se lo dejas! Fermín solo pudo ver las manos del hombre. Está petrificado, no se atrevió a girar. En ese momento comprende la preocupación que lo empujó hasta ese preciso lugar. Su confusión es máxima, como lo es su adrenalina. No tiene tiempo de pensar en el absurdo de la muerte, mucho menos en el absurdo de su situación. Ya está ahí; el derecho, el delito, no existen en el instante en que se decide entre la propia vida o la del otro, mucho menos cuando todo acontece de una manera tan vertiginosa. Sus latidos se alojan en su garganta, y el aire le resulta pesado, difícil de respirar. El rey moro se aproxima, justo detrás de un batallón que exhibe a sus últimos elementos. Es inconfundible. Porta un hermoso turbante terminado en una brillante corona que hace gala de la media luna y la estrella, así como un ropaje en tonos beige, oro y café, ocultando con él la montura. Al tenerlo a poca distancia, sin pensarlo dos veces, Fermín se abre paso entre los niños en pos de su destino. Cerca de cincuenta individuos se desprenden desde diferentes zonas de la valla humana al mismo tiempo que el abogado. Todos cruzan la calle de un lado para otro. Por ello, cuando Fermín pasa frente al guardia de su flanco, uno de los hombres tropieza con el soldado; otro, camina frente al caballo. Un par de segundos después, el abogado hunde el cuchillo de mango negro que traía sujeto en la axila izquierda. Siente poca resistencia tanto de la tela como de la piel, y al llegar al fondo, lo deja ahí, alojado entre las vísceras. Todo sucedió como el rayo, tan rápido que no se puso a pensar en que el caballo, de cerca, no era tan alto como lo suelen ser estas admirables bestias. Luego de consumar el hecho, se sigue hacia el otro lado de la valla. Entretanto, detrás de él, a unos metros, el rey moro se desploma contra el adoquín y, ante la confusión, la gente se dispersa, temerosa, en todas direcciones, convirtiéndose aquello en un pandemonio.
Fermín muere de miedo por lo que acaba de hacer, y espera que alguien lo detenga mientras pasa entre la gente, pero parece que nadie lo reconoce. Ya dentro del Portal de Rosales, ve madres jalando a sus hijos, entre gritos; ve a hombres que buscan proteger a su familia mientras se abren paso entre la gente; ve a jóvenes que parecen atraídos hacia la agonía del rey. Lo que no ve desde ahí, son policías. No sabe si solo seguir caminando rápido o correr. Está aterrorizado. Ahora la cárcel es su mayor angustia. No comprende por qué querían asesinar a un tipo que solo representa a un personaje. No sabe si hay una gran conspiración de gente muy poderosa. Solo sabe que, lo más probable, es que él sea el chivo expiatorio. Mientras todo esto pasa por su mente, deja el Portal y sube los escalones de la Plazuela de la Caja. No está solo, decenas de personas hacen lo mismo. Algún tipo grita, desde la Plazuela Miguel Auza, que se acaban de escuchar disparos. Esto solo añade terror y confusión al momento. Fermín empieza a trotar y se desplaza por la calle de San Agustín; pretende, al llegar a la Fernando Villalpando, correr en dirección a la Alameda. Piensa que si llega a su casa, si sale de las calles, tal vez nunca lo atrapen; sin embargo, a tan solo unos pasos, sus muslos arden y comienzan a engarrotarse, por lo que no puede abrir la zancada. En ese momento se escuchan sirenas de policía a cierta distancia. Incomprensiblemente, la calle Fernando Villalpando está tan sola como un cementerio. Fermín cae en la cuenta de que solo un idiota se iría por ahí, por lo que decide escapar hacia Mártires de Chicago. Sus piernas siguen sin funcionar. Su cuerpo lo ha traicionado cuando más lo necesitaba. Lo único que por ahora puede tranquilizarlo es un lugar que lo aísle, uno donde pueda permanecer hasta que todo se tranquilice o, por lo menos, hasta que vuelva a nacer el día. Cuando va a la altura del callejón de Yanguas, voltea para cerciorarse de que nadie lo sigue. La calle está desierta, los gritos han desaparecido, también las sirenas. Siente que está cerca de escapar y así tener tiempo de pensar en sus siguientes movimientos. Siente miedo ahora de quienes lo amenazaron, si es que lo hicieron. Siente que todo es tan extraño, y que de la misma forma, todo es abrumador. ¿Cómo salvarse de algo que no comprende en lo absoluto? Sigue sin poder correr; si pretende trotar, no avanza, por eso mejor camina de la manera más rápida que le es posible. De vez en cuando vuelve a vigilar su espalda. La tensión por ningún instante lo abandona. Por fin llega al cruce con Félix U. Gómez. Ahí, como salidos de la nada, justo cuando se enfilaba rumbo a la Alameda, aparecen unos guardias nacionales. ¿Adónde va? ¿Por qué se vino por aquí? Pregunta, prepotente, el que parece ser el superior jerárquico. Voy a mi casa, contesta Fermín. ¿Es él? Vuelve a preguntar el mismo hombre a sus subordinados. Un tipo se le acerca a unos centímetros del rostro, se trata de un militar, con su uniforme de camuflaje pixelado y su casco. Sí, este cabrón es el jefe, contesta. Dos hombres lo someten contra el muro, poniéndolo de rodillas justo a un costado de una ventana protegida por barrotes de herrería, mientras un tercero lo encañona con su arma larga. Fermín escucha al hombre prepotente emitir su sentencia: ¡maten al pendejete!. Con los párpados apretados, ya solo espera conocer, cara a cara, la sensación del momento en que se apaga la vida, sin embargo, justo en la milésima previa, siente que cae en un precipicio y abre los ojos, con la mejilla izquierda oprimida por la alfombra beige de su habitación.
Turbado, todavía con la pesadilla a cuestas, sale de su habitación para ver si hay alguien en casa. No recuerda en esos instantes que su esposa se ha ido hace meses y que su pequeño hijo ahora genera memorias allende la Sierra Madre Occidental, en una región inhóspita para un zacatecano de cepa. Fermín escucha su corazón latiendo fuerte, y comienza a sentir el sudor debajo de su playera de algodón. Entonces se dirige al baño, se lava el rostro y respira la fresca humedad que rodea sus orificios nasales. Ahí comienzan a aclararse, por fin, sus pensamientos. Reflexiona acerca de la delgadez que existe entre la vida real y los sueños, entre los sueños y la muerte. Por un momento piensa en qué pasaría si su vida fuera tan solo un sueño. Uno en el que nada tiene sentido aunque todo parezca tenerlo. Agradece estar vivo. Se acuerda, luego de un buen tiempo sin hacerlo, de Dios, a quien conoce desde que tiene recuerdos, con quien tantas veces conversó en su soledad más prolongada y profunda, a quien tantas veces vio en los ojos de un niño, en la sonrisa de un desconocido o en la tormenta más intensa, cuando parecieron caerse los cielos. Así, poco a poco su turbación cede y el contacto con lo que siente como realidad, como la verdadera realidad, lo tranquiliza.
Al tiempo en que Fermín se debate en su catarsis, en la ciudad, en los barrios populares, entre familias de abolengo brachero, todo va viento en popa, como todos los años. Las morismas se preparan, esperando el momento para volver a convertir a Zacatecas en una máquina del tiempo, en una gigantesca puesta en escena, donde converjan más de doce mil o trece mil almas motivadas por la fe y la esperanza. Simultáneamente, desde su nicho, dentro de la churrigueresca e imponente catedral, la Virgen de Nuestra Señora de los Zacatecas aguarda, paciente, su día, el 8 de septiembre, cuando volverá a pasear por el centro de la ciudad que ha visto envejecer, morir y renacer en un sinfín de ocasiones. Al fin de cuentas, es su ciudad, el mineral de plata que no se extingue con el fuego de las armas ni con el veneno de los pillos palaciegos; la ciudad que late en cada mujer y hombre nacidos entre la tierra colorada.
Mauricio Federico Del Real Navarro
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Zacatecas, Zacatecas, 1982. Doctor en Ciencias Sociales por el Colegio de México. Amante del estudio de los fenómenos sociales y su inclusión en el mundo literario. Poeta aficionado.
[1] Según señala el cronista de Zacatecas, Manuel González, en su artículo Las romerías de las dos patronas de Zacatecas, en 1593 se conmemoró, por primera vez, el nacimiento de Zacatecas. Los días 7 y 8 de septiembre de ese año, en una ceremonia de carácter cívico, se ostentó el pendón de la ciudad en un desfile que recorrió las principales calles.
[2] En el artículo La Morisma de Bracho: una tradición monumental de Zacatecas para el mundo, también del historiador Manuel González, se señala que, desde el siglo XVIII, en el marco del paseo del pendón de la ciudad, cada 7 y 8 de septiembre, ya desfilaban personas vestidas de moros.